En 1999 se aprobó una nueva Constitución de Venezuela, en 2008 en Ecuador y en 2009 en Bolivia. Hasta hace unos días y, aunque los sondeos hacía tiempo que ya daban por ganador el 'rechazo' al texto de la nueva Constitución, Chile estuvo a punto de ser el siguiente en sumarse a esta ola de Constituciones populistas. O a lo que Roberto Viciano y Rubén Martínez Dalmau (2010) se referirán como “Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano” (NCL).
Viciano y Martínez Dalmau, por cierto, son los profesores del Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia que fundaron el Centro de Estudios Político-Sociales (CEPS). Por esta Fundación, que asesoraría a los gobiernos populistas de Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, pasarían varios de los fundadores de Podemos (Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias o Iñigo Errejón, entre ellos).
Estos profesores universitarios, que han estudiado, pero también han participado en los procesos constituyentes latinoamericanos de inicios de siglo, decían que el nuevo constitucionalismo "supera el concepto de Constitución como limitadora del poder (constituido) y avanza en la definición de la Constitución como fórmula democrática donde el poder constituyente -la soberanía popular- expresa su voluntad sobre la configuración y limitación del Estado pero también de la propia sociedad” (Viciano y Dalmau, 2010).
En efecto, estos textos parten de la idea, tan poco liberal, de que lo verdaderamente democrático es una soberanía popular sin límites, que todos deben poder decidir sobre todo. En definitiva, acabar con la división entre esfera pública y privada. De ahí que nos encontremos ante textos excesivamente prolijos y largos (en algunos casos superan los 400 artículos) que atenderían más a la definición de programa de gobierno que de carta magna, lo que podría limitar la capacidad futura del poder legislativo.
La injerencia en el poder judicial, con la voluntad de limitar la “judicialización” de los conflictos políticos y para que el poder judicial “esté al servicio” de la voluntad popular
De esa voluntad de extender la excepcionalidad del momento constituyente se deriva una excesiva concentración del poder en el Ejecutivo (para disolver el Parlamento, por ejemplo), así como de una separación de poderes socavada, en especial por la injerencia en el poder judicial, con la voluntad de limitar la “judicialización” de los conflictos políticos y para que el poder judicial “esté al servicio” de la voluntad popular. Y, por último, con la inclusión de elementos de la democracia directa (plebiscitos, revocación de mandatos o iniciativa legislativa ciudadana). El exceso de detalle de estos documentos se tradujo en normas que no sólo se dedicaron a esbozar las instituciones del Estado, determinar sus prerrogativas y sus principios rectores, sino en las que se imprimió un importante sesgo ideológico.
Las tres Constituciones latinoamericanas diseñaron Estados providencia que asumen la responsabilidad y la prestación gratuita de un gran número de servicios (tanto la Constitución boliviana como la venezolana prescriben la gratuidad de la educación y la salud). Estados fuertes, con poderes muy amplios para intervenir en la vida social, política y económica de sus ciudadanos (la Constitución colombiana establece que el modelo neoliberal se deja atrás), además de incluir elementos identitarios provenientes del indigenismo. Tanto la Constitución de Ecuador como la de Bolivia definen sus respectivos Estados como plurinacionales, una cuestión que se traduce, sobre todo, en la inclusión de acciones afirmativas dirigidas a resarcir a las comunidades indígenas (la Constitución boliviana prevé la existencia de territorios indígenas autogobernados) o incluso a sancionar la existencia de sistemas judiciales paralelos (la Constitución protege la independencia de las jurisdicciones indígenas).
A través de estos preceptos, los gobiernos populistas de estos países terminaron dañando severamente sus instituciones y su cultura política, generando inestabilidad y dificultando el cambio político. Este era el camino que parecía que podía seguir Chile si se aprobaba el texto que se sometió a referendo el pasado domingo.
Por si esto fuera poco, emulando a Bolivia y Ecuador, establecía un sistema jurídico paralelo a través del reconocimiento de las jurisdicciones indígenas (artículo 309)
La propuesta de Constitución que salió de la Convención Constituyente, y que el 62% de los chilenos rechazaron la semana pasada, compartía algunas de las características del NCL. Se trataba de un texto largo, formado por 388 artículos (sin contar las disposiciones transitorias), y excesivamente ideológico como norma fundamental.
La que podía haberse convertido en la nueva Constitución chilena establecía el deber del Estado de garantizar la efectiva participación de las comunidades indígenas "en el ejercicio y distribución del poder" a través de la incorporación de su "representación política en órganos de elección popular a nivel comunal, regional y nacional, así como en la estructura del Estado, sus órganos e instituciones” (artículo 5.3). A su vez, recogía, en el artículo 66, su derecho “a ser consultados previamente a la adopción de medidas administrativas y legislativas que les afectasen”, estableciendo un privilegio legal, en forma de derecho de veto, que erosiona la igualdad política de los chilenos. Un ejercicio de soberanía muy poco democrático que rompe con la noción abstracta del sujeto universal liberal, un sujeto ante cuyas características individuales (sexo, orientación sexual, etnia, procedencia…) el Estado es ciego. Por si esto fuera poco, emulando a Bolivia y Ecuador, establecía un sistema jurídico paralelo a través del reconocimiento de las jurisdicciones indígenas (artículo 309).
La Constitución añadía un criterio ulterior, el de la protección de los no claramente definidos "derechos de la naturaleza", y llegaba a crear tribunales específicos encargados de su observancia
El documento que salió de la Convención Constituyente también introducía derechos vagamente definidos y de muy difícil aplicación, como los derechos de la naturaleza. Lejos de regirse por el principio de igualdad en el derecho de todos los chilenos a hacer uso de los bienes naturales comunes, la Constitución añadía un criterio ulterior, el de la protección de los no claramente definidos "derechos de la naturaleza", y llegaba a crear tribunales específicos encargados de su observancia.
En el plano económico, uno de los focos de alerta se puso ante el cambio de la indemnización en caso de expropiación. La Constitución vigente hasta el momento señalaba que dicha indemnización se dirigía a “compensar” el daño patrimonial efectivamente causado, aludiendo así al “valor” (objetivamente determinable) de lo expropiado. En cambio, la propuesta que se rechazó el domingo lo sustituía por una medida completamente subjetiva, un “justo precio” (artículo 78.4).
Estos son sólo tres ejemplos que permiten hacernos una idea del peligro que corrían los chilenos ante la aprobación del nuevo texto constitucional. Un peligro que lejos de haber desaparecido sólo se ha alejado levemente.
Un marco amplio y flexible
Una Constitución no debe ser un documento político de parte, que esté en permanente debate y que requiera de su modificación para que los gobiernos de otros colores políticos puedan llevar a cabo sus programas cuando accedan al poder. Debe ser un marco amplio y flexible que establezca los principios básicos del Estado, sus estructuras y los procesos gubernamentales y que recoja y proteja en igualdad los derechos de todos sus ciudadanos.
Los chilenos tienen una nueva oportunidad de elaborar una Constitución que se aleje de la estela de los regímenes populistas que gobiernan Venezuela y Bolivia. Una nueva norma fundamental fruto del consenso, que contribuya a dar estabilidad, pero que a la vez deje margen al poder legislativo para proponer soluciones políticas a los problemas del país, unos problemas que, desde luego, no se solucionan con una nueva Constitución.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación