Sabíamos que la actividad política es cada día más un asunto personal de los propios líderes y menos una actuación colectiva de miembros organizados de los partidos. Pero que un candidato decida, de la noche a la mañana, como ha hecho Iñigo Errejón, que se presentará en una candidatura distinta a la del partido que lo sustentaba hasta ese mismo momento, es como el rizo rizado de la iniciativa personalísima de cualquier político.
Porque no solo se va a la plataforma Más Madrid de Manuela Carmena a menos de cinco meses de la cita electoral, sino que lo hace pretendiendo públicamente que su pirueta no invalidaría su condición de candidato de Podemos, en una afirmación que no es fácil saber si es una genialidad de tan modernísimo muchacho o una tomadura de pelo.
Independientemente de las simpatías o antipatías que cada cual tenga hacia Pablo Iglesias, es perfectamente comprensible la sorpresa y la indignación demostradas por el líder de Podemos al conocer la noticia. De entre todas las acciones personalísimas que adornan una política cada vez más determinada por líderes libérrimos y sin control, como lo es el mismo Iglesias, esta de Errejón es para nota.
La alcaldesa ya le dio un disgusto a Iglesias, pero al menos pudo apoyarse a la hora de impulsar su plataforma privada en que ella nunca había sido de Podemos y, en consecuencia, se lanzó, sabedora de que su propio nombre ha cogido ya carácter de marca política a la que le sobra cualquier control de Iglesias, pero que, sin embargo, a éste no le quedaría más remedio que apoyarla a ella, como así ha sido (hasta ahora).
Independientemente de las simpatías o antipatías que despierte Pablo Iglesias en cada cual, se entiende perfectamente su indignación tras el anuncio-sorpresa de Errejón
De la vieja política, en la que los líderes ejercían de cabeza de cartel del partido, se ha pasado a líderes que son el cartel y son el partido y que no tienen detrás sino seguidores incondicionales que se limitan a aplaudir y a pegarse entre ellos por la cercanía al referente único. En otros tiempos, los candidatos los ponían las estructuras territoriales y los líderes nacionales tenían que lidiar con ellos más o menos por las buenas. Ahora ya no. Ahora los partidos han ido perdiendo fuerza como partidos-asociación y convirtiéndose más en partidos-ejército. En maquinarias electorales al servicio del líder, que se siente libre de decidir lo que le parezca, disponiendo a su antojo de la legitimidad para hacer y deshacer listas y candidaturas. Ha pasado con Casado y las candidaturas de Madrid, entre otras, y va a pasar con las del PSOE, sobre las que Ferraz ya ha avisado de que tendrá la última palabra “ejerciendo su responsabilidad” y apuntando muy especialmente a Andalucía.
La cruz de esa moneda tan cómoda para los grandes es, justamente, lo personal. Que si un candidato de su partido se siente con peso y notoriedad públicas suficientes puede tener la tentación de hacer la carrera por su cuenta, como ha decidido hacer Íñigo Errejón y hacerte un siete en el partido y en el electorado. Sobre todo, porque en los partidos-ejército no hay espacio ni forma para tratar las discrepancias ideológicas y personales, que enseguida se convierten en pequeñas o no tan pequeñas traiciones. Las primarias y los referéndums internos dan mucha portada pero laminan los matices, acaban con los grupos de opinión internos y solo dejan espacio a la obediencia o a la inquina personal, que por algún lado tiene que reventar. En el caso de Podemos lo han hecho con el tripe salto mortal de Iñigo Errejón para aterrizar en la pista de Carmena. En otros casos ya iremos viendo cómo se desenvuelve la cosa pero lo indudable es que los liderazgos hiperpersonales en que nos seguimos adentrado cada día más generan tensiones internas que tienen sus peligros y traen sus sorpresas.
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