Vaya por delante que no seré yo quien descarte la hipótesis de que la trifulca columbina que encocora esos días a la tertulia nacional no sea, en realidad, más que una cortina de humo (¡otra!) corrida por la tele gubernamental para distraer al gentío de la catástrofe moral y política en que sobrevivimos. ¿Era Colón de Génova, como creyeron sus contemporáneos, o fue un paisano como vienen creyendo desde hace siglos los mejores colombinistas a excepción, casi única, del insigne y humilde don Emiliano Jos? ¿Era un aristócrata secreto y desclasado por respeto a la Corona o por miedo a la Santa Inquisición, nada menos que sobrino de Isabel y Fernando por parte de madre, o no fue más, en realidad, que un corsario aventurero, que, para más inri, conoció el derrotero preciso de América por gentileza de un curtido marinero onubense como Alonso Sánchez? ¡Cualquiera sabe! La cuestión de la paternidad fue siempre enigmática mientras no se averiguó el arcano del ADN, y si no que se lo pregunten a Filipo de Macedonia, el pobre, al que su señora, la bella Olimpia de Épiro, le endilgó el colosal camelo de que quien la había preñado no era sino el dios egipcio Amón disfrazado de seductora serpiente (hay gustos para todo), lo que enunciado en el ámbito helénico apuntaba temerariamente al mismísimo Zeus.
Es cierto que eso fue lo que consagró en su biografía de Alejandro el misterioso Pseudo Calístenes, tan cuestionado luego por los que saben, y lo que el mismo héroe creyó a pie juntillas, ya que por entonces ni la madre orgullosa ni el marido celoso barruntaran siquiera los arcanos de la genética. Los sátrapas del harén, desde los que refiere la Biblia hasta los emperadores de Bizancio (lo mismo los mahometanos que los cristianísimos, ya que de cintura para abajo parece no haber diferencias) tenían que recurrir a la castración de los vigilantes del serrallo, lo que no habla precisamente bien de su confianza en las favoritas pero debía de resultar no poco seguro en la práctica. Lo cierto es que la Humanidad ha debido aceptar con humildad las apariencias dado que la distancia entre el genotipo y el fenotipo fue, y en cierto modo sigue siendo, abismal.
No se entiende la ingenuidad de tanta gente mordiendo ingenuamente el mismo anzuelo que enganchó durante siglos igual a altos que a bajos, a reyes que a gañanes, atraídos todos por el cebo de los celos
¿Quién fue Colón, quién su señor padre, dónde nació y se crio, cuál era el color de su sangre? Lo que acaban de descubrir los sabios responde poco o nada, y quién sabe, además, si impropiamente, a estas preguntas, aunque haya costado un óvulo y parte del otro averiguarlo, pues, ya puestos, cabe plantearse al menos si no habría sido más cuerdo aplicar el dispendio a tantas necesidades cruciales como padecemos. Y total, para afirmar que las fábulas lugareñas sobre el Almirante eran sólo eso, fábulas lugareñas, salvo quizá –aseguran los sabios aunque algunos discrepen— la que propone su origen judío y su procedencia de un inconcreto territorio mediterráneo sea la más bizcochable y, al mismo tiempo, la más audaz. Hombre, para ese viaje no hacían falta tamañas alforjas, y figúrense el lío si ampliamos estas suspicacias hasta fijarnos en tantos casos de natalidad o procedencia dudosa como, incluidas las cunas más altas, custodia en silencio la Historia. ¡Mira que si les da por averiguar si don Alfonso XII no era el muy improbable hijo de su padre legal que las crónicas nos cuentan sino el que parece más que probable (vale, dejémoslo en “posible”) vástago de ese personaje no poco intrigante que fue el valenciano Puig Moltó, por el que, en el Madrid de su tiempo, fue público y notorio que la Reina bebía los vientos! Y sin salir de la época, ya me dirán el juego que podía dar la búsqueda financiada a manos llenas del verdadero padre de doña Juana la Beltraneja, aunque fuera como homenaje a una probable (en fin, “posible”) real hermana que, a estas alturas, andan beatificando fervorosamente en el Vaticano o tal vez abrir una investigación –aunque fuera prospectiva—con el fin de aclarar si don Juan de Austria fue realmente hijo del Emperador, ya que no deja de resultar escamante el hecho de que llevara el nombre de su futuro padrastro, ese Jeromín del padre Coloma tan parecido a Joselito, aquel “ruiseñor de las cumbres” que enterneció a los niños de mi generación.
Total, lo dicho; que cualquiera sabe si esta polémica no pasará de ser una más de las cortinas de humo agitadas por el sanchismo, no cabe negar que con suma destreza. Abona la teoría el hecho de su fecha de publicación, esto es, su aparición en el 12 de octubre de la semana más negra jamás vivida por este régimen autocrático y, a lo que parece, también cleptómano, es decir, cuando más próximo iba pareciéndole a sus abrumadas víctimas su ansiado final. Lo que no logro explicarme, en todo caso, es la polémica misma, la ingenuidad de tanta gente mordiendo ingenuamente el mismo anzuelo que enganchó durante siglos igual a altos que a bajos, a reyes que a gañanes, atraídos todos por el cebo de los celos o por la carnada identitaria. Un asunto muy español, en todo caso, y una intriga que, como siempre, sólo podrían desentrañar sus protagonistas.
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