El huracán político desatado por las declaraciones de la exministra y actual vicesecretaría de Acción Sectorial del PP, Isabel García-Tejerina, sobre las diferencias en las competencias académicas de los escolares de Andalucía y de Castilla-León, ha puesto de relieve graves problemas que aquejan a la sociedad española y serios defectos de nuestra clase política. En primer lugar, y para aclarar un elemento esencial de esta polémica, las afirmaciones de Tejerina tienen una base objetiva real y cuantificable. No han obedecido a una valoración caprichosa o improvisada, sino que se apoyan en datos verificables de estudios de calidad educativa elaborados por organizaciones internacionales de plena solvencia. En estos informes, los conocidos como PISA para adolescentes de quince años que se encuentran en la etapa de secundaria y los TIMMS y PIRLS para niños de primaria, Castilla-León aparece con excelentes puntuaciones en Matemáticas, Ciencias y Lengua, mientras que Andalucía ocupa sistemáticamente los puestos de cola. Asimismo, el sistema educativo castellano-leonés se encuentra netamente por encima de la media de la UE y el andaluz notoriamente por debajo. Si se analizan los números, se concluye que efectivamente la ventaja de Castilla-León respecto a Andalucía equivale a un curso y medio o dos, según la materia. Por tanto, lo que dijo Tejerina es cierto.
A partir de aquí, los dirigentes políticos del PSOE andaluz, lejos de enfrentarse al hecho desfavorable para una Administración que lleva en el poder casi cuatro décadas de que sus escuelas e institutos presentan un rendimiento lamentable, desvió el tiro acusando a Tejerina de supremacista, de despreciar a los niños andaluces, de ofender a toda una tierra y demás zarandajas sentimentaloides y victimistas. Este es un comportamiento habitual de nuestros políticos a la hora de enfrentarse a una evidencia negativa para ellos, el falseamiento y la tergiversación de las palabras del crítico o del oponente para acudir sin escrúpulo alguno a la movilización de emociones que enmascaren la naturaleza del asunto en cuestión. Esta carencia de honradez intelectual y de rigor argumental es la que presta a nuestro debate público su ínfimo nivel, reflejado miméticamente por la bazofia habitual que corre por las redes.
Hace tiempo que España ha emprendido una senda disparatada en la que la verdad ha dejado de importar y sólo cuenta la ambición a corto plazo
En cuanto a la reacción de los sindicatos de enseñantes tampoco ha sido precisamente ejemplar. A pesar de que su carácter profesional y su preparación técnica les capacita para examinar esta discusión de forma desapasionada y analítica, se han entregado a una reacción corporativista de defensa de sus afiliados que demuestra que uno de los males de nuestra educación es precisamente la sindicalización excesiva y politizada de nuestros profesores de la enseñanza pública. Basta contemplar en otro contexto el horror del adoctrinamiento ideológico y sectario que se perpetra en las aulas de Cataluña para constatar esta dañina anomalía.
Tampoco merece demasiadas loas la actitud pusilánime y erróneamente electoralista de la cúpula del PP andaluz. En vez de cerrar filas con la vicesecretaria nacional y poner el énfasis en lo bien fundamentado de sus observaciones, pasando inmediatamente al ataque señalando la tremenda responsabilidad de la fuerza política que monopoliza el gobierno de su Comunidad desde tiempo inmemorial en este lamentable estado de la educación, se ha apresurado a desmarcarse cobardemente y a emitir un vergonzoso comunicado calificando a los profesores y alumnos andaluces “de diez”, en contra de la apabullante apreciación contraria de los estudios internacionales correspondientes. La pobre Tejerina, abandonada por los suyos a los embates de la demagogia izquierdista, se ha visto obligada a rectificar públicamente de manera humillante, quedando inutilizada en el futuro para sentar opinión sobre cualquier tema relevante.
Yo ya viví una historia parecida hace veintiún años, siendo senador y presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Senado, cuando en un programa de radio dije que Blas Infante fue un perturbado, hecho por otra parte fácil de probar. Recibí llamadas conminatorias de los entonces máximos cargos del PP andaluz exigiéndome una reparación de tal ofensa. Por supuesto, me apresuré a publicar un artículo en el que con mayor extensión relataba la biografía y las hazañas del islamista padre de la patria andaluza para que el lector pudiese formar su propio criterio sobre semejante orate.
Se suele decir, no sin razón, que las comparaciones son odiosas, especialmente para aquél que sale de ellas malparado. Un país en el que llamar a las cosas por su nombre constituye un peligro y en el que los políticos que intentan ser fieles a sus convicciones y a la realidad constatable perecen sobre todo por fuego amigo, no va por buen camino. No es extraño que en este ambiente enrarecido los presupuestos del Estado se negocien en la cárcel con presuntos golpistas y que el presidente del Gobierno de la Nación haya sido colocado en su sillón por aquellos que quieren destruirla. En el libro más importante que se ha escrito se nos recuerda que el peor pecado es el pecado contra el Espíritu, es decir, contra la verdad. Hace tiempo que España ha emprendido una senda disparatada en la que la verdad ha dejado de importar y sólo cuenta la ambición a corto plazo, la codicia y la satisfacción de los instintos más bajos. Un recorrido fatal que únicamente puede desembocar en la degradación y el fracaso.
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