Ha muerto José Luis Balbín y no hace falta insistir en el peso que su figura y su programa tuvieron para un par de generaciones de españoles. Yo recuerdo La clave como recuerdo Cosmos de Sagan o El hombre y la tierra, primeras ventanas a un mundo adulto que podía compartir con mi padre; porque, si a menudo los contenidos excedían la modesta capacidad de un niño de seis o siete años, la impronta que dejaban, empezando por la visual, era permanente. Más allá de la nostalgia, que siempre es mala consejera, me interesa lo que la imposibilidad hoy de un programa como La clave en la televisión generalista nos dice de la socialización del conocimiento.
La tentación de la nostalgia está ahí, claro. Cuando en España teníamos solo dos canales de televisión, ambos públicos, era posible encontrar en horarios decentes no sólo La clave, y las películas que la acompañaban, sino ciclos de cine de autor o retransmisiones de teatro y ópera, o programas de libros dedicados al público infantil y juvenil. Que, además, no tenían competencia en formato audiovisual. La irrupción de las autonómicas primero, las privadas después, y finalmente todos los servicios multicanal y de streaming que disfrutamos hoy multiplicó la oferta; pero, paradójicamente, puede haber alejado a los públicos menos educados de los contenidos de prestigio o más exigentes.
Es posible que entrar en contacto con determinadas manifestaciones culturales sea más difícil hoy para quien no cuenta con la educación o la inclinación previa
Hoy, por supuesto, casi cualquiera puede acceder a casi cualquier contenido -si no en un servicio de pago, en YouTube o similares-, por minoritario o sofisticado que sea. Merced a las long tails encontramos no sólo contenidos o aficiones de todo pelaje, sino comunidades enteras organizadas en torno a ellos. A la vez, es posible que entrar en contacto con determinadas manifestaciones culturales sea más difícil hoy para quien no cuenta con la educación o la inclinación previa.
Por un lado, porque hay una feroz competencia entre estímulos, la mayoría de ellos más satisfactorios de manera inmediata que debates del estilo de La clave o cine-clubs sobre Kiarostami. Pero también por el descrédito de la idea de un canon cultural en el que todas las clases sociales se encuentren, o al que las clases trabajadoras deban aspirar. El triunfo de las culturas populares -en la mayoría de los casos ya, industrias culturales-, que ha ampliado el mundo de referencias aceptables, quizás ha empequeñecido también las aspiraciones de esas capas populares; entendidas en un sentido amplio, que abarca a las nuevas clases medias de aluvión. Que cada vez más veamos a políticos y académicos cuyo mundo simbólico parece reducirse a series de TV o ciclos de ficción populares como Star Wars o Harry Potter no se debe sólo a un afán didáctico, sino a que muchos desconocen la gran literatura mundial, los mitos griegos o las tradiciones culturales nacionales.
La desaparición de los contenidos o formatos “difíciles”, sofisticados, de los medios públicos y de los discursos oficiales incide en la desprotección de quienes no pueden acceder a otras fuentes de información, a otros círculos sociales
Este desenganche de las clases populares con la alta cultura, o sencillamente con el reconocimiento y la aspiración de que exista tal cosa, las excluye de un repertorio de símbolos y expresiones que marcaban el acceso a un determinado estatus social. En una cultura global y comercial esto quizás sea -quizás-, un problema menor. Pero hay algo más: la incapacidad de jerarquizar y juzgar críticamente los discursos que circulan en el espacio público. La desaparición de los contenidos o formatos “difíciles”, sofisticados, de los medios públicos y de los discursos oficiales incide en la desprotección de quienes no pueden acceder a otras fuentes de información, a otros círculos sociales. Si no existe un canon común contra el que juzgar; si se debilitan las ideas de “verdadero” y “falso” en el espacio público; si todo lo que se recibe por las vías comunes es entretenimiento, masaje o propaganda; y si la información relevante sólo es accesible a “élites cognitivas” en internet, se está produciendo de facto una privatización del conocimiento. Y esa privatización tiene ganadores y perdedores.
Llevamos tres o cuatro crisis sucesivas en las que la información oficial o pública, lejos de ayudar a tomar decisiones fundamentales a particulares y familias, ha incidido en los comportamientos procíclicos; es decir, ha incentivado las conductas exactamente contrarias a las que los hubieran protegido. Cada vez más parece existir un abismo entre los entretenimientos privados, que el mercado provee abundantemente, y un espacio público que no ofrece información útil ni protección frente a fenómenos como una crisis inmobiliaria/crediticia, una pandemia o la inflación. Esta privatización de la información y del conocimiento, aunque menos comentada, es otro factor de quiebra en nuestras sociedades; que se realimenta, aunque no sea coincidente, con la renta o la educación. Y, por supuesto, no es ajena a ese debate de importación sobre la “meritocracia” que nos han endilgado últimamente.
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