Circulan muchas fotos de esto. La que tengo delante es de una chica joven protegida por un gorro y una mascarilla negra en una manifestación del feminismo. Sobre su camiseta blanca hay una parodia de un cuadro excepcional, American Gothic, de Grant Wood. Los ojos de la chica parecen sonreír. Con la mano izquierda, que lleva alzada (anillos, uñas pintadas de rosa), sujeta un cartel que dice: “Neruda, cállate tú”.
No se le ha ocurrido a ella, descuiden. Es una consigna lanzada por el movimiento feminista o, mejor dicho, por uno de tantísimos movimientos feministas como hay por ahí. Esa frase intemperante y mandona es una pretendida respuesta al verso con que empieza uno de los poemas de amor más hermosos que se han escrito jamás: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, el poema 15 del libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado hace ahora 98 años.
¿Y por qué las feministas mandan callar a Neruda, vamos a ver? Porque el gobierno de Chile pretendía dar el nombre del poeta, premio Nobel de Literatura en 1971, al aeropuerto de Santiago de Chile. Y alguien recordó en ese momento que Neruda, en sus memorias (Confieso que he vivido, publicado póstumamente en 1974), describía algo que a todas luces parece una violación. Él tenía veintipocos años y era cónsul de Chile en Ceilán. Ella era una criada tamil que se dejó hacer y no dijo una palabra. “Una estatua”, dice Neruda, “hacía bien en despreciarme”.
El hecho de que Neruda, en sus memorias y en su vida, mezcle constantemente la realidad y la ensoñación, o la ficción, o lo que iba inventando, no es ninguna excusa: el poeta describe y se atribuye una violación
No hay ningún testimonio más de aquello. Nadie lo sabría si el poeta no lo hubiese contado. Pero sí, es una violación, caben pocas dudas. El hecho de que Neruda, en sus memorias y en su vida, mezcle constantemente la realidad y la ensoñación, o la ficción, o lo que iba inventando, no es ninguna excusa: el poeta describe y se atribuye una violación. Y eso es inadmisible.
Leí los Veinte poemas a los catorce o quince años, más o menos, y lloré como solo se llora a esa edad, en abundancia y en amargura. La primera persona de la que me enamoré, Marité, no me hacía caso y andaba por la calle del brazo de un esquiador muchísimo más guapo, moreno y musculoso que yo. Mi sufrimiento no tenía límites. Me iba al parque y recitaba de memoria los maravillosos versos de Neruda, dejando que las lágrimas cayesen por mis mejillas para darle más dramatismo a la cosa.
Luego, con los años, leí el Canto general, Residencia en la Tierra, las Odas elementales y otros libros del autor que me enseñaron a pensar, a sentir, a escribir, a mirar la vida. A amar no, porque eso no lo he aprendido nunca, pero todo lo demás sí. Leí también, en su momento, Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, y me di cuenta de que el tipo que había sido capaz de escribir los mejores libros de poemas que yo conocía también había escrito el peor. El peor de todos. Aquello era una reverenda mierda, se lo pillase por donde se lo pillase.
Un libro de memorias, cualquiera, está hecho con dos ingredientes: la autojustificación y el ajuste de cuentas, rara vez hay otra cosa. En el de Neruda había, además, una prosa deslumbrante
Cuando leí, por la época de la muerte de Franco, Confieso que he vivido, ya tenía el criterio suficiente para darme cuenta de que un libro de memorias, cualquiera, está hecho con dos ingredientes: la autojustificación y el ajuste de cuentas, rara vez hay otra cosa. En el de Neruda había, además, una prosa deslumbrante. Como tantísima gente, ni me fijé en el párrafo de la violación. Sencillamente, nunca lo he recordado. Sí otras cosas, muchas más, como el episodio de la tinta en Bangkok, o como la defensa de la república española, o como los días del Nobel. Supongo que ahora debería pedir perdón por no acordarme de la silenciosa muchacha tamil.
Pues no lo voy a hacer. En 2018 apareció en España un artículo, Breve decálogo de ideas para una escuela feminista, cuyas autoras son dos profesoras de la Universidad Complutense, Yera Moreno y Melani Pena. No es un decálogo porque los puntos son 19, unos más atinados que otros. En el séptimo se propone esto: “Eliminar libros escritos por autores machistas y misóginos entre las posibles lecturas obligatorias para el alumnado”. El primero que citan es el de los Veinte poemas de Neruda. A renglón seguido, todas las obras de Arturo Pérez Reverte y Javier Marías. Y después proponen explicar a los alumnos que personajes como Kant, Nietzsche o Rousseau fueron machistas y misóginos.
No sugieren estas ilustres damas que se quemen los libros de Neruda (y de los demás) en la plaza mayor, como “acción contra el espíritu antifeminista”, se les habrá olvidado; para otra vez, que repasen la historia de Alemania en los años 30. Seguro que se les ocurre algo.
Esto es, pura y dura, la Inquisición. Neruda cometió una violación a los 20 años. Eso está muy mal, es horrible. Era además un vanidoso insoportable, un egocéntrico, un bipolar que pasaba en cinco minutos del éxtasis místico a la cólera. Y un maltratador, como bien saben sus sucesivas esposas.
Pero era, a la vez, uno de los mejores poetas de la historia de la literatura, en cualquier idioma. Sus libros forman a la gente, la enseñan, le hacen sentir cosas maravillosas. A mí me pasó. A millones de personas les ha pasado. Y la inmensísima mayoría no hemos salido ni violadores ni maltratadores ni bipolares ni machistas ni gaitas. No tiene nada que ver su vida con su obra, o al menos es perfectamente posible estremecerse con su obra ignorando su vida. Yo no voy a dejar de leer, de regalar y de recomendar los libros de Neruda, porque son obras maestras de la literatura. Así de claro. Rechazo frontal, contundentemente, esa atrocidad del “cállate tú”. Es un disparate. Es la vuelta al Santo Oficio.
Hay miles de casos de gente moralmente despreciable (a los ojos de los códigos morales de hoy, desde luego) que regalaron a la humanidad obras indispensables. Neruda es solamente uno de ellos
Richard Wagner era un hijo de perra y un corrupto en toda la extensión de la palabra, pero ahí están Parsifal y Los maestros cantores: no voy a prescindir de eso. Plácido Domingo seguramente abusó de su posición en los teatros de ópera para llevarse señoras al hotel; él dice que no, ellas dicen que sí. Será lo que sea, pero yo no voy a tirar los discos de Plácido ni a dejar de escuchar su voz prodigiosa. Cervantes acabó su vida como un pringao que vivía de las mujeres de su casa (“las Cervantas” las llamaba la gente, dándose con el codo) y seguramente fue un corrupto que robó dinero de los impuestos, como cualquier comisionista mascarillero del Ayuntamiento de Madrid, pero yo me leo el Quijote cada dos años y no pienso dejar de hacerlo. Quevedo era un chulo, un pendenciero y un antisemita como la copa de un pino, pero yo jamás dejaré de leer a Quevedo. Nietzsche estaba enamorado de su hermana, pero ahí está la obra de Nietzsche. Hay miles de casos de gente moralmente despreciable (a los ojos de los códigos morales de hoy, desde luego) que regalaron a la humanidad obras indispensables. Neruda es solamente uno de ellos.
A todas las grandes ideas que han hecho avanzar a la humanidad (la democracia, el cristianismo, el liberalismo, la ilustración, el socialismo, muchas más) les ha pasado lo mismo: que les han salido vanguardias que podríamos llamar infecciosas, radicales ultras que han pervertido la idea hasta hacerla irreconocible. El feminismo no es una excepción ni mucho menos. En nombre del Evangelio y de la palabra de Dios, el monje Girolamo Savonarola impuso en Florencia un régimen de terror que hizo que Botticelli quemase muchas de sus pinturas, aterrorizado por lo que consideraba sus pecados.
'Enemigo de la causa'
En nombre de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, que es por lo que muchos y muchas peleamos desde hace décadas; el nombre precisamente de eso, ahora hay gente que pretende decirnos qué podemos leer y qué no, qué doctrina se debe dar en las escuelas y qué ideas son heréticas, de quién se puede hablar a los niños y de quién no, y de quién se les puede hablar bien y a quién hay que poner verde por machista, misógino y heteropatriarcal; conceptos que, en la mayor parte de los casos, ni siquiera existían cuando los acusados murieron.
En vez de fomentar el librepensamiento, como muchos creemos que hay que hacer; en vez de procurar que los alumnos se formen su propio criterio sobre las cosas, las personas y las obras, después de darles toda la información objetiva que puedan reunir, ahora volvemos (o quieren que volvamos) a algo extraordinariamente parecido a la escuela franquista, la que yo padecí, en la que el maestro o la monja de turno nos dejaba clarísimo quiénes eran los buenos y quiénes los malos, a quién había que adorar y a quién había que odiar porque era “enemigo de la causa”.
Que no, hombre, que no. Que no se calle a Neruda, nunca. Que no se dejen de leer sus obras, nunca tampoco. Que se sepa quién fue y lo que hizo, desde luego, pero que se mantengan sus versos a salvo de la Inquisición.
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