Hay momentos en los que me siento como la Reina blanca de Alicia a través del espejo: Algunas veces he creído seis cosas imposibles antes del desayuno. No tengo respuestas, y menos una respuesta de lo que puede pasar hasta que no me tomo el primer café, le digo a mi amigo Gabriel, que parece no entender las horas del reloj cuando este marca las siete de la mañana. Gabriel Martínez es agricultor, y por el sofocante calor -calorazo, dicen en La Mancha-, ya lleva en el campo más de una hora. Pierde la noción del tiempo y cree que los demás estamos a lo mismo. Llama para preguntar. Por el gusto de preguntar, asegura. Aunque no te lo creas, le digo, estoy aprovechando las vacaciones para desengancharme del periódico y del móvil. Cada vez los miro menos.
Cuesta asumir el desarraigo voluntario, pero a mí me esta dando alguna satisfacción ¿Y cómo tú siendo periodista dices que ya no lees periódicos? Bueno, que no los lea no quita que no los necesite. No los leo porque no se venden. O no se encuentran. Y me explico. Siempre hubo en el sitio en el que paso las vacaciones un local bien repleto de prensa nacional y extranjera. Daba gusto ir allí, amplio, limpio, bien repleto de libros y siempre dispuesto a encontrar lo que uno necesita. Ese quiosco-librería de Moraira, que juraría había montado un buen lector, ha cerrado, y aunque uno siempre pensó que era un negocio para vivir dignamente nadie lo ha entendido así y cerrado sigue. Claro, asegura Gabriel, la gente puede pasar sin libros y sin periódicos, pero no sin su tinto de verano o un tercio del Mahou, reflexiona este Séneca de La Mancha. Si hubiera sido un bar en un buen sitio…
¿Y cómo tú siendo periodista dices que ya no lees periódicos?
Ahora encontrar un periódico es una epopeya, hay que ir a otra localidad, buscar el sitio y comprometerte a que irás todos los días a por tus diarios o no los habrá para ti. O sea, que no sé lo que es un periódico de papel desde hace semanas. Le digo a mi amigo que nada nos debería extrañar. En Madrid los quioscos cierran y se traspasan sin que nadie quiera quedárselos. Cerró el que había en la calle Génova, cerca de la Audiencia Nacional y el Supremo. Si en un sitio como ese lleno de revisteros y tiralevitas sobra el quiosco y por lo tanto, sobran los periódicos, tú me contarás qué vamos a hacer. Ir al casino a leerlos, me dice Gabriel. Sí, precisamente. Ahora va a resultar que los rancios casinos de sociedad van a ser el último refugio del lector de periódicos. No me extrañaría, la verdad. ¿Y lo del móvil? Lo del teléfono es urticaria, repugnancia, incapacidad, hartura, engañabobos, tiempo perdido, trabajo no remunerado, refugio de mentirosos y canallas. Mira querido, con el móvil me empieza a pasar como con las editoriales, que me mandan los libros que jamás voy a leer o recomendar. Pues bien, con el móvil últimamente llama gente extraña con la que no quiero hablar. ¿Sigo? No, no, dice Gabriel, déjalo, déjalo, que yo entender entiendo bien lo que dices. Para lo que preciso, y bien es verdad que estos días se precisa de poco, bastan los libros y alguna lectura en diagonal, que dicen los cursis que no leen ni en diagonal ni en vertical y menos en horizontal, de Vozpopuli, mi periódico.
Ya hemos hablado de los que nos amenazan con el Apocalipsis tras el verano. Ahora toman cuerpo los expertos en sanchismo, esos que van por ahí asegurando que en septiembre habrá una crisis de gobierno y que saldrán unas cuantas ministras con destino a sus respectivos pueblos porque el PSOE tiene que rearmarse. Y entonces, uno no entiende nada Gabriel, ¿pues no llegaron esas ministras para rearmar al propio Gobierno? Aquí, a lo que se ve, se trata de entrar de lleno en la propia naturaleza de la cuestión: o sirven o no sirven. Pero no quiero ir a un asunto que se la trae al pairo al personal. Nadie va por ahí con un espeto en la mano contándole a su pareja las posibilidades de que tal o cual ministro salga del Gobierno.
Nadie va por ahí comentando el artículo del que fuera asesor y jefe de gabinete de Sánchez. Dice un melancólico Iván Redondo que llega un otoño de “fuego y hielo que hace necesaria una moral de victoria”. Ya ves, amigo, con estos argumentos se construye un artículo en La Vanguardia -periódico por cierto nada sospechoso para el Gobierno-, al que sólo le falta una pregunta: ¿Hay alguien, por muy entusiasta que sea de Sánchez que vea en su rostro el rastro de una moral de victoria? Esa moral, de cuya existencia yo recelo, no es otra cosa que se le note a uno que quiere y puede ganar las elecciones. Quién puede ver tal cosa en la cara de Calviño, o en la de Yolanda Díaz, enfangada en su proceso de escucha; quién en la del ministro de las pensiones, o la ministra de Transportes, una señora inexistente que debe pasar las noches calurosas de agosto soñando con los días que era alcaldesa de Gavá. Sí, sí, querido amigo, nos empeñamos en hablar de cosas de las que no hablan aquellos que tienen que comprar periódicos para luego escandalizarnos porque ya no hay donde comprarlos. Al final, me dice un Gabriel provocador, habrá que ir a por ellos a las gasolineras, allí donde venden el pan congelado y los combustibles que llaman fósiles.
He puesto la radio a primera hora. Todas si excepción centran sus directas a las denostadas portadas de los periódicos
He puesto la radio a primera hora. Todas si excepción centran sus directas a las denostadas portadas de los periódicos. El día que no los haya, las radios sí que los van a echar de menos. Y por eso, todas las emisoras hablan de Kabul, año 1, y de la atropellada salida de las tropas occidentales de allí. Con un sentimiento de pena y tristeza que avergüenza al oyente van entrevistando a pobrecitos traductores, interpretes, maestros, mujeres afganas profesionales liberales hace un año, catedráticos, periodistas…gente educada que nos agradece que les hayamos hecho un hueco en…un centro de acogida. Y a todos los despiden con la pregunta insidiosa y falsa a la que, por ejemplo los cubanos ya no pican: ¿Cuánto crees que van a durar los talibanes allí?
No quiero ser un frívolo Gabi, pero no cambio la actualidad chata y ramplona, previsible y áspera por la lectura de un libro. Para arrostrar los rigores del calor refresco la cabeza y el sentido del humor con Mi familia y otros animales en la edición de Alianza Editorial. Gerald Durrell es capaz de construir todo un universo nuevo lleno de paisajes, animales, colores, aromas, clima, naturaleza y sonidos que hace que uno puede estar en la isla de Corfú cuando allí recaló la familia Durrell.
Gabi, sé que te vas a reír mucho, pero a falta de periódicos y otros argumentos de la actualidad aprendo con esmero sobre la vida de las mígalas, arañas, saltamontes, la epeira fasciata o araña de jardín, jilgueros, verderones, colirrojos, lavanderas, oropéndolas, chotacabras, un mochuelo de nombre Ulises, lirones y hasta de las costumbres de la abubilla rosada, blanca y negra que construye en las ginestas sus nidos.
¿Estás bien?, me pregunta mi amigo. Estoy estupendamente respondo. Cómo estaré que desde ayer estoy entregada a la vida de las tortugas y la forma en que estos bichos copulan. Me lo cuenta con precisión Gerry Durrell: Hecha al fin la elección de la dama, seguíamos el viaje de la de la feliz pareja entre los arrayanes y llega el acto final del romántico drama. La noche de bodas de las tortugas no es muy inspiradora. Para empezar, la hembra se conduce con una coquetería insoportable, y llega a ponerse cargante por huir de las atenciones del esposo. Le irrita así hasta hacerle adoptar tácticas de troglodita y sojuzgar sus melindres de doncella con unos cuantos breves topetazos bien dados. El acto sexual en sí era la cosa más torpe y atropellada que yo había visto jamás. Resultaba doloroso contemplar el sistema increíblemente burdo e inexperto que empleaba el macho para subirse a la concha de la hembra, resbalando, patinando, agarrándose desesperadamente con las uñas a las relucientes escamas perdiendo el equilibrio para así caer de espaldas.
Fin. Gabriel, no termina de creerse que esté dedicando mi tiempo a esto, sabiendo como sabe que en septiembre vuelvo a la radio, a las noticias, las tertulias, los comentarios y chismes que nos dan vida a los periodistas. Pero esa es la verdad. Y la verdad es que en este momento sólo me falta que saliera del libro de Durrell el pastor de cabras Yuri, y me gritara con su voz profunda salida de su gran bigote amarillo ganado por la nicotina, el gran saludo de los griegos: Chairete, kiryoi…Sé feliz. Eso, y nada más que eso.
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