Hoy, 28 de octubre, hace exactamente un siglo que Roma estaba invadida por una multitud de fanáticos llegados de todo el país (pero sobre todo del norte) ataviados con camisas negras. Es imposible saber cuántos eran, pero sin duda muchos miles. Habían llegado en tren, en automóviles, en carros, muchos a pie desde los pueblos cercanos. El espectáculo era más bien poco glorioso porque llevaba varios días lloviendo a mares y el aspecto de aquellos “excursionistas” fanfarrones era más de refugiados o de náufragos que de otra cosa. La mayoría iban armados. Más o menos. Había pistolas, escopetas de caza, cuchillos, palos, bieldos. Lo que encontraron.
Esa desgalichada verbena fue la célebre “marcha sobre Roma”, instigada y convocada por Benito Mussolini. El Partido Nacional Fascista, al que pertenecían todos, no tenía aún un año de vida. En las elecciones del año anterior (1921), a las que se presentó con el nombre de Fasci italiani di combattimento, había logrado dos diputados, que se sumaban a los obtenidos por los Bloques Nacionales y llegaban a 36… sobre un total de 535 escaños. Una minucia. Pero eso daba igual. Los fascistas de Mussolini habían crecido vertiginosamente y tomado el poder en algunas ciudades (Cremona, Florencia, Pisa) mediante el expeditivo sistema de entrar en los edificios oficiales, echar por la fuerza a los representantes legítimos y ponerse ellos.
Italia vivía unos años de extraordinaria convulsión. La Primera Guerra Mundial había tenido un final amargo: Italia se contaba entre los vencedores pero no obtuvo nada por ello y cundió una sensación de fracaso, de engaño, de desaliento. Las calles eran el campo de batalla entre los grupos violentos de socialistas y anarquistas y los matones fascistas, que no se tenían a sí mismos por políticos sino por combatientes. El país hervía. El paro era brutal, el analfabetismo también, había huelgas por todas partes y cada día se ocupaban fábricas, campos, oficinas. Los políticos conservadores, que habían visto cómo el comunismo triunfaba en Rusia tan solo cuatro años antes, estaban aterrados y miraban con complacencia a las escuadras de hampones vestidos con camisas negras, que no se sabía bien lo que pensaban (Mussolini había sido socialista) pero que se liaban a palos, o a tiros, con los izquierdistas. Eso bastaba. Un poco brutos aquellos chicos, parecían decirse, pero al menos mantenían a raya a los “rojos”. Algo así como un mal menor.
Con el demasiado poder que le daba la Constitución, el rey cortó por lo sano, traicionó a su primer ministro y, cobarde, entregó el poder a Mussolini
Así que tal día como hoy, el 28 de octubre de 1922, Roma estaba virtualmente invadida por aquella nutrida, caótica y empapada tropa de camisas negras. El gobierno, presidido por el liberal Luigi Facta, habría podido disolver la “marcha sobre Roma” con bastante facilidad, recurriendo al ejército, pero el Rey se negó a firmar el decreto para hacerlo. El diminuto Víctor Manuel III (medía apenas un metro y medio) pertenecía al grupo de los “reyes soldados” europeos, como su contemporáneo Alfonso XIII de España o como el recién caído Guillermo II de Alemania. Y, con el demasiado poder que le daba la Constitución, cortó por lo sano, traicionó a su primer ministro y, cobarde, entregó el poder a Mussolini. Al principio trató de ponerle condiciones y pactos con otros partidos. El líder fascista se negó a aceptarlo y el Rey dijo que bueno, que como quieras, que gobiernes tú solo.
La marcha sobre Roma fue, por lo tanto, un farol, una jugada de póquer que le salió bien al bravucón Duce, como no tardarían en llamarle. Los fascistas no tomaron el poder: se lo regalaron. El sistema democrático fracasó, sin duda por miedo a lo que podría sobrevenir si aquel “mal menor” que era Mussolini no gobernaba. Lo curioso es que el Duce gobernó “constitucionalmente” durante tres años más. Pero en 1925 se dejó de melindres y estableció una dictadura de partido único, el primer gobierno fascista de la historia. No hace falta recordar cómo acabó, con Europa ensopada en sangre y el Duce colgado por los pies en una gasolinera de Milán.
Meloni es nieta de Mussolini. Ella, ahora, dice que eso no es verdad y que rechaza las ideas fascistas. Miente. Miente con absoluto descaro
Esa historia que, a veces, demuestra un terrible humor negro. Porque cien años menos dos días después de aquella marcha sobre Roma, el Parlamento bicameral italiano investía como primera ministra a Giorgia Meloni. Es la primera mujer que logra en Italia el puesto de primera ministra, eso es verdad. Pero también es la primera persona de ideología ultraderechista que alcanza el poder desde 1945. Ideológicamente, Meloni es nieta de Mussolini. Ella, ahora, dice que eso no es verdad y que rechaza las ideas fascistas. Miente. Miente con absoluto descaro, porque las hemerotecas están llenas de declaraciones suyas en las que muestra su admiración y su nostalgia por el Duce. Quién lo diría, cien años después.
Es obvio que el mundo de 2022 se parece muy poco al de hace un siglo. Pero fíjense bien. Meloni no está sola en el mundo. En muchos lugares del planeta, la democracia liberal y representativa muestra signos de cansancio. La izquierda y la derecha tradicionales (los partidos socialdemócratas y conservadores de los últimos cien años) adolecen de una alarmante falta de imaginación para enfrentarse a los nuevos problemas: la creciente desigualdad, el neoliberalismo salvaje, el cambio climático, la presión migratoria, el inminente regreso a la guerra fría (tendremos mucha suerte si solo es fría) que se acabó en los 90, el resurgimiento de los nacionalismos excluyentes, las nuevas tecnologías de la comunicación cuyo uso malévolo agusana la democracia…
El descrédito de los políticos “tradicionales” ha hecho que en medio mundo surjan líderes y grupos que se llaman, o a los que llamamos, “populistas”. Eso sí es igual que lo que ocurrió hace cien años. Cuando los partidos de siempre no se regeneran ni se reinventan, y cuando la gente lo está pasando mal, los ciudadanos se impacientan y tiran por la calle del medio. Ese es el momento de los “males menores”. Donald Trump, seguramente el hombre más peligroso y más nefasto que ha dado Occidente desde Hitler o Stalin (muertos aparte), es un producto de lo mismo que encumbró a Mussolini: un hombre ignorante, egoísta y ególatra, vanidoso hasta el límite de la idiocia humana, que primero atizó y luego se aprovechó del desaliento de los ciudadanos que el propio sistema había abandonado. Él y sus esbirros, mucho más inteligentes que él, han puesto y siguen poniendo en riesgo la democracia de su país, más dividido que nunca desde 1865. Mussolini se cargó la del suyo. El trumpismo ha secuestrado al Partido Republicano de EE UU. Mussolini fulminó a todos los partidos (salvo al suyo, claro) en cuanto pudo.
Orbán en Hungría, Bolsonaro en Brasil, Mélenchon (que se dice de izquierdas) y Le Pen en Francia, Johnson en Gran Bretaña, el partido de Kaczynski en Polonia, Jimmie Akeson en Suecia, Herbert Kickl en Austria, aquí nuestro castizo Abascal… y la tripleta Meloni-Salvini-Berlusconi en Italia. Y, naturalmente, Lukashenko en Bielorrusia y Putin en Rusia. Putin. El amigo querido del anciano cavaliere. El protector. El Don.
Miren ustedes más bien a quienes la escoltaban el otro día en la Cámara de los Diputados, a izquierda y a derecha: Salvini y Berlusconi. Esos son los peligrosos
Esos son, en su mayoría, los “males menores” que los ciudadanos empiezan a preferir, ante el cansancio –hartazgo, más bien– de los políticos “de siempre”, de “las elites que mandan”, de los que “secuestran nuestra voluntad”, como no se cansan de repetir y repetir y repetir los manipuladores de la información al servicio de eso que ahora llamamos populismo pero que hace cien años se llamaba de otro modo.
Yo no me preocuparía mucho por Meloni. Caerá pronto. No tiene ni formación ni apoyos sólidos: sus votos son de otros y volverán a esos otros. Lo único que tiene es cierta facilidad de palabra, pero está sola y lo sabe. Miren ustedes más bien a quienes la escoltaban el otro día en la Cámara de los Diputados, a izquierda y a derecha: Salvini y Berlusconi. Esos son los peligrosos. Esos son los torvos “males menores”, que de menores no tienen nada. Esos son los que muy bien podrían haber estado, hace hoy cien años, en la marcha sobre Roma.
Pero secos, eso sí. Hay gente que no se moja nunca: sabe muy bien cómo resguardarse para que les llueva solo a los demás.
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