No es un artículo negacionista, ni necesariamente conspiranoico o alarmista, sino de reflexión de dónde estamos, por qué hemos llegado a estar así y a dónde vamos si no ponemos en cuestión algunos asuntos que solemos dar por supuestos. No es la primera vez que ocurre en la Historia: de vez en cuando es bueno pararse a pensar y someter a juicio crítico, o al menos matizar, algunos dogmas que dominan el imaginario colectivo. La pandemia puede ser ese factor que necesitábamos antes de que definitivamente todo sea demasiado tarde.
Uno de los fundamentos y señas de identidad principales del éxito de Occidente es su apuesta por la ciencia. Es de lo poco que todavía nos une a todos, independientemente de la posición ideológica o creencias, hasta el punto de que si cabe hablar de una religión universal sería ésta. Sin embargo, hemos olvidado que la ciencia, sobre todo convertida en tecnología, ha tenido siempre dos caras como el dios Jano: ha servido para mejorar nuestra salud y calidad de vida, pero también para matar más y mejor, contaminar el medio ambiente o tal vez, por qué no, crear nuevos virus de diseño.
Se suele citar como el comienzo de la revolución científica el Novum Organum de Francis Bacon (1620), y el Discurso del método de René Descartes (1637). No podemos profundizar aquí en que dicho aserto resulte sesgado e interesado pues lo que encontramos en esos libros aparecía ya antes, respectivamente en el Regimiento de Navegación del cosmógrafo español Andrés García de Céspedes (1606) y en la Antoniana Margarita del filósofo y médico español Gómez Pereira (1554), donde se encuentra por primera vez configurado el método empírico racional. Pero este hecho nos sirve para mostrar que ya desde su origen la ciencia fue instrumentalizada por intereses espurios, geoestratégicos o simplemente de poder: había que negar que el imperio español fuera compatible con la ciencia, tal vez porque el mundo hispano se regía por reglas morales que ya hemos olvidado.
Poco a poco hemos descubierto que, igual que había magia blanca y magia negra, también existe ciencia buena y ciencia mala (o mal aplicada)
La ciencia vino a sustituir a la magia, a la alquimia, a la astrología…, en definitiva a superar una edad oscura. El método científico aseguraba certidumbre, evidencias fidedignas, el progreso material de la humanidad, el bien absoluto. Sin embargo, poco a poco hemos descubierto que, igual que había magia blanca y magia negra, también existe ciencia buena y ciencia mala (o mal aplicada). El descubrimiento del radio por el matrimonio Curie trajo cosas buenas, pero también la bomba atómica (que fue apoyada en un principio hasta por Einstein). No hacía falta preguntarse para qué hacemos las cosas pues el avance en el conocimiento humano justifica los medios. Había que tener fe (ciega) en la ciencia y el progreso humanos.
Hemos aceptado esta situación sin demasiadas quejas hasta que la evolución tecno-científica ha llegado a tener el poder de manipular la naturaleza y lo que es el ser humano. Un ejemplo puede ser el covid. Llevamos más de dos años luchando contra un virus que si ha dejado algo claro es que no está nada claro. Desde un principio buscamos consuelo en los expertos (aunque los políticos no lo hicieran) y en organizaciones internacionales, como la OMS, que se suponía estaban ahí para protegernos. Pero poco a poco, una vez reconocida la existencia de la pandemia (los primeros negacionistas fueron los políticos que decían que no era para tanto), comenzaron a llegar los mensajes de los expertos…, contradictorios, y cambiantes, según el momento, pero todos defendidos con igual convicción. Cierto que dado que se trataba de algo nuevo era lógico equivocarse, lo que no lo es tanto es que más de dos años después las contradicciones, las rectificaciones y los mensajes interesados sigan siendo moneda corriente.
Las muertes han continuado y, paradójicamente, un país como España con récord de vacunación también ha tenido récord de contagios en la sexta ola
Hasta los “modernos” suecos se han equivocado y no por falta de expertos. Anders Tegnell, consejero científico del Gobierno sueco, buscó la famosa inmunidad de rebaño (se nos decía bastaba con que el 60% de la población se contagiase) y se equivocó. Con este virus no funcionaba. Ni siquiera estaba claro que contagiarse te asegurara (man)tener anticuerpos. Las primeras vacunas, obtenidas gracias a un método revolucionario, anunciaban una inmunidad cercana al 100%. Poco después tuvieron que rectificar: el efecto inmunitario se reducía con el paso de los meses. Defendieron que sólo disminuían los anticuerpos pero que se mantenía la “inmunidad celular”; luego reconocieron que hacían falta dosis de refuerzo, que lo relevante no era que impidieran el contagio sino que disminuían los efectos graves. Con todo, las muertes han continuado y, paradójicamente, un país como España con récord de vacunación también ha tenido récord de contagios en la sexta ola. Son muchas más las sorpresas del “nuevo” virus: gente que en estrecho contacto con toda su familia contagiada no se contagia (la relevancia del factor genético ha sido planteada en nuestro país por el profesor Gómez Moreno, pero ha encontrado poco eco), gente que se reinfecta incluso más de una vez, efectos permanentes en el tiempo, contagiados asintomáticos, variantes sorprendentes cada poco tiempo …
Asegurarse de que nadie pusiera el foco en qué diablos hacen los laboratorios NBS-4, uno de los cuales (¡oh, casualidad!) estaba en Wuhan, con financiación parece también estadounidense
Con este caos, ¿alguien se sorprende que haya gente cabreada? Pueden ser negacionistas, antivacunas o simplemente personas desesperadas porque ya no saben de quién fiarse ni a qué atenerse. Estos ciudadanos han echado en falta voces que reconozcan con humildad que este virus era diferente a otros, y que como tal, era difícil afirmar algo con rotundidad. Lo importante era dar esperanza y no crear pánico. ¿O se ha tratado de otra cosa? Porque si este virus es diferente a otros puede deberse simplemente a que su origen sea también diverso. Y aquí entramos en otra dimensión del problema: lo importante al parecer (al menos para algunos) no ha sido tanto luchar contra el virus de la forma más eficaz posible, sino asegurarse de que nadie pusiera el foco en qué diablos hacen los laboratorios NBS-4, uno de los cuales (¡oh, casualidad!) estaba en Wuhan, con financiación parece también estadounidense. Ante este tipo de “contextos” decae el principio científico de que ninguna tesis debe ser descartada de antemano sin haber sido debidamente testada. Me remito a la excelente entrevista a la viróloga Alina Chan (Harvard y MIT) que hicieron en el programa Horizonte del jueves 21/01.
Y sin embargo…, si el problema no está en la naturaleza sino en los hombres ello sería paradójicamente una buena noticia pues bastaría para impedir que surgieran más virus de este tipo cerrar todos los laboratorios NSB-4 del mundo, una vez demostrado que la seguridad 100% anti-escapes o anti-locos no existe. Ningún país debería controlar un laboratorio de ese tipo, y si tiene que haber alguno debería ser internacional y con una agenda transparente pues siempre habrá un científico dispuesto a jugar a ser Dios si alguien le paga por ello o se lo permite. Estamos a tiempo de impedir que lo que empezó siendo un medio para mejorar nuestras vidas acabe determinando nuestro fin. Necesitamos una vuelta al equilibrio y nuevos límites (morales) para evitar un colapso del sistema a golpe de virus, sea informático o de otro tipo. Y es que quienes juegan a ser dioses en un laboratorio es fácil que acaben convertidos en demonios. Al menos no les facilitemos el trabajo.
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