En febrero de este año Netflix estrenó en todo el mundo una serie documental en formato docudrama llamado Reinas de África. El 15 de febrero estrenaron la primera temporada compuesta por cuatro capítulos en los que se contaba la historia de la reina Njinga de Ndongo, un reino ya extinto del actual norte de Angola. Njinga vivió y reinó en el siglo XVII. Sabemos de ella por los cronistas portugueses ya que fueron portugueses los navegantes que se encontraron con ella y la reconocieron como soberana. Su nombre de pila era Ana de Sousa ya que su madrina de bautizo era una portuguesa llamada Ana y el gobernador portugués de Luanda en aquel entonces se llamaba Joao Correia da Sousa. Njinga reinó durante treinta años en los que se enfrentó a los portugueses y también alcanzó acuerdos con ellos para permitirles que un buen número de esclavos saliesen de Angola en dirección a Brasil.
Como vemos, el planteamiento de la serie es interesante. Rescatar del olvido a una serie de reinas de África para traerlas al presente y hacer que su nombre sea conocido en todo el mundo. Digo en todo el mundo porque Ana de Sousa ya es sobradamente conocida en Angola. Se enseñan sus gestas a los estudiantes angoleños, una de las principales calles de Luanda lleva su nombre y hay una estatua recordándola en el centro de la ciudad.
No es habitual que grandes plataformas como Netflix se acuerden de personajes africanos y, menos aún, de grandes nombres de la historia de Angola
La primera temporada de la serie funcionó bien tanto para la crítica como para el público. En Rotten Tomatoes, un agregador de críticas cinematográficas, las críticas positivas fueron muchas. Tiene una nota de 7,3 sobre diez y casi todas las críticas son positivas. En otros agregadores como Metacritic nos encontramos lo mismo, la mayor parte de las críticas son positivas. A los angoleños, además, la serie les gustó mucho. No es habitual que grandes plataformas como Netflix se acuerden de personajes africanos y, menos aún, de grandes nombres de la historia de Angola, un país que permaneció durante siglos colonizado por Portugal. Angola fue, de hecho, uno de los últimos países en ser descolonizado. No declaró su independencia hasta 1975 por lo que el tema toca de cerca a muchos angoleños de nuestros días.
La segunda temporada se anunció poco después del estreno de la primera. Esta vez iban con una reina de la otra punta del continente, de Egipto. La reina de Egipto por antonomasia es (con permiso de Hastshepsut y Nefertiti), Cleopatra VII Filopátor, hija de Ptolomeo XII y Cleopatra VI. La interpretación corre a cargo de una joven actriz británica de raza negra y eso ha provocado cierto escándalo ya que Cleopatra seguramente no era negra, sino una mujer de tipo mediterráneo. Se ha puesto de moda de un tiempo a esta parte entre las productoras de televisión introducir diversidad racial en las películas, series y documentales históricos. En ocasiones se trata de personajes legendarios o de ficción como el Aquiles de Homero o la Sirenita de Hans Christian Andersen, pero en otros casos los productores han cambiado la raza de personajes históricos cuya apariencia física está bien documentada mediante descripciones o retratos. Este sería el caso de Cleopatra.
La Cleopatra histórica vivió entre los años 69 y 30 a.C. y, en la última parte de su reinado, se vio enredada en las disputas por el poder de la lejana república romana, que en aquel entonces atravesaba un periodo turbulento. La historia de Cleopatra es muy conocida porque los romanos escribieron mucho de ella. Historiadores como Plutarco, Flavio Josefo, Apiano, Estrabón, Plinio el viejo o Valerio Máximo trataron al personaje, a veces directamente y otras de forma auxiliar, para contar la historia de Roma.
Los tres, Taylor, Burton y Harrison eran británicos, pero a nadie se le ocurrió pedirles el pasaporte ni pasarles el colorímetro por el rostro
Eso la catapultó hacia la inmortalidad. Durante siglos fue un reclamo constante de la literatura, la pintura y la música occidental. Ahí tenemos la obra de Bocaccio o de Shakespeare, la pintura de Tiepolo con su banquete de Cleopatra o de Regnault con su muerte de Cleopatra, o algunas óperas como Julio César en Egipto de Haendel. Esa Cleopatra literaria, pictórica y musical bebía de las fuentes romanas, que eran las que consultaban los artistas. En el siglo XX, el cine retomó al personaje con fuerza ya que, gracias a las primeras excavaciones arqueológicas, con el romanticismo surgió una gran afición por el antiguo Egipto. Ahí tenemos la inmortal interpretación de Elizabeth Taylor en la Cleopatra de 1963 dirigida por Joseph Mankiewicz con Richard Burton como Marco Antonio y Rex Harrison como Julio César. Los tres, Taylor, Burton y Harrison eran británicos, pero a nadie se le ocurrió pedirles el pasaporte ni pasarles el colorímetro por el rostro. Al fin y al cabo, un griego o un romano del siglo I a.C. no eran de aspecto muy diferente a un británico de nuestros días.
En el arte occidental no se planteaban la cuestión racial de Cleopatra porque era un asunto intrascendente. Lo importante era el personaje y lo que hizo con Julio César y Marco Antonio, no el color de su piel. En los cuadros aparecía blanca y de aspecto europeo, pero eso no es extraño. Tiepolo en su banquete de Cleopatra viste a los personajes como venecianos del siglo XVIII. Quien dice venecianos, dice alemanes o españoles porque Tiepolo trabajó en Wurzburgo y luego en Madrid, donde murió en 1770. En sus obras caracterizaba a los personajes tomándolos del natural. No hay más que ver su Inmaculada Concepción que pintó por encargo de Carlos III para el convento de San Pascual en Aranjuez y que hoy está en el Prado. Ahí la virgen María parece una madrileña, una madrileña especialmente guapa, eso sí.
El aspecto de Cleopatra era, en definitiva, lo de menos. Se la suponía de una belleza arrebatadora y se sabía que era una mujer joven porque joven murió, con unos 39 años el 10 de agosto del año 30. Ya en el siglo XIX y con las egiptomanía de aquellos años se empezaron a descubrir algunas representaciones contemporáneas. Había sido faraona durante más de 20 años, faraona de un reino muy rico y con gran tradición artística. Era inevitable que fuese representada en vida.
Tenemos algunos bustos, el más famoso de ellos es el que se encontró en Roma y que se encuentra hoy en el Altes Museum de Berlín. Hay otro sin nariz que se conserva en los museos Vaticanos. Tenemos también monedas con inscripción y perfil e incluso algún que otro fresco. El mejor de ellos es uno encontrado en una de las casas de Herculano, la ciudad enterrada junto a Pompeya tras la erupción del Vesubio. En este de Herculano se ve a una mujer blanca, de perfil griego y pelo castaño recogido con una diadema. Lo propio de una mujer de origen griego. Tenemos también representaciones de sus antepasados más cercanos como su padre y su madre. En ambos casos vemos a dos individuos de aspecto griego.
Cleopatra fue una excepción ya que, según cuenta Plutarco, llegó a aprender egipcio (fue la única en hacerlo), hebreo y parto. No sabemos si hablaba latín, pero los romanos ricos de la época se encargaban de aprender griego
Los reyes ptolemaicos procuraban casarse entre ellos evitando la mezcla con los egipcios. Se les coronaba en Menfis, pero vivían en Alejandría, que era mayoritariamente una ciudad griega. Hablaban griego y, aunque aprendían otros idiomas, no se interesaban por el egipcio. Desconocemos por qué, quizá para marcar aún más distancia entre un monarca endiosado y sus súbditos. Cleopatra fue una excepción ya que, según cuenta Plutarco, llegó a aprender egipcio (fue la única en hacerlo), hebreo y parto. No sabemos si hablaba latín, pero los romanos ricos de la época se encargaban de aprender griego porque era de buen tono, así que es probable que con Julio César y Marco Antonio hablase en griego.
A pesar de haber sido reina de Egipto, Cleopatra era una reina helenística. El mundo helenístico es el antecesor directo del mundo romano y, por lo tanto, parte de la historia de Occidente. De forma general el antiguo Egipto, como sucede con Mesopotamia, Occidente lo incluye en su propia historia. Es, de hecho, la base de nuestra civilización, por eso se estudia en el colegio y, hasta cierto punto, lo sentimos como propio. Cuando en los años 60 Gamal Abdel Nasser decidió construir una presa en el curso alto del Nilo se supo que un buen número de ruinas egipcias iban a quedar sepultadas bajo las aguas del embalse. Egipto carecía de fondos para rescatarlas. En ese momento todos los países occidentales se afanaron en ayudar a Egipto para rescatar todo lo que se pudiese, incluyendo algunos templos de gran tamaño como el de Abu Simbel. Nasser sabía que para los occidentales el antiguo Egipto forma parte de su historia y no le costó mucho convencer a sus Gobiernos. La Unesco organizó una gran misión occidental que asignó mucho dinero a la operación de rescate.
Si en Occidente vivimos fascinados con el antiguo Egipto, los egipcios contemporáneos se sienten los herederos auténticos de aquella civilización desparecida. Desde que el país accedió a la independencia en 1922 todo lo relativo al legado del Egipto de los faraones es una cuestión de Estado. Esto ha ido a más con los años. El valor que el Gobierno y que los propios egipcios dan a su patrimonio es mayor de lo que era hace un siglo. Esto les permite afianzar la identidad nacional y diferenciarse del resto de los países de su entorno, especialmente de los países árabes. Para ellos el pasado faraónico es toda una credencial de legitimidad. Estaban allí hace mucho más tiempo que los demás y fueron capaces de levantar una civilización muy avanzada cuyo desarrollo se extendió durante tres mil años.
Hace sólo un par de años, en 2021, llegaron incluso a organizar un gran desfile con el traslado de las momias reales del Museo Egipcio que hay junto a la Plaza Tahrir a un museo de nueva construcción levantado junto a las pirámides de Guiza. Se han gastado mil millones de dólares, tiene 80.000 metros cuadrados de exposición y fue inaugurado hace unos meses con sólo una parte de la colección. Para la ocasión contrataron a una soprano de ópera egipcia que cantó una pieza en el idioma de los antiguos egipcios. Este desfile, televisado en horario de máxima audiencia, viene a demostrar como el Gobierno de el-Sisi se toma esto del antiguo Egipto como uno de los elementos principales de la identidad nacional.
Los egipcios actuales no son parte de Occidente, pero tampoco se sienten africanos, o al menos africanos en el sentido que le dan los partidarios del panafricanismo
Era por lo tanto previsible que se armase un gran escándalo cuando se supo que Netflix había producido una serie sobre Cleopatra en la que la protagonista sería una actriz de raza negra. Algunas de las reacciones han sido de tipo racista, pero otras han sido motivadas por agravios históricos y la larga tradición occidental de separar a los egipcios modernos de su propia historia. Esto se ha hecho de dos maneras: la primera uniendo la historia de Egipto a la de Occidente y la segunda separándola de Occidente para convertirla en parte de historia de África.
La historia vuelve a ser otra vez un campo de batalla. Los egipcios actuales no son parte de Occidente, pero tampoco se sienten africanos, o al menos africanos en el sentido que le dan los partidarios del panafricanismo. Egipto está en África eso es indiscutible, pero su relación con el resto del continente no es especialmente fluida. Pertenecen al mundo árabe y al del levante mediterráneo, pero no se siente vinculados al resto de África, un continente al que miran con cierto desprecio. En el país, de hecho, existió siempre cierto racismo hacia los negros provenientes de Sudán, condenados casi siempre a trabajos subalternos
Esto es algo que los productores de la serie no supieron ver. La elección de una actriz negra en el papel de Cleopatra obedecía básicamente a las obsesiones identitarias de los estadounidenses que llevan varios años metidos en una guerra racial de baja intensidad. No podían ni siquiera imaginar que alguien en Egipto fuese a ofenderse con ello. Seguramente creyeron que ocurriría lo contrario, que los egipcios lo recibirían con los brazos abiertos ya que tanto los negros como los norteafricanos han sido víctimas del imperialismo y el racismo occidental. Pero ese relato en blanco y negro con un villano bien definido no funciona más allá de EEUU. El mundo está lleno de matices que Jada Pinkett-Smith, la productora de la serie, y su equipo han sido incapaces de apreciar. Para colmo de males la serie ha resultado ser especialmente mala, no ha gustado ni a la crítica ni al público por razones que van mucho más allá del reparto. La guinda de un pastel que nunca debieron ponerse a cocinar.
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