La inteligencia es un bien escaso aunque pocos lo advierten o reconocen. Pensamos que somos inteligentes. Admitimos los fallos de memoria, eso sí, pero nadie echa de menos ser más listo, que no es lo mismo que desear saber más.
La inteligencia se mide por la capacidad de resolver ante hechos favorables o adversos, pero resulta que solo un 2% de la población tiene un cociente intelectual (CI) superior a 130, umbral para entrar en la lista de superdotados. Entre 90 y 110 uno puede darse por satisfecho.
¿Y qué decir de los que rondan los 60? La lengua les reserva una retahíla de adjetivos más o menos ajustados a sus carencias. Para unos bien podría servir mameluco, zoquete o adoquín. Para quienes las muestran con abuso de voces malsonantes, deslenguado o maldiciente. No faltarían los patanes y cenutrios. Para los cortos de mollera en general, y no quiero decir en quién estoy pensando, sirve palurdo, berzotas o gaznápiro. Menos afortunados son los que inspiran por su rostro, carapán, carapiña o caracandado, que le viene al pelo a un popular político. A las mujeres choni que hablan indignadas y a gritos les cae de lujo bocachancla y bocabuzón. Otros se quedan, de manera más humilde, en cantamañanas o zascandil. Esto en lo que se refiere a los suspensos, a esas personas que facilitan entender lo difícil que resulta salir de la adolescencia.
En el lado de las mentes bien armadas, parece como si un coeficiente alto fuera exclusivo de grandes científicos, pero no es así. Y como ya podemos dar nombres propios, diremos que el actor James Woods, ¡pásmense!, alcanza un CI de 180. El cineasta Quentin Tarantino, 160. La actriz Sharon Stone, 152. París Hilton y Arnold Schwarzenegger están en los 135, seguidos de una larga lista de destacados. A la gente inteligente le resulta fácil pasar desapercibido porque sabe qué decir y qué callarse. A los tontos se les nota todo porque el deseo de parecer listos y hacer declaraciones los delata. Y a eso quería llegar.
Doña Yolanda vive en su mundo, en un pisito de 443 m2 del madrileño paseo de La Castellana, con ideas tan peregrinas como sentirse comunista y subir el SMI unos eurillos para que los pobres, que ella no sabe dónde están ni lo que son, vivan mejor
No contamos con medios para medir la inteligencia de nuestros políticos salvo fijarnos en ciertas habilidades elementales como la percepción, la atención, la memoria, la planificación y sobre todo el lenguaje, y en cómo se enfrentan a los desafíos. La otra solución sería aplicarles el test de CI. ¿Se dejaría la señora Díaz? Pensará, claro, conocido el resultado, que eso no puede ser verdad, que eso no vale para nada. No haría falta llegar a tanto, yo la sometería a un dictado de cuarto de la ESO para comprobar su ortografía, porque las carencias de su expresión oral nos conducen directos al suspenso. Consta que sabe leer y escribir, pero en lectura de libros fijo que es escasita, porque las personas perspicaces tienen ambición por curiosear, sed de conocer, dotes para comprender, presteza para preguntar y agilidad para aprender, y la señora Díaz no encaja en ese modelo.
Doña Yolanda vive en su mundo, en un pisito de 443 m2 del madrileño paseo de La Castellana, con ideas tan peregrinas como sentirse comunista y subir el SMI unos eurillos para que los pobres, que ella no sabe dónde están ni lo que son, vivan mejor. Como no los tiene por vecinos, no entendió que con sus medidas condenaba al paro a 270.000 trabajadores (según informe del Instituto Juan de Mariana), gente humilde de pequeñas y medianas sociedades radicadas en barrios de provincias de modesta estructura económica.
Falsear estadísticas
Como el universo de doña Yolanda son los barrios ricos, que los otros no los frecuenta, no puede ir más lejos, salvo en el Falcon, claro, que consta que es aficionada a usarlo. Díaz se siente orgullosa de subir un 73% el salario mínimo sin pensar en si destroza o no el trabajo. Para evitarlo, falsea las estadísticas y llama fijos discontinuos a quienes de vez en cuando hacen una chapuza. Si la dejamos pensar más, se le ocurren ideas tan peregrinas como el cierre temprano de los restaurantes o el control del vapeo.
La indagación es el motor de la inteligencia, la sed constante de conocimiento, pero doña Yolanda es ajena a esas cosas porque ella ya se sabe todo y no necesita esa habilidad llamada pensamiento crítico, ni siquiera tiene capacidad, si juzgamos cómo se expresa, para analizar la información de manera objetiva, evaluar evidencias, utilizar el razonamiento lógico y sobre todo la reflexión para llegar a conclusiones fundamentadas. Acabará como Pablo Iglesias montando un bar, pero en su barrio, para saludar a los camaradas ricos.
Acertado estuvo el filósofo francés Alain Chartier cuando escribió que nada es más peligroso que una idea cuando no se tiene más que una.
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