“Deberíamos avanzar en el desarrollo del big data, la computación en la nube y las ciudades inteligentes para convertirlas en un camino de seda digital del Siglo XXI.” Xi Jinping
Tras el 5G que veíamos hace un par de semanas, el segundo campo de batalla tecnológico está relacionado con la computación cuántica. A diferencia de la tradicional, basada en el almacenamiento de unos y ceros de forma complementaria, esta se basa en las leyes de la física cuántica y, por tanto, aplicando la característica de la superposición, es capaz de almacenar, de forma simultánea, tanto ceros, como unos, como cualquier estado intermedio. Y surge así el qubit (el bit cuántico, o quantum bit), la unidad básica que sustituye al bit. Sería algo así como dejar de trabajar sólo en blanco o en negro (computación tradicional), para hacerlo a la par en ambos y con cualquier escala de grises. Mientras que la computación tradicional exige la fuerza bruta para descifrar una clave, de forma que un carácter está en una posición o no está, la computación cuántica juega con la probabilidad de las distintas combinaciones, anticipando las soluciones de una forma que nos resulta difícil de imaginar.
Para hacernos una idea de lo que supone este avance, basta con señalar que Google anunció el pasado octubre que su chip cuántico Sycamore era capaz de resolver en 200 segundos un problema que le hubiese llevado 10.000 años a Summit , el supercomputador “clásico” más rápido de la actualidad. Cierto es que IBM, el gran rival norteamericano de Google en esta tecnología, torpedeó el anuncio de los de Mountain View diciendo que los cálculos eran erróneos y que, realmente, esos 10.000 años eran en realidad… algunos días. Pero, más allá de la polémica entre los dos gigantes, la cuestión de fondo es saber si, en realidad, esa supremacía existe y, sobre todo, por cuánto tiempo.
Una segunda característica de la física cuántica, menos intuitiva aún que la anterior y, sin embargo, tan importante como ella, es el denominado entrelazado. Una entidad cuántica no puede crearse o manipularse sin hacer referencia a las otras con las que se relaciona, perdiéndose la identidad individual de la partícula. Y sobrevive incluso a la distancia, de forma que al efectuar una medición sobre un elemento de un par cuántico (y, por tanto, “fijando” su posición en ese momento), quedará su compañero inmediatamente afectado por esa medición, pareciendo que la información viajase a más velocidad que la de la luz. En 2017 China probó, con éxito, la primera teleconferencia cuántica encriptada entre Pekín y Viena. Para ello se apoyó en Micius, su satélite dedicado en exclusiva a la comunicación cuántica, puesto en órbita un año antes, coincidiendo con la decisión de Xi Jinping de hacer de su país una potencia autosuficiente en materia tecnológica.
Sistemas inviolables
Esta primera experiencia supone un hito ante la posibilidad real de crear sistemas de comunicación completamente inviolables. La ventaja sobre el resto de potencias mundiales es, en este aspecto concreto, indudable: EEUU no comenzó hasta 2018 las pruebas para desarrollar su Laboratorio Cuántico Espacial Nacional mediante láseres en la Estación Espacial Internacional; Internet Quantum, la alianza europea surgida del proyecto Quantum Flagship, está aún empezando a andar. Otra alianza entre el Reino Unido y Singapur piensa lanzar su propio satélite de comunicaciones cuánticas en 2021. La India y Japón también trabajan en ello.
El esfuerzo chino en esos siete años les ha llevado a doblar la inversión, por un incremento del 15% en EEUU. Pese a todo, son las empresas norteamericanas las que siguen liderando el segmento cuántico
Pero una cosa es la comunicación cuántica y su promesa de comunicaciones inviolables, y otra muy distinta es la computación basada en esa misma física. Ahí, parece que son las empresas norteamericanas las que llevan algo de ventaja, aunque, tal y como señala el informe de Evaluación de las Amenazas Mundiales publicado en enero de 2019 por el director de la Inteligencia Nacional de los EE. UU., el liderazgo científico y tecnológico norteamericano se ha visto erosionado de forma significativa, fundamentalmente por los progresos chinos. Si el gasto total en I+D+I de los EE. UU. en 2011 casi doblaba al chino (420.000 millones de dólares por 240.000 millones, aproximadamente), en 2017 era prácticamente el mismo, con 480.000 millones por unos 450.000 millones. Es decir, el esfuerzo chino en esos siete años les ha llevado a doblar la inversión, por un incremento del 15% en el caso norteamericano. Pese a todo, son las empresas norteamericanas las que siguen liderando el segmento cuántico, con más patentes que nadie en el mercado, de acuerdo con el Quantum Computing Report.
Alguien podría pensar que todo, a fin de cuentas, no es más que una conspiración para mantener el dominio tecnológico norteamericano. Desgraciadamente, los movimientos chinos, tanto en cuestiones legislativas como en la construcción del nuevo Internet, desmontan esa aproximación. Desde el pasado enero, la ley criptográfica china exige que ninguna compañía extranjera puede encriptar datos para evitar su inspección por el Gobierno chino y el Partido Comunista, debiendo entregar esas empresas las claves de cifrado a la autoridad competente.
Al mismo tiempo, el Ministerio de Industria y Tecnología de la Información de China, al alimón con distintas operadoras y, cómo no, Huawei, ha presentado ante Naciones Unidas el germen de lo que pretenden sea el nuevo protocolo IP para la nueva Internet. La nueva formulación ha encontrado un eco favorable en países como Rusia o Arabia Saudí, mientras que otros como el Reino Unido, EE. UU. o Suecia han mostrado grandes reticencias. La razón es, nuevamente, el interés de China de establecer un sistema de control sobre lo que, hoy por hoy, es un sistema que básicamente reposa sobre la libertad de las partes para acceder y compartir contenidos.
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