Opinión

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

No voy a hablar de Yolanda Díaz. No, no les voy a dar la tabarra con la señora, que ya se han encargado de hacerlo plumas muy vistosas y dispuestas a expr

No voy a hablar de Yolanda Díaz. No, no les voy a dar la tabarra con la señora, que ya se han encargado de hacerlo plumas muy vistosas y dispuestas a exprimir lo mejor del catálogo de metáforas intentando hacer literatura con la basura de lo cotidiano. Yolanda hasta la náusea. La estafa Yolinda, operación destinada a salvar el culo de Sánchez mediante la creación de una marca blanca capaz de agrupar los votos de la extrema izquierda para luego servirlos en bandeja al gran impostor antes de las próximas generales. La doña está tan vacía de discurso, sus formas tan melifluas, su ideología tan enemiga de la libertad, que no merece más comentario. Lo que sí parece pertinente es preguntarse cómo es posible que esta Nada con Sifón esté ocupando las portadas de los medios, en qué clase de vacío, en qué pozo sin fondo, ha caído este país para tolerar el lanzamiento de un globo lleno de humo que no pasaría de un pie de foto en los medios de cualquier democracia seria. "Cómo ha llegado la democracia española a esto", escribía aquí este jueves el gran Juan Abreu. "Cómo la España que emergió vital y vívida de la estupidez clerical franquista, que despertó sedienta de libertad del letargo dictatorial, pudo convertirse en tan poco tiempo en un país seducido por el feísmo y la vulgaridad populista, en un país en manos de la zafiedad de una banda de analfabetos a sueldo de un lidercillo vacuo, carente de esqueleto moral, de claras tendencias autoritarias".

He escrito mucho –lo ha hecho gente con mucho más fundamento que el mío- sobre el proceso de envilecimiento de la democracia española; mucho, sobre la forma en que la transición se fue pudriendo víctima de una corrupción que, en cascada desde la misma jefatura del Estado, se fue extendiendo cual mancha de aceite hasta hacerse fuerte en instituciones y partidos y, por qué ocultarlo, en el almario de un Juan Español que, rotas las prevenciones del franquismo, decidió entregarse a la adoración del becerro de oro mandando la honestidad y el respeto al dinero público al baúl de los recuerdos. Desde mediados de los noventa vengo aludiendo al necesario reseteo que nuestra Constitución hubiera reclamado, diluido ya el riesgo de golpe militar, tras los fastos del 92 y la letanía de escándalos que acompañó el final del felipismo. Se conocían de sobra las vías de agua que mostraba la carta magna. Cerrar de una vez el diseño territorial, recuperar para el Estado algunas de las competencias cedidas (la educación, clave), apuntalar la independencia de la Justicia (separación de poderes), meterle mano a la Ley Electoral (el nacionalismo en su sitio), etc., etc. Alguno podrá, con razón, calificar de ilusorio este planteamiento ante la realidad de unos partidos, los dos de turno, que ya se habían hecho fuertes con las riendas del régimen dispuestos, con la Corona al frente, a repartirse la tarta con nacionalistas catalanes y vascos.

Parece pertinente preguntarse cómo es posible que esta Nada con Sifón esté ocupando las portadas de los medios; en qué clase de vacío ha caído este país para tolerar el lanzamiento de un globo lleno de humo que no pasaría de un pie de foto en los medios de cualquier democracia seria

De nuevo la ausencia de líderes de trapío, hombres de Estado con capacidad para mirar al largo plazo por encima de sus intereses personales o de partido. ¿Qué queda hoy de Felipe González, un señor de pelo cano que mansamente acude, fruncido el gesto, a validar en un escenario al canalla que hoy nos gobierna para otorgarle marchamo de normalidad? Recuerdo bien las risas que Juan Carlos I y Mario Conde compartían cuando hablaban de Aznar y de su empeño, que juzgaban imposible, por convertirse en presidente del Gobierno. El fiasco de su segunda legislatura, mayoría absoluta, y los fastos de El Escorial. Las patas sobre la mesa de cristal de George W. Bush. La oportunidad perdida por la derecha democrática obligada, si quiere dejar de ser flor de un día, a acometer las reformas liberales que jamás hará una izquierda antes pegada al obrerismo y ahora al trampantojo de la igualdad y el wokismo. Francia ha tenido esos hombres de Estado. Hoy se quejan en París del fiasco Sarkozy y el manierismo de ese pequeño canalla con calzas apellidado Macron, pero Francia tuvo a De Gaulle, padre de la V República, y a sucesores como Pompidou o Giscard d'Estaing, incluso a Mitterrand. Ha tenido una izquierda terrible, consentidora con todas las tropelías del comunismo, pero también a una clase intelectual de derechas muy potente, muy patriota, muy dispuesta a denunciar sin complejos la amoralidad de los Sartre y compañía.  

Nada de eso hemos tenido aquí. Las quejas de nuestros clásicos, de Ortega a Baroja pasando por Unamuno, sobre la ausencia de una "clase dirigente". Sí, hemos tenido hombrecitos, politiquillos de tres al cuarto. Incluso Revillas dispuestos a cantarle una campurriana a un moribundo. Tampoco esa clase intelectual capaz de servir de faro, gente desde hace tiempo volcada hacia la izquierda y las gabelas que la izquierda reparte con generosidad cuando gobierna con dinero público. La batalla cultural que la derecha española, ágrafa en su mayoría, jamás ha querido disputar. Y hemos tenido una clase empresarial y financiera, a la que he conocido bien, medrosa, asustada y dispuesta siempre al silencio cómplice, todos cogidos por la Justicia o las Haciendas por los faldones de la corrupción, todos resueltos a tragar con ruedas de molino, ninguno dispuesto a denunciar las tropelías del poder en nombre de esa sociedad abierta en la que, en otras latitudes, suelen prosperar negocios y naciones. Llegó la masacre de marzo de 2004 y cambió el rumbo de una España que, mal que bien, había crecido mucho y se había llegado a creer importante en el elenco de las democracias consolidadas. Este es un país pequeño que ha consentido una tragedia semejante por miedo a investigar y encontrarse frente a frente con los verdaderos culpables. Recuerdo muy bien el día en que, al frente de El Confidencial, fuimos a visitar, año 2003, a un joven Zapatero en su guarida de Ferraz, y la sensación de vacío que me invadió ante un tipo que me pareció un auténtico peso pluma. Me impactó, sin embargo, su determinación a la hora de asegurar que iba a ser el próximo presidente del Gobierno. Como ahora Yolinda, ojo. El país está tan arrastrado, los medios de comunicación tan podridos, que cualquier cosa parece posible.

Este es un país pequeño que ha consentido una tragedia semejante por miedo a investigar y encontrarse frente a frente con los verdaderos culpables

No les hablaré de Zapatero porque sus obras son muy recientes. Ruptura del pacto de convivencia que significó la transición y suelta de los viejos demonios familiares, las dos Españas dispuestas de nuevo a zurrarse como en las pinturas negras de Goya, con la izquierda, as usual, manejando la porra. Tampoco les hablaré de Rajoy o la última oportunidad que tuvo España para haber enmendado el rumbo, mayoría absoluta, con las reformas precisas y el saneamiento integral de las instituciones. No diré más de un personaje nefasto para la moderna historia de España, al que, para mi sorpresa, sigue defendiendo a capa y espada mucha derecha cerril, alguna con mando en plaza. Su último gran regalo envenenado consistió en servir en bandeja la presidencia del Gobierno a un auténtico bandolero de la política, un tipo sin escrúpulos, capaz de vender a su madre si falta hiciera. Sí, porque fue Mariano quien hizo presidente del Gobierno a Perrochanches. Con la ayuda, todo hay que decirlo, de los restos del PSOE "bueno", los Javier Fernández que un día de otoño de 2016 se dieron cuenta del peligro letal que para la España de ciudadanos libres e iguales significaba un outsider al que Susana creyó poder manipular y al que descubren en Ferraz intentando colar papeletas en una urna tras una improvisada cortinilla. Lo expulsan, pero no lo matan. Lo dejan con vida, y el pequeño sátrapa vuelve a hacerse con el poder, para, con la ayuda de la mafia judicial de izquierdas, plantear una moción de censura que salió adelante con el apoyo de todos los enemigos de lo que España ha representado desde los Reyes Católicos a esta parte. Un presidente legal, pero no legítimo.

Y hasta aquí hemos llegado. Sánchez es la demostración deslumbrante de la caída al vacío de un sistema que lleva tres décadas, justamente desde 1993, arrastrándose, y cuyas constantes vitales, todas las instituciones dañadas, son hoy casi indetectables, sostenido apenas por una parte de la judicatura que se niega a rendirse y por el jefe del Estado, Felipe VI. Todo se lo hemos consentido a este gran sinvergüenza; todo lo ha tolerado un país que parece haber perdido el pulso. Una sociedad que con la pandemia se compró un perro para salir de paseo, desnortada, alelada, sin criterio, y que ha entronizado a un pit bull en Moncloa dispuesto a pactar con el diablo. España es hoy un garito donde, con el dinero de un contribuyente asfixiado, juegan al póker la mafia de la izquierda estatista y reaccionaria, el separatismo xenófobo y corrupto, los herederos de ETA y un nacionalismo catolicón vasco al que los chicos de la boina podrían muy bien echar de Ajuria Enea con la ayuda de Sánchez y el PSE. Los muertos de ETA os contemplan. Desde junio de 2018 se lo hemos consentido todo y por su orden. Sin ninguna capacidad de reacción. Hemos permitido que haya dejado al Estado inerme ante sus enemigos de siempre (sedición, malversación), haya tomado por asalto las instituciones –la última, el TC-, haya pactado cesiones territoriales con el moro Muza sin la menor explicación, haya arruinado la enseñanza privando a los pobres del ascensor social de la Educación… la lista sería interminable. La recitó en detalle hace poco Inés Arrimadas. El último golpe de genio del macarra ha consistido en situar a Podemos, la muletilla del desvarío legislativo –ley del sí es sí, ley trans, etc.- de la que se ha servido para convertir España en un manicomio woke, a los pies de los caballos con la "operación Yolinda".

Sánchez es la demostración deslumbrante de la caída al vacío de un sistema que lleva tres décadas, justamente desde 1993, arrastrándose

Yolanda no es nada. Un busto parlante, una cabeza hueca, una consigna vieja, comunismo rancio vestido de blanco Ibiza sobre el escenario de un país agilipollado. Un comunismo que no tuvo su Nuremberg, como el nazismo, y sigue volviendo a casa por Navidad para engañar incautos. Yolanda es sor Citroën conduciendo el coche escoba de un comunismo disfrazado de ecologismo hippy, que va recogiendo por las cunetas los esqueletos de Colaus, Baldovises, Errejones, Mónicas, Garzones, Jorgejavieres, mareas y maretones, a ver si con tanto hueso logra la doña hace un caldo que sirva a la paella que el felón pretende cocinar de nuevo con separatistas, bildutarras y algún que otro granuja, tipo Teruel Alpiste o el cántabro de la campurriana. Un Sánchez condenado a ser cabeza de cartel de ERC y Bildu, porque sin ellos jamás podría gobernar. Por eso Yolinda es un instrumento más en manos del jefe de la banda. Lo tiene difícil. El de la banda. Es verdad que a veces la gente decide jugar a la ruleta rusa, los países se han suicidado mucho a lo largo de la historia, pero lo normal es que reaccionen cuando ven su vida en peligro. Los riesgos de una reelección del gran chulo son demasiados.

Una reciente encuesta francesa aseguraba que el 63% de los galos se consideran de centroderecha. En España no debemos andar muy lejos, por mucho que el tópico de la izquierda diga lo contrario. Ahora mismo, y según las encuestas, la cosa debe andar en un 60%-40%, de modo que las guerras por el voto en el espacio de ese 40% parecen irrelevantes cara al futuro. Pocas o nulas posibilidades de trasvase entre orillas. Queda, sí, la incógnita de saber el porcentaje de viejos socialdemócratas dispuestos a votar a Feijóo para arrojar a los infiernos al inquilino de Moncloa y poder después iniciar la travesía del desierto con la cruz a cuestas de un nuevo socialismo democrático. Elisabeth Borne reclamaba estos días el concurso de los socialistas galos para el debate sobre las pensiones: "Estoy convencida de que todavía queda una izquierda moderada, capaz de asumir compromisos y escapar de las garras de Mélenchon y su Francia Insumisa". ¿Queda algo de esto en España?

La alternativa. Lo único realmente importante ahora mismo. Qué está dispuesto a hacer Núñez Feijóo si llegara a gobernar, qué disposición a pactar con Vox sin ningún tipo de complejos, para dar una oportunidad de futuro a este país. Y para no repetir los errores del pasado reciente. "La derecha española ha vuelto a fracasar con Aznar y con Rajoy a la hora de abordar las reformas que ya resultaban inevitables a finales de los noventa. No puede volver a hacerlo una tercera vez. Y no por la suerte del PP, que eso importa un pimiento, sino por el futuro de España. Porque esta será muy probablemente la última oportunidad para enderezar el rumbo de colisión que hoy lleva el país", escribió aquí quien esto suscribe el 4 de septiembre pasado. Vale la pena reiterarlo, porque España se lo va a jugar todo a una carta en el plazo de unos meses. Feliz Pascua de Resurrección.

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