Opinión

Chupito de naranja sevillana

Al comienzo, Ciudadanos gateaba. Balbuceaba el gugu-tata al que Mariano y los suyos ahuyentaron arrojando biberones. Hoy, Rivera y su formación de estadistas con babi tienen al presidente del Gobierno atrapado contra las cuerdas de su estreñida tranquilidad

Lo único que Mariano Rajoy hace rápido es caminar. Ese pasito atribulado que siempre le marca alguien más: un tesorero con madera de cartero que repartía los dineros del PP en sobres, e incluso la ciclópea crisis económica que el de Pontevedra consiguió remontar con la carrerilla de la mayoría absoluta. Pero pasaron los años y al presidente de Gobierno comenzaron a pisarle los talones otros corredores que irrumpieron en la maratón nacional algo más frescos y con ganas de sacarlo a patadas del pelotón principal. 

Mientras Rajoy practicaba en la cinta estática la rutina del hámster, llegó un sujeto de coleta que acabó alopécico y predicando la cal viva con un piolet como micrófono. A ése siguió un maniquí en permanente resurrección, un guapo que se caía a trozos y al que Mariano dejó plantado ante un su tocador de Ferraz, perfumándose con el agua marchita de las rosas socialistas. Y qué decir de aquel hombre postizo que convirtió Cataluña en una rasuradora nacional. Un barbero de Rossini nacido en Gerona que huyó a Bruselas.

A todos y cada uno de ellos Rajoy los neutralizó con su viaje sin llegada, ese mecanismo a veces afortunado de quienes, por no hacer nada, enloquecen a sus oponentes. Sin embargo, el más peligroso de los corredores de fondo estuvo ahí desde siempre: Ciudadanos. Al comienzo gateaba. Balbuceaba el gugu-tata al que Mariano y los suyos ahuyentaron arrojando biberones. Y mientras el líder de los populares empujaba la rueda para roedores de su gimnasia política, aquella pandilla de lactantes fue cuajándose.

La más amarga victoria de Ciudadanos se sirvió con el zumo de la naranja amarga sevillana, la que Rajoy exprimió en aquel discurso de la convención del PP

Albert Rivera, el querubín de voz aflautada y antipática autocomplacencia, pulsó con paciencia los botones de la cinta estática de Mariano Rajoy. Un día, un poco. Al siguiente, otro poquito. Era él: el ciudadano Rivera, que llegó al mundo como los niños, en pelotas, y creció en la arena política repitiendo -de oídas- frases de Víctor Hugo con la esperanza de sonar como Macron recitando a Molière. Rivera y su formación de estadistas con babi tienen ahora atrapado a Rajoy contra las cuerdas de su tranquilidad estreñida. Así acabó el presidente de Gobierno: inmóvil y obstruido por su propia boñiga.

En el año 2015, aquella navidad electoral del 20D, los naranjas intentaban dejar de gatear para volverse bípedos. Ya no blandían el sonajero. No señor. Ensayaban, erre que erre, el zarpazo a los populares, mientras la izquierda se distraía en su sorpasso de telegenia. Los de Ciudadanos se treparon al taburete y destaparon el caldero de Génova. Dejaron al descubierto el aceite renegrido en el que se freía el torrezno popular, ese chicharrón falto de autocrítica que taponaba las arterias caciquiles del partido. Los naranjas, de credo liberal y mueca centrista, parecían una opción más saludable, más fresca. Con todo y prescripción médica del Nobel Vargas Llosa.

Como los niños, Ciudadanos se puso en marcha dando tumbos, pegando el estirón a punta de batacazos. Ganaron altura, aunque igual tenían que pegar sus saltitos para llegar a los botones de la cinta estática de Mariano y meter gas al aparato. Tuvieron que sobreponerse al síndrome de Naranjito desplomándose en el torneo de su propia novedad y buscando la remontada en cada episodio político. La electricidad de los que están en pleno crecimiento les permitió avanzar. La doble y lenta vitoria -la catalana y la nacional- colocó a Rivera como la voz cantante de su coro de voces blancas. Eso sí, tuvo que pasar el tiempo hasta dar el Do de pecho.

En enero de 2018, en aquella cabalgata resacosa del procés con victoria de Arrimadas, la muchachada de Ciudadanos arrojó con puntería los caramelos de la demoscopia y magullaron a los camellos de Rajoy. Hasta entonces, Rivera y los suyos habían redactado, con letra bonita, su propia carta a los reyes. Ellos, que habían hecho los deberes y habían pedido el 155 primero, recibieron el premio de las encuestas un mes más tarde. Superaron a Podemos e iban camino de dejar en paños menores al PSOE y al PP, entonces reyes desnudos en el invierno de febrero.

La cinta estática a la que se subió Cifuentes descalza como quien va al calvario presumiendo de pedicura, fue la gota que colmó el vaso del parricidio

Pero la más amarga de las victorias de Ciudadanos sobre los populares se sirvió con el zumo de la naranja amarga sevillana, la que Rajoy exprimió en aquel discurso de la convención del PP del fin de semana pasado y en la que con esa jerga viejuna -los llamó inexpertos, lenguaraces, parlanchines... recórcholis- el presidente de Gobierno daba zancadas de tortuga y patadas de ahogado. El hundimiento de quien lleva demasiado tiempo caminando, sin moverse de sitio.   

El episodio Cristina Cifuentes, esa presidenta que escribió la ficción de su máster con la pluma arrancada a una de las gaviotas del PP, convirtió la cáscara de plátano en una de cítrico.  El pacto de gobierno con Ciudadanos, que había permitido a los populares gobernar en Madrid y España, saltó por los aires al destaparse esa otra cazuela chulapa. El torrezno del PP madrileño, quemándose en su propio aceite.

El trato de favor de la Universidad Rey Juan Carlos a la presidenta de la comunidad de Madrid al concederle de gratis un diploma y la desquiciada defensa que Cristina Cifuentes hizo de este, faltó al mandamiento primero de aquel acuerdo con los del partido de Albert Rivera: los populares abandonaron la observancia de la virtud y apretaron una vez más la pústula de la corrupción. Faltaron a la condición tallada en una piedra que, ya rota, sólo sirve a sus aliados para lapidar a Mariano Rajoy y los suyos.

La cinta estática de la convención del PP en Sevilla, la misma a la que se subió Cifuentes descalza como quien va al calvario presumiendo de pedicura, fue la gota que colmó el vaso del parricidio. Los querubines, ahora rollizos e insaciables con sus colmillos demoscópicos, se convirtieron para Rajoy en una plaga de carnívoros bebecillos. A Rajoy ya sólo le queda apurar el chupito de la naranja sevillana y admitir que los desplantes de la convención fueron toreo de salón, el bucle de la cinta estática, la balada del hámster. Le toca ahora al presidente de gobierno hundir su lentitud contra la punta roma del exprimidor y beber a morro del biberón de Rivera.

Tanto nadar en el Guadalquivir, para morir en las orillas del Manzanares.

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