Ada Colau ha de pasar a la historia como la política que supo enmascarar mejor la consuetudinaria vacuidad de las falsas izquierdas. Nadie hasta ella consiguió hacer desaparecer la realidad ante los ojos de los electores, hipnotizados por esa adormidera progresista destilada a base de tópicos ramplones de un mayo del sesentaiocho que jamás fue lo que luego nos contaron. Colau, envuelta en celofán multicolor, ha conseguido cegar al barcelonés que pasa, sin verlos, al lado de homeless, mendigos, carteristas, sirleros, okupas, camellos. La creme de la creme de la delincuencia, hez de tres continentes reunida en esta ciudad en la que ley y orden emigraron hace años.
Colau sonríe cuando le dicen que Arran ha colgado una pancarta en contra del turismo en la azotea de La Pedrera. Colau se toma una infusión al saber que los manteros, organizados en un sindicato potenciado y pagado por las arcas del ayuntamiento, se muestran cada vez más y más agresivos contra la policía. Colau cierra los ojos beatíficamente para no leer que una ministra de Corea del Sur ha sido robada y, a causa de ello, ha fallecido por la caída que sufrió. Colau se congratula en secreto cuando le comunican que a la familia real de Qatar le han robado de su habitación del hotel cien mil euros. ¿Qué importa todo eso, si la fachada el ayuntamiento luce un lazo amarillo? ¿Qué importancia tiene que la indemnización a uno de los propietarios de licencia de hotel al que el ayuntamiento le prohibió edificarlo pueda costar a los barceloneses ochenta millones de euros?
La cabalgata de los vendedores de muerte lenta galopa desatada por los narcopisos del Raval, mientras en las calles sus heraldos se disputan el territorio a golpe de machete, entre gritos de vecinos y putas. Las Ramblas son la versión moderna de cualquier Main Street de película del Oeste, con la única diferencia que aquí no hay un sheriff dispuesto a hacer frente a los bandidos. Los ciudadanos que circulan por esos rincones antaño tan queridos y entrañables, lo hacen con el paso acelerado, esquivando despedidas de soltero de alcohólicos que encuentran en esta ciudad el mingitorio perfecto para sus nulas dotes cívicas. Nadie lo ve, nadie lo quiere ver. Las manadas violan muchachas en oscuros portales donde no llega el mundo de colorines de la seudo izquierda de mero postureo, tolerante con los canallas.
Colau sestea, dando cabezadas en su sillón de alcaldesa, olvidando que se siguen produciendo diez desahucios diarios en esta ciudad
Colau sestea, dando cabezadas en su sillón de alcaldesa, olvidando que se siguen produciendo diez desahucios diarios en esta ciudad. Solo despierta cuando se trata de acudir a un medio de comunicación para derramar lágrimas. Lágrimas que todos sus conciudadanos compartimos, aunque por distintos motivos. Tengo para mí que la izquierda no lo será jamás mientras viva esa fragmentación estúpida de las diferentes ideologías, por llamarlas de alguna manera: la de género, la ecologista, la de la inmigración. El día que se optó por sectorializar el drama humano se abrieron las puertas a los aprovechados, a los falsos profetas, a la inanidad total y absoluta.
En esa ciénaga en la que han convertido Barcelona navegan entre miasmas sus habitantes. A la familia real de Qatar bien pueden haberles robado en un hotel de campanillas, lo que no es precisamente la mejor propaganda para atraer turismo de calidad; a la ministra de Corea del Sur, que en paz descanse, puede haberle causado la muerte un par de tironeros en motocicleta; ahora, sin negar la importancia de tales cosas, a quienes roban agreden, violentan y, en definitiva, esclavizan a diario es a todos los barceloneses. Ni Colau, ni Collboni ni mucho menos Ernest Maragall saldrán a plantarles cara a los responsables. Para ellos, alternativos de folleto, contestatarios de cargo oficial, la ley es fascista. Cuánta ignorancia. Lo único que hace iguales a las personas es que esta sea la misma para todos. Aquí, sin embargo, a los menas se les asigna una paga de seiscientos euros, el doble que el salario mínimo en Marruecos, o el consistorio les organiza cursillos de vela. Han leído bien, de vela.
En mi ciudad hace tiempo que es de noche y nadie se atreve a encender un simple farol.
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