Al Excmo Sr. don Gabriel Rufián Romero, diputado en el Congreso por Barcelona en el Grupo Republicano, le preguntaban el lunes pasado en una cadena de televisión qué pensaba que harían los CDR después de la sentencia del procès, que se acababa de hacer pública. El señor diputado, que tiene la cualidad (nada rara) de poner en marcha las cuerdas vocales antes que el mecanismo cerebral de generar ideas, sonrió con indisimulada felicidad y dijo que “el mayor crimen que cometerán los CDR en sus protestas será cantar. Cantarán Els segadors y cosas así”.
Alguien que sepa de esto debería ponerse en contacto con el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, en la Santa Sede romana, y pedir que se incluya, con carácter de urgencia, a este hombre en la lista de los Profetas Mayores, que quedaría así: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y Gabriel (Rufián, aunque el apellido podría obviarse porque no faltaría quien pensase que se trata de un adjetivo).
Los cánticos profetizados por el señor Rufián están resultando muy poco melodiosos. Los CDR, muchachos pacíficos y bondadosos que acuden a las manifestaciones para repartir jazmines y azucenas entre los viandantes, llevan cuatro noches (escribo en la madrugada del viernes) entonando, fervorosos, el Tomad, Virgen pura en las calles de Barcelona. El resultado está a la vista. Nadie es ya capaz de llevar la cuenta de los incendios callejeros que han provocado los chicos del coro, perfectamente ensayados y afinados desde el minuto uno, cuando improvisaron sus primeros madrigales en el aeropuerto de El Prat. También le preguntaron al Rufián, esa misma mañana, si condenaría “posibles” actos violentos de los angelicales coralistas. Dijo secamente que no, que él a los suyos no los condenaba, por qué lo iba a hacer.
Este profeta debería pensar más en la imaginaria señora Dolors, que quizá se llama María Dolores Pérez Montoya, que nació hace setenta años en Mojácar, Almería, y que lleva la confitería familiar que habrá en la calle de Mallorca o en cualquier otra. A la señora Dolors, que llegó con sus padres a Barcelona siendo una niña y que habla muy bien el catalán, llevan meses diciéndole, por tierra mar y aire, que cualquier sentencia a los del procès que no fuese absolutoria sería poco menos que un crimen contra la humanidad. Ella no estaba muy segura de eso, por lo menos al principio, pero lo decía todo el mundo, y todo el tiempo; y de lo que menos ganas tiene esta mujer es de discutir, así que acabó asumiendo que algo de razón tendrían los que repetían eso tantas veces y en tono tan indignado.
La odiada España
La señora Dolors ha ido a alguna Diada y seguramente ha votado a Convergència. Como tantos inmigrantes, se siente catalana, porque en lo profundo de su corazón sabe que si se sintiese otra cosa, o también otra cosa, podría tener problemas, o al menos tendría que discutir, que ya hemos dicho que no le gusta. Además, ¿por qué no? La señora Dolors se ha dejado arrastrar, como tantísima gente, por una ilusión, un sueño, un arrebato amoroso colectivo que se llama independencia. Le caen bien esos chicos y chicas tan alegres y tan convencidos de que Cataluña, en cuanto se libere de la odiada España, tan franquista y tan atrasada, será un paraíso de felicidad y armonía y prosperidad y abrazos por las calles, y sus petisús se venderán mucho mejor; y además, qué narices, ella ya no tiene que dar explicaciones a nadie porque ya no le queda familia en Mojácar.
Hay en Cataluña miles y miles de señoras Dolors. Miles y miles de buenas personas que se creyeron –lo oían constantemente, lo decía todo el mundo– que los de la independencia eran gente pacífica, pacífica, pacífica; y democrática, democrática, democrática. Y que el referéndum, y que los “presos políticos”, y que el derecho a decidir, y que la libertad, y tal y cual.
Ahora la señora Dolors está muy enfadada y también muy decepcionada, no sabe si más lo uno o lo otro. Ha tenido que echar la persiana metálica de la confitería porque ahí mismo, en la calle, a seis metros de su escaparate, los seráficos y sonrientes muchachos de la escolanía del señor Rufián se han presentado vestidos de guerrilleros, han arramblado con todo lo que han encontrado y le han prendido fuego: de milagro no han quemado la casa entera con ella, la señora Dolors, dentro. Han incendiado los coches que estaban allí aparcados, han tirado ácido a los mossos, han arrancado los bancos de la calle y los maderos que protegen a los árboles, han asaltado sucursales bancarias y tiendas como la suya. Y lo que más le asombra a la señora Dolors es que todas esas barbaridades las hayan podido hacer con una mano nada más, porque en la otra llevaban el móvil y lo grababan todo. Solo soltaban el dichoso teléfono cuando la barricada ardía y ellos se ponían a aplaudir ritualmente.
El mismo miedo de sus padres cuando desfilaban los de Falange cantando sus chulerías y amedrentando a los que encontraban por la calle. El mismo miedo de toda la vida
¿Pacíficos? ¿Democráticos? Y una mierda, murmura en voz baja la señora Dolors, que no suele decir tacos pero esta vez sí. Y cuando ya clarea el día, y en la calle no queda más que humo y basuras, la señora Dolors, que está muy cansada y muy harta pero también bastante acojonadina, con perdón, levanta con mucho cuidado el cierre metálico y asoma la cabeza; mira a la derecha, mira la izquierda, se asegura de que no la ve nadie y se pone a barrer el trocito de acera que hay delante de su negocio, que está lleno de ceniza y escombros. Y se vuelve para dentro porque tiene miedo de que, si la ven los de la coral polifónica, la emprendan con ella, como han hecho con otros. Ya no hay en ella ilusión ni sueños ni nada de eso. Es miedo. El mismo miedo que tuvo de niña cuando pasaban los grises a caballo repartiendo estacazos. El mismo miedo de sus padres cuando desfilaban los de Falange cantando sus chulerías y amedrentando a los que encontraban por la calle. El mismo miedo de toda la vida. Pacíficos, pacíficos, pacíficos. Democráticos, democráticos, democráticos. Anda ya.
La señora Dolors pone la tele y ve que el señor Torra sufre como si le arrancaran una muela cuando dice que la violencia callejera, pues mira, pues no le termina de parecer bien. La señora Dolor sonríe: “Pero si son los tuyos, tío golfo. ¿O es que los han soltado los americanos en paracaídas?”. Pero de inmediato se empieza a oír por todas partes, en la tele del señor Torra, en la radio, en todos lados, otra cantaleta, otro runrún: los violentos no son de los nuestros. Son comandos infiltrados, radicales antisistema, saboteadores organizados por los enemigos de Cataluña. Y la señora Dolors, que lleva oyendo eso de los “comandos infiltrados enemigos de la Patria” desde que era una cría y lo decía el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento cada vez que pasaba algo, se echa a reír (ella dice: por no llorar) y menea la cabeza, y piensa que ya estamos otra vez igual. Que la vida no hace más que dar vueltas, como las norias de la feria.
Pobre señora Dolors. Los chicos del orfeón del señor Rufián han arrasado (están arrasando) su calle y muchísimas calles más en toda Cataluña. Estará siendo, digo yo, a base de motetes, salmos, antífonas y villancicos tempraneros. Es lo que pasa con la afición a la música, que se sabe cómo empieza pero no en qué puede acabar.
Estoy deseando ver las próximas encuestas sobre el número de partidarios y de contrarios a la independencia de Cataluña, después de este ciclo de conciertos nocturnos que profetizaba Rufián. Porque como le pregunten a la señora Dolors, a las innumerables señoras Dolors que viven y trabajan en Cataluña, el señor Torra y todos sus filisteos se van a acabar comiendo la partitura. Con sal. Que es malísima para la tensión.
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