Cuentan que el pánico se ha apoderado de no pocos rectores de centros educativos británicos ante la posibilidad de que los millonarios chinos dejen de matricular a sus hijos en colegios y universidades de Gran Bretaña por culpa del coronavirus. Los estudiantes chinos abonan una quinta parte de los ingresos por tasas y ocupan uno de cada 10 puestos en las universidades del grupo Rusell. Cerca del 50% de los alumnos en matemáticas del University College (UCL) son asiáticos, la mayor parte de ellos, chinos. El Imperial College de Londres publica más de 600 trabajos anuales de investigación, a menudo con participación de empresas chinas, financiados con dinero chino, cosa que ocurre con buena parte de las universidades y centros de investigación de la UE. La London School of Economics está enfrascada en un estudio sobre el papel de Huawei en el desarrollo de la tecnología 5G con dinero de la propia Huawei, el gigante chino de las telecomunicaciones que va a participar en la construcción de la red 5G británica. Hace escasos días, el escándalo saltó en los medios británicos cuando se supo que Huawei ha pagado un estudio de la prestigiosa Cambridge sobre gobernanza global en materia de tecnología de las comunicaciones. La universidad ha negado que la firma china tenga derecho a vetar sus conclusiones, pero lo más probable es que ni siquiera tenga necesidad de pedirlo, porque quien paga manda.
La influencia de la República Popular China se extiende como una mancha de aceite por el viejo continente. Si años atrás se convirtió en una broma divertida hablar de la compra de grandes bodegas de Burdeos por parte de magnates chinos, hoy la presencia del gigante asiático en la economía de la UE es una realidad incuestionable. En los últimos diez años, y de acuerdo con datos facilitados por Bloomberg, el capital chino ha hecho su entrada, mediante operaciones de M&A o inversiones directas, en cerca de 350 grandes compañías europeas con activos valorados en casi 300.000 millones, incluyendo la compra de instalaciones estratégicas como el puerto de El Pireo, en Grecia, terminales en los de Valencia y Bilbao, compañías de robótica, empresas automotrices, industrias químicas, activos inmobiliarios, etc., etc. Según la propia CE, un tercio de los activos totales de la Unión están ahora mismo en manos de compañías no europeas, el 10% de las cuales tienen su sede en China y Hong Kong, casi cuatro veces más que en 2007. Mientras crece la presencia china, decae la de socios históricos como EEUU y Canadá, que hoy controlan un 30% de las empresas de la UE frente al 42% de hace apenas 10 años. La UE, por lo demás, se ha convertido en el mayor socio comercial de China —por delante de EEUU-, mientras que China es el segundo mayor socio de la Unión. En 2018, los países miembros exportaron a China por valor de casi 200.000 millones, e importaron de allí por valor de 375.000 millones.
Lejos de la imagen tópica que en España tenemos del chino “todo a cien” de años atrás, el país asiático se ha convertido en un gigante tecnológico que directamente amenaza la supremacía que en este terreno ha ejercido desde tiempo inmemorial la propia Europa y, sobre todo, los Estados Unidos de América. Ha sido un proceso lento y a menudo exento de fair play. No pocas compañías y bancos europeos, y desde luego españoles, se embarcaron en años recientes en una loca carrera inversora en busca del Eldorado chino, viaje que en muchos casos terminó en sonoros fracasos materializados en la pérdida de la inversión efectuada y, todavía peor, en el robo de una tecnología propia que, mediante prácticas dignas del espionaje más refinado, pasó a manos de las empresas chinas elegidas como partners. Vuelta a Europa con el rabo entre las piernas. Los chinos han demostrado ser unos auténticos maestros a la hora de utilizar en su propio beneficio la apertura de las democracias liberales para piratear tecnología, cerrar bocas capaces de denunciar los atropellos del Gobierno de Pekín en materia de derechos humanos, y expandir su influencia a lo largo y ancho de los cinco continentes. Mediante un método que la potencia financiera del elefante asiático ha hecho sumamente eficaz: la “captura de las elites” intelectuales y políticas de los países occidentales.
Esa captura de las elites, institucionales o personales, británicas es precisamente lo que está detrás del éxito logrado por Huawei al haber logrado colarse en la construcción de la red 5G de Gran Bretaña, una circunstancia que ha puesto en pie de guerra a los sectores conservadores de las islas. Baste decir que su consejo de administración en el Reino Unido es un compendio del who’s who en el establishment británico. La tecnológica es justamente la piedra en la que han tropezado las tensas relaciones que desde hace tiempo mantienen Estado Unidos y la República Popular como gran potencia emergente, con la carrera por el control de la red 5G como telón de fondo. La Administración Trump ha identificado a Huawei como la larga mano del Gobierno de Pekín en la batalla tecnológica y, más importante aún, en la guerra contra las democracias liberales de Occidente, con su correlato de derechos humanos y libertad de mercado. Todos temen a Huawei. Y en esa nueva “guerra fría” declarada entre chinos y norteamericanos, España ha resultado ser una tan inesperada como llamativa víctima colateral. En efecto, a estas alturas existen pocas dudas de que detrás de la cancelación del Mobile World Congress de Barcelona ha estado la presión de Washington sobre las grandes firman tecnológicas del Silicon Valley para cancelar, con la excusa del coronavirus, su presencia en un evento llamado a consagrar el liderazgo tecnológico que en estos momentos ostenta Hauwei.
Las autopistas 5G
Una guerra que no ha hecho más que empezar. Como escribía el pasado domingo Manuel Blanco en La Voz de Galicia, “el mundo que viene circulará casi exclusivamente por las autopistas 5G: información de miles de millones de usuarios, datos de áreas vitales como defensa o inteligencia, el manejo de infraestructuras estratégicas como las de suministro eléctrico o de agua, el futuro coche autónomo, todo tipo de fábricas robotizadas y sensorizadas… Todo estará conectado y todo, por tanto, será vulnerable”, una amenaza que la Agencia de Ciberseguridad Europea no personaliza en malvados hackers o en siniestros grupos terroristas, sino en la eventualidad de esa red manejada en exclusiva por una gran empresa con el respaldo de una gran nación detrás: Huawei y la República Popular China, una compañía sometida al control de un Estado totalitario (según el periodista y consultor José Barros, “todas las grandes y medianas empresas chinas son públicas; ninguna toma decisiones sin el visto bueno del PCCh y todas obtienen financiación oficial del opaco sistema financiero chino”), que propicia el espionaje industrial y utiliza big data e inteligencia artificial para espiar a nacionales y extranjeros.
De repente, el mundo occidental parece haber despertado de la ensoñación china dispuesto a defenderse de lo que parece una invasión en clave tecnológica que podría llegar a poner en peligro las bases del Estado democrático de Derecho y sus libertades. “¿Por qué hemos aceptado tratar con grupos como Huawei como si fueran empresas normales de países con economías de mercado convencionales?”, se preguntaba días atrás el columnista Nick Timothy en The Telegraph. La respuesta radica en la creencia, asumida sin discusión en el pasado reciente, de que China está llamada a ser una gran potencia hegemónica y que, bajo esa perspectiva, mejor será llevarse bien con ella que lo contrario. Esa idea, más la ventaja que para el consumidor occidental supone poder comprar un terminal móvil de Huawei o de otra marca oriental a un precio muy inferior al de un Apple. Son las trampas de un Estado sin un mercado libre sometido a las leyes de la oferta y la demanda, capaz de facilitar tecnologías de vanguardia a precios que Occidente no puede igualar.
El mundo occidental parece haber despertado de la ensoñación china dispuesto a defenderse de una invasión en clave tecnológica que podría poner en peligro las bases del Estado de Derecho
Esta realidad, evidente desde hace tiempo, no ha provocado reacción alguna en el bloque occidental tendente a revertir la situación mediante políticas concretas capaces de hacer frente al rodillo chino. Una explicación a lo ocurrido está en la propia ideología liberal y en la tradición democrática de sociedades acostumbradas a pensar y vivir en libertad más allá del mero bienestar económico. Y en la creencia de que, como parte integrante del comercio internacional, China terminaría por comportarse adecuadamente cumpliendo normas y leyes, respetando la propiedad intelectual, importando cada vez más productos occidentales, y elevando salarios para aumentar el nivel de vida de sus trabajadores. Y en que esa mejora indefectiblemente vendría acompañada, más pronto que tarde, de las ansiadas libertades políticas para el pueblo chino. Nada de esto ha ocurrido. China ha abusado de las libertades propias de los sistemas democráticos para bombardear occidente con bienes a bajo precio, ha abusado del espionaje industrial, ha metido a no pocos países en desarrollo en el cepo de la deuda, y no ha dado un solo paso en dirección a la reclamada democratización, sino todo lo contrario.
Del resultado del pulso entre la Administración Trump y el Gobierno de Pekín depende el futuro del MWC en Barcelona, por muy altisonantes que hayan podido sonar las proclamas de fidelidad a la ciudad de la firma que gestiona el evento. Trump ha hecho algo más que señalar con el dedo el peligro que viene: ha animado a Microsoft, Dell y AT&T a trabajar juntos en el desarrollo de un nuevo estándar abierto para las redes 5G. También la UE se ha puesto las pilas, al anunciar esta semana su disposición a movilizar 20.000 millones anuales para disputar a EEUU y China la batalla por el negocio tecnológico. Bruselas cree que la segunda revolución digital se producirá en el ámbito industrial, por lo que promoverá una estrategia destinada a crear un espacio común para los datos y un marco regulatorio para la inteligencia artificial. Más allá de consideraciones geoestratégicas y de seguridad, el negocio en disputa es impresionante: la Agencia de Ciberseguridad Europea estima que la industria del 5G moverá 225.000 millones de dólares solo en los próximos cinco años.
La estupidez española
¿Y qué hace España ante semejante desafío, aparte de lamerse las heridas provocadas por el fiasco del MWC? Más bien nada. El Gobierno Sánchez se limita a mirar hacia otro lado, entre otras cosas porque todo lo que está ocurriendo en el mundo le viene grande. El secretario de Estado adjunto y responsable de política de comunicaciones cibernéticas de EEUU, Robert L. Strayer, declaró esta semana en Madrid que los servicios de inteligencia norteamericanos no compartirán información sensible con España si nuestros operadores ofrecen servicios a través de componentes de red de Huawei. Como aquí informó Marcos Sierra, Orange y Vodafone trabajan con la marca china, y otro tanto hace Telefónica, aunque en menor medida. El Gobierno Sánchez no ha dicho ni pío, aunque este sábado nos enteramos de que ha decidido incluir a Pablo Iglesias en la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia, con lo que el líder comunista tendrá a partir de ahora acceso a los secretos de Estado que controla el CNI. No cabe un disparate de mayor cuantía.
Países como Grecia, Portugal e Italia se han sumado a la Nueva Ruta de la Seda, el megaproyecto de infraestructuras con el que Pekín quiere consolidar su influencia en el mundo. Nunca como ahora fue más evidente la irrelevancia de España en el concierto internacional, como no podía ser de otra forma con un Gobierno social comunista que no oculta su animadversión hacia el coloso americano, en general, y a Donald Trump, en particular, y que ha decidido romper amarras con el eje franco-alemán para caminar del brazo de Italia (nadie sabe de qué Italia y de quién, en Italia), y de otros socios mediterráneos, porque nuestros amigos del alma son ahora las dictaduras comunistas latinoamericanas, con la Venezuela de Maduro a la cabeza. Sánchez y su banda no están interesados en la inteligencia artificial, sino en desmontar el edificio constitucional levantado tras la muerte de Franco y reescribir la historia del siglo XX, olvidándose del XXI. “Más que de la pérfida Albión, deberíamos hablar de la estúpida Albión”, señala Timothy en Telegraph al referirse al peligro chino. “Si no reaccionamos pronto, nuestra independencia y prosperidad se verán destruidas por nuestra complacencia y arrogancia”. A día de hoy, la estupidez española no admite parangón.
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