La Historia de Europa se ha visto desgarrada por tres grandes cismas que han partido una identidad política o religiosa previa con consecuencias de gran alcance en todos los órdenes. El primero tuvo lugar en el año 395 dC, cuando el emperador Teodosio dividió sus inmensos dominios, que abarcaban todo el Mediterráneo, entre sus dos hijos, Honorio, al que otorgó el imperio de Occidente y Arcadio, al que correspondió el de Oriente. Este último sobrevivió todavía mil años, mientras que el occidental colapsó en el 476 dC, con la deposición del último emperador Rómulo Augústulo. El segundo se produjo en 1054 y fragmentó a la hasta entonces única iglesia cristiana, sometida a la autoridad del Papa romano, en la occidental o católica y la oriental u ortodoxa. El Sumo Pontífice Romano, León IX y el Patriarca de Constantinopla, Miguel I, se excomulgaron mutuamente y esta separación, pese a algunos intentos de reconciliación, ha durado hasta hoy. El tercero fue la Reforma protestante en el siglo XVI, que desgajó de nuevo de la Iglesia romana y de la primacía del Papa a numerosas confesiones que negaron su autoridad y propugnaron la libre interpretación de los Libros Sagrados, negaron diversos dogmas católicos y sumieron a nuestro continente en guerras de religión de intenso contenido político que se prolongaron durante más de doscientos años.
A lo largo de los siglos siempre ha aleteado sobre el vasto espacio comprendido entre la costa atlántica en el Oeste, el Mediterráneo en el Sur, el Báltico en el Norte y Ucrania, Bielorrusia y Moldavia en el Este un sueño unificador, una idea de contornos indefinidos, pero de sustancia pertinaz, que imaginaba a este conglomerado de pueblos tan diversos, pero progresivamente dotados de un mismo espíritu emanado del legado clásico greco-latino, el Cristianismo, la Ilustración y el método científico, como un todo que hiciese compatible su innegable heterogeneidad con una estructura a la vez institucional, jurídica, económica y moral que le permitiese vivir en paz, armonía y prosperidad. A pesar de siglos de guerras devastadoras, algunas, como las confesionales de los siglos XVI y XVII o de los horrores de las dos gigantescas conflagraciones del siglo XX, por citar ejemplos especialmente crueles, no ha dejado de fluir en todas las épocas una corriente de pensamiento en este sentido aglutinador, que contrastaba con la dura realidad diaria de invasiones, destrucción, ambiciones desatadas, matanzas y acumulados rencores.
Voces tan ilustres como Erasmo, el Abbé de Saint Pierre o el mismo Kant, reflexionaron sobre la fascinante posibilidad de una Europa unida y en paz inspirada por los principios de la dignidad humana, el libre comercio, la solución pacífica de los conflictos, la libre colaboración entre los gobiernos y lo que percibían como una incipiente ciudadanía europea basada en una cultura, unos valores y una civilización, en suma, que encarnase lo más alto y excelso de la condición humana. Por supuesto los ensayos de lograr este grandioso propósito mediante la imposición de un único poder hegemónico, nuestro Carlos I y su concepción expresada en los inmortales versos de Hernando de Acuña, Luis XIV y sus áureas glorias versallescas, la furia arrasadora y efímera de Napoleón, la pesadilla asesina y diabólica de Hitler, no prosperaron porque jamás la fuerza bruta ha sido capaz de alumbrar proyectos compatibles con el más precioso de los derechos del hombre: la libertad.
Urdieron un método sutil, gradual, sinuoso pero sin perder el foco, para articular una entidad político-jurídico-económica-social e institucional
Tras un tiempo tan dilatado de frustración de esta hermosa utopía, una vez apagados los fuegos abrasadores de la II Guerra Mundial, pareció abrirse un claro esperanzador en un firmamento largamente oscurecido por el humo de los incendios y el estallido de los odios. Bajo el lúcido lema de “Plus jamais ça”, un grupo de hombres esclarecidos, animados por una fe insobornable y una inteligencia luminosa, decidieron que aquel sueño tan constante como inútilmente perseguido podía por fin ver la luz y urdieron un método sutil, gradual, sinuoso pero sin perder el foco, para articular una entidad político-jurídico-económica-social e institucional en la que un considerable número de Estados soberanos sin renunciar ni un ápice a sus soberanías las pusieran en común para consolidar la paz, suprimir barreras arancelarias, moverse y trabajar sin trabas en todo ese extenso territorio, forjar un derecho común que engrasase y regulase esa prodigiosa maquinaria y dotase al conjunto de una gavilla de valores compartidos tan nobles como la democracia, el imperio de la ley, el respeto a los derechos y libertades fundamentales, la separación de poderes, la solidaridad regional y social y la contribución al buen orden internacional.
Un segundo aviso
Durante más de setenta años, con altibajos, tropiezos y contratiempos, el invento ha funcionado razonable y sorprendentemente bien hasta englobar en su acogedor seno a veintiocho países, algunos enemigos irreconciliables hasta un pasado aún reciente y generar una riqueza adicional de volumen portentoso. Sin embargo, como suele suceder en empresas colectivas de semejante envergadura y ambición hay que saber manejar con tiento el equilibrio entre el acelerador y el freno y pisar el menor número de callos posible. El Brexit ha sido el primer aviso -más bien mazazo- de que la irreversibilidad del proceso hacia un horizonte federal no ha de ser considerado un dogma intocable y ahora se ha presentado otro aviso, de menor dramatismo sin duda, pero preocupante: el abandono de la Delegación húngara del partido Fidesz del Grupo Popular Europeo para seguramente pasar a engrosar las filas del Grupo de Conservadores y Reformistas, más recelosos respecto a los avances en la integración y más atentos a la preservación de sus soberanías nacionales.
Algunos Estados Miembros y determinados sectores de las instituciones comunitarias se ponen muy quisquillosos con la calidad del Estado de Derecho de Hungría, Polonia y otros integrantes del Grupo de Visegrado, abren procedimiento de infracción del artículo 7, se sacan de la manga condicionalidades humillantes para el cobro de las ayudas del Plan Next Generation y tensionan hasta extremos imprudentes las reuniones del Consejo. Yo les aconsejaría a estos puristas, que tanto se regodean con la salida de Fidesz del GPPE, que hablasen con expertos en Derecho Público alemán o francés y se informasen, por ejemplo, de cómo se nombran a jueces y fiscales en estas supuestamente impecables democracias occidentales -por no mencionar las tropelías que tienen en marcha en este ámbito las dos principales fuerzas parlamentarias españolas-. Algunas sorpresas se llevarían que probablemente rebajarían sus humos inquisitoriales. Mucha prudencia, por tanto, a la hora de trastear con temas sumamente sensibles no sea que este afán de pureza unificadora acabe haciendo descarrilar uno de los logros más notables, benéficos y eficientes de la historia de nuestro continente.
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