Hace justo cuatro años se produjeron en Chile una serie de manifestaciones que devinieron muy violentas en Santiago. Todo empezó por una ligera subida en las tarifas del metro capitalino. Algunos estudiantes se saltaron los tornos de acceso y eso marcó el comienzo de unas protestas que pronto pasaron a conocerse como estallido social. Chilenos de toda condición se echaron a la calle aprovechando el verano austral. Se quejaban de lo habitual en estos casos: de que escaseaba el empleo y de que, los que lo tenían, no llegaban a fin de mes. Nada, en principio, de lo que preocuparse. Si en el mundo preindustrial se producían regularmente motines del pan, en el nuestro estos motines se traducen en manifestaciones y huelgas cada vez que la situación económica empeora.
La economía chilena es la más desarrollada de toda Sudamérica. Chile es, a todos los efectos, un país del primer mundo. Si, en lugar de estar enclavado en el cono sur estuviese en Europa, seguramente formaría parte de la Unión Europea compitiendo en PIB y renta per cápita con los países del este del continente. Esa dimensión de Chile como país plenamente desarrollado no se termina de entender a este lado del Atlántico y tampoco en Norteamérica, donde se tiende a aplanar y simplificar todo lo que acontece más allá del trópico. Esa es la razón por la que que muchos confundieron aquel estallido social con una de esas crisis de subsistencia que proliferan en el tercer mundo. No había nada de eso. En aquel momento Chile atravesaba una crisis económica y eso dio lugar a cierto descontento que, sabiamente orquestado desde la izquierda, derivó en un proceso constituyente.
A la vuelta de un par de semanas desde que arrancaron las protestas por la subida del billete de metro todo se había transformado en clave política maximalista. Los manifestantes, especialmente los más violentos, metidos ya a incendiarios de la red de metro, reclamaban una nueva constitución. Argüían que la existente, que data 1980 pero que ha sido reformada en más de cincuenta ocasiones, no les valía, que era una constitución redactada por cuatro generales y que esa era la causa de que el país no progresase. La constitución chilena fue, efectivamente, elaborada durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero la actualmente en vigor se parece muy poco a la original. A lo largo de los últimos cuarenta años se ha ido adaptando a los tiempos, tanto que permitió que el país transitase de la dictadura a la democracia sin necesidad de cambiar la carta magna. Permitió también que durante las décadas siguientes se turnasen pacífica y democráticamente presidentes de distintas tendencias políticas convirtiendo a Chile en un ejemplo a seguir.
Pero la izquierda chilena es una de las más doctrinarias y combativas de América. Habían perdido la presidencia en 2017 y vieron en el estallido social un medio poco ortodoxo, pero efectivo, de recuperar la iniciativa. El presidente, a la sazón Sebastián Piñera, se asustó y decidió tomarles la palabra abriendo un proceso constituyente que ha durado cuatro largos años. En 2020 se convocó a los chilenos a un plebiscito para dar comienzo a este proceso. Les preguntaron dos cosas: la primera si querían una nueva constitución, la segunda si preferían que esa nueva constitución la redactase una convención mixta formada por diputados ya electos y otros nuevos elegidos para la ocasión, o una convención completamente nueva. Los votantes se decantaron por una nueva constitución que fuese redactada por una convención constituyente que se elegiría unos meses más tarde con una participación muy baja. La convención constitucional se puso a trabajar en julio de 2021.
En septiembre de 2022 se sometió a referéndum la nueva constitución y, como era de prever, los chilenos la rechazaron de plano. La participación esta vez fue muy alta -el 85% frente al 40% de las elecciones de la convención-, pero los radicalismos no convencían
Tenían un año exacto para entregar la nueva constitución, pero pronto se comprobó que aquello nacía torcido. La convención adolecía de un sesgo ideológico muy marcado hacia la izquierda. Durante meses todo fue un despropósito que hacía presagiar lo peor. En septiembre de 2022 se sometió a referéndum la nueva constitución y, como era de prever, los chilenos la rechazaron de plano. La participación esta vez fue muy alta -el 85% frente al 40% de las elecciones de la convención-, pero los radicalismos no convencían, sólo el 38% de los votantes aprobaron el nuevo texto.
Entre medias se habían celebrado las elecciones presidenciales que ganó el izquierdista Gabriel Boric, un antiguo líder universitario que defendía a capa y espada el proceso constituyente. En sólo un año el país se había dado la vuelta creando una paradoja de difícil solución. Por un lado, el presidente quería cambiar la constitución, pero, por otro, los chilenos no aprobaban la que los partidarios del presidente habían elaborado tras un año de sesiones que, en ocasiones, rozaron lo psicotrópico. Para salvar in extremis el proceso se decidió elegir un consejo constitucional que redactase una nueva propuesta. Para agilizar los trámites dieron a este consejo sólo seis meses de trabajo, al término de los cuales se votaría, de nuevo en plebiscito, lo que saliese de ahí.
Los vaivenes creados por el proceso constituyente han alumbrado otra paradoja, la de ver a la izquierda chilena rogando el voto para que la constitución pinochetista se mantenga en vigor
Eso fue lo que se votó este domingo. La constitución redactada por el consejo constitucional era el reverso de la que parió la convención constitucional hace poco más de un año. Enfatizaba la libertad individual y la libre empresa, los pilares del milagro chileno de la década de los ochenta. Desde el principio se sabía que iba a ser rechazada y eso mismo es lo que ha sucedido. El 55% del electorado votó en contra y el 45% a favor. Pero el resultado no ha sido ese, sino que los chilenos se quedan con la constitución 1980, la que los manifestantes del estallido social señalaban como responsable de todos los problemas del país. Los vaivenes creados por el proceso constituyente han alumbrado otra paradoja, la de ver a la izquierda chilena rogando el voto para que la constitución pinochetista se mantenga en vigor.
Esa constitución como cualquier otra adolece de innumerables defectos, pero ha dotado a Chile de un marco estable para desarrollarse y convertirse en la gran excepción hispanoamericana. Chile no es Hungría, no está entre Austria y la República Checa. Tiene un vecindario muy revuelto. Los argentinos no han hecho más que empalmar las crisis económicas, lo mismo que los peruanos o los bolivianos. En Perú y Bolivia, además de lo anterior, viven en un estado de crisis política permanente. En Bolivia han ensayado incluso las recetas del socialismo bolivariano con resultados desastrosos. El oasis chileno, entretanto, ha atraído a cientos de miles inmigrantes de toda América, especialmente de Venezuela, un país antaño próspero que se deslizó por el extremo opuesto y hoy se mira de tú a tú con los países del África subsahariana.
Habría entonces que preguntarse qué dio origen a aquel estallido social. El relato que impera en Europa y Estados Unidos es que supuso la crisis terminal de un modelo neoliberal que había condenado Chile a la miseria. Se llegó incluso a fantasear con la idea de que los chilenos seguían aún inmersos en la dictadura, era necesario acabar con esa excepcionalidad y hacer una transición a la democracia. Poco importaba que esa transición se produjese de forma tranquila y ejemplar hace más de treinta años, la izquierda occidental es contumaz en sus creencias. Las quejas de los chilenos en 2019 estaban plenamente justificadas, pero, salvo una exigua minoría, nadie pedía convertir el país en una república bolivariana. Su malestar se derivaba del magro crecimiento económico de los años precedentes. Los Gobiernos de Bachelet y Piñera subieron los impuestos, recrecieron la regulación y eso espantó a los inversores. El resto vino solo.
Esperemos que, con la resaca de este viaje a ninguna parte, queden vacunados de nuevas aventuras constitucionales
Ahí había que buscar la razón de ese descontento, pero la izquierda chilena se las apañó para transformar una simple crisis económica en un proceso constituyente. Transmitieron con éxito la idea de que bastaba con poner en un papel una serie de demandas y se materializarían por arte de magia, algo, por lo demás muy hispano. La confianza ciega en la letra constitucional y en confundir necesidades con derechos ha provocado auténticas calamidades, pero no terminamos de aprender. Por suerte los chilenos han sabido frenar a tiempo. El proceso era tan garantista y tortuoso que les ha permitido reflexionar a lo largo de estos años. Esperemos que, con la resaca de este viaje a ninguna parte, queden vacunados de nuevas aventuras constitucionales. Chile efectivamente es una excepción, pero una de tipo benigno que debería ser emulada.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación