Opinión

Color 'Gris Transición'

El gris es un color peculiar porque algunas tonalidades llevan rojo en su composición. Me enteré cuando tuve que arreglar el salón de una casa familiar en la Costa Vasca.

El gris es un color peculiar porque algunas tonalidades llevan rojo en su composición. Me enteré cuando tuve que arreglar el salón de una casa familiar en la Costa Vasca. Andaba encaprichado con un número determinado del Pantone, hipnótico, pero el pintor replicó: “no lo hagas, te hartarás a los dos meses; carga la vista porque ese lleva rojo”. Ante la mirada incrédula de quien esto escribe -pensé que bastaba mezclar blanco y negro-, el hombre pintó con la brocha una prueba en la pared. Lo cierto es que al sentarse uno a leer o a ver la televisión, la mirada se dirigía instintivamente al pegote. Al final le llamé y elegimos un, llamémoslo así, Gris Transición.

Como tantas cosas, los colores también cabe definirlos por contraposición. El de mi salón es suave y transmite sosiego -así lleva seis años-, a juego con esa inconfundible luz gris del Mar Cantábrico (Eduardo Chillida). El que deseché podríamos denominarlo Gris Franquismo, fuerte, rojo en su composición como la sangre que tiñó la dictadura del general.

Por eso, precisamente, por la llamada de la sangre, Franco sigue atrayendo todavía medio siglo después de su muerte a esos que salen cada 20-N para que las numerosas televisiones les graben en su parque temático de banderas preconstitucionales, Montañas Nevadas, yugos y flechas, a voz en cuello jaleándole a él y a José Antonio Primo de Rivera; igual que cuando su antecesora RTVE, la única que había, iba una vez al año en el zoo de Barcelona a inmortalizar las gracias del gorila blanco Copito de Nieve para emitirlas al final del Telediario.

Pero lo que no deja de asombrarme en este cuarenta y seis aniversario del famoso Españoles, Franco ha muerto -en la tranquilidad de su cama en El Pardo, ojo, no en un búnker como Hitler ni colgado como Mussolini- es la cantidad rojos de salón indignados que salen hasta debajo de las piedras, ahora que ninguno corre peligro de morir a manos de los grises; coincide casualmente (¿?) con las polémicas enmiendas a la Ley de Memoria Histórica con las que el gobierno de Pedro Sánchez quiere ganarse el apoyo de ERC a los presupuestos, todo hay que decirlo.

Ninguno de los dos banditos parece comprender que el Gris Franquismo desapareció rápido de nuestras vidas y lo único que se mantuvo en nuestras paredes por “inercia” -Félix Bolaños, dixit- fue el gotelé hasta muchos años después de la victoria electoral de Felipe González en 1982

Para tantos de esos antifranquistas sobrevenidos -muchos ni habían nacido- diríase que desenterrar las fosas de represaliados republicanos no es un fin -un país que tiene tirados en cuneta a 100.000 compatriotas no se respeta a sí mismo-, sólo una estación de paso a la espera del juicio final al general que no vivieron; vamos, que cuando los restos de los enterrados sean devueltos a sus familias la existencia de algún abajo firmante no tendrá sentido sin esa doble capa de Gris Franquismo semanal, como la de Don Quijote tampoco lo tenía sin los molinos de viento.

Ninguno de los dos banditos a la greña -los verdaderos ya no existen, que hace mucho se dieron El Abrazo de Juan Genovés antes de morir en paz-, ninguno, digo, quiere asimilar que el Gris Franquismo desapareció más rápido que el gotelé de nuestras paredes o el terrazo de nuestros suelos; esos dos elementos icónicos del tardofranquismo sí que se mantuvieron por “inercia” -ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, dixit- en aquel país de Naranjito, a medio camino entre Europa y el subdesarrollo hasta muchos años después de la victoria electoral de Felipe González en 1982.

Los Hunos y los Hotros no quieren entender que el color llegó a nuestros televisores hace 46 años, justo a tiempo para retransmitir las largas colas ante la capilla ardiente en el Palacio de Oriente, según la memoria histórica del niño de once años que fuí. Ignoran que aquel primer 20-N empezamos a dejar atrás la España bélica y opresiva dibujada por Franco en su única novela, Raza -fue guionista en la sombra de la adaptación a la gran pantalla de José Luis Sáenz de Heredia (1941)-; un dibujo que luego proseguirían de forma crítica el magistral Luis García Berlanga de Plácido -“siente un pobre a su mesa”- y aquel Verdugo entrañable que fue Pepe Isbert.

No hubo “inercias” ni impunidad, ministro. A partir de la Ley de Amnistía de 1977 hubo delitos que sus autores pagaron con la cárcel, ya fueran atentados de ETA o el Grapo, golpes de Estado como el 23-F o violencia policial o el GAL

No hubo “inercias” ni impunidad, ministro Bolaños, y asumir esa especie de revisionismo de la Transición es un error por parte del PSOE, el único partido que queda vivo de aquellos turbulentos años. A partir de la Ley de Amnistía de 1977 hubo delitos que sus autores pagaron con la cárcel, ya fueran atentados de ETA o el Grapo, la matanza de los abogados laboralistas de Atocha, golpes de Estado como el 23-F o violencia policial o parapolicial; como aquella que llevó al teniente coronel de la Guardia Civil Castillo Quero y a varios subordinados a prisión por los tres asesinatos del Caso Almería, al ultra Emilio Hellín por el de Yolanda González, o a un ministro del Interior socialista, José Barrionuevo, a la cárcel por los crímenes de los GAL (1983-87)… Por informar.

Tengo para mi que el gran error que cometen algunos nietos -con la inestimable ayuda de la la jueza bonaerense María Servini- de republicanos que todavía reposan malamente en cunetas, y el propio Gobierno, es crear la falsa expectativa de que se puede apelar a la Justicia penal contra un fantasma. Digámosles la verdad: No hay manera de procesar a nadie.

Lo reconoció, tardíamente eso sí, el propio ministro Bolaños para enfado de su socio Enrique Santiago, hoy dirigente de un PCE irreconocible en tanto que artífice y protagonista máximo de aquel “pacto del olvido” que fue la Transición, en palabras de alguien poco sospechoso para ese sector, Xabier Arzalluz. Un acuerdo entre rivales de trinchera cuarenta años atrás que permitió la vuelta a España desde el exilio del secretario general comunista, Santiago Carrillo, de ese personaje histórico que fue Dolores Ibárruri Pasionaria, y del poeta Rafael Alberti, entre otros muchos.

No hay manera de juzgar nada porque todos, víctimas y verdugos, están ya muertos, sí, pero, por encima de otra consideración, porque el Estado cometería una enorme injusticia poética contra sí mismo medio siglo después. Me explico: ¿Vamos a procesar ahora a un político como Rodolfo Martín Villa quien, como Adolfo Suárez, perteneció a aquella élite del Franquismo que se recicló hasta convertirse en autores -el otro es Alfonso Guerra- del sistema electoral que alumbró las primeras elecciones limpias y democráticas tras la Guerra Civil?

Era ministro del Interior del muy franquista último gobierno de Arias Navarro cuando se produjo la horrible matanza de cinco trabajadores encerrados en una Iglesia de Vitoria durante una protesta sindical a manos de los grises de la Policía Armada en 1976, cierto, pero eso es tan juzgable -un suponer- como los crímenes de 1.200 presos del bando franquista que la Junta de Defensa de Madrid decidió fusilar en Paracuellos el 6 y 7 de noviembre de 1936. Para eso sirvió la Ley de Aministia hoy en entredicho desde la órbita del Gobierno de coalición, para no pedir cuentas a Martín Villa… ni a Santiago Carrillo. El viejo PCE lo sabe bien.

El error nace de pensar que es perseguirle penalmente tal o cual suceso, cuando todo lo que ocurrió en España entre el 18 e julio de 1936 y junio de 1977, fecha de las primeras elecciones tras la guerra, fue todo un inmenso ilícito penal a los ojos de cualquier demócrata de hoy en día

España no sufrió (solo) un golpe de Estado seguido de una dictadura, como ocurrió en el Chile de 1973 o en la Argentina de 1976, posteriormente perseguidos sus autores por las justicias locales y el Derecho Internacional; aquí el golpe de Franco y los suyos fracasó y dio origen a una terrible Guerra Civil de tres años con medio millón de muertos. No hubo pueblo ni rincón de España que se sustrajera la terrible realidad de las matanzas y los paseos hacia el paredón de quien no pensaba como uno, ya fuera zona roja o nacional, según la terminología al uso entonces.

El error, insisto, nace de pensar que se puede perseguir penalmente tal o cual suceso, cuando todo lo que ocurrió en España entre el 18 e julio de 1936 y junio de 1977, fecha de las primeras elecciones tras la guerra, fue todo un inmenso ilícito penal a los ojos de cualquier demócrata hoy en día: el fusilamiento en Badajoz de miles de republicanos vencidos a cargo del general Yagüe, los bombardeos nacionales de Madrid, Guernica o la carretera Málaga-Almería mientras los vencidos huían, el republicano en Cabra (Córdoba), los asesinatos de los escritores Federico García Lorca o Pedro Muñoz Seca, la sangrienta purga del POUM en las filas de la Repùblica en Cataluña, la represión franquista posterior a la guerra con sus cortes de pelo al cero a las rojas vencidas para hacer escarnio. Suma y sigue... ¿Dónde ponemos el límite? ¿Nos atrevemos a reconocer, de una vez por todas, que vivimos desde hace 45 años una España colorida y libre gracias a renuncias como esa o volvemos en un giro distópico de la historia al Gris Franquismo?

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