Han vencido; de momento. Michel Foucault escribió que el poder se asienta en el sistema de creencias; es decir, que determinando la reacción inconsciente y la interpretación del mundo que tienen las personas, se consigue el dominio. Los comunistas lo han logrado. Aquella vieja idea de Gramsci de sustituir la violencia política por la conquista cultural, y obtener así la hegemonía para el cambio, ha sucedido. En unas décadas nos hemos despertado como el protagonista de “La metamorfosis” de Kafka: pensamos y actuamos como comunistas, y no sabemos cómo ha sido.
Leemos titulares y artículos hablando del dictador como si fuera un héroe y un libertador, y no pasa nada
Las nauseabundas reacciones de condolencia ante la muerte del tirano Fidel Castro que han realizado dirigentes de Unidos Podemos, desde Alberto Garzón a Irene Montero, solo es posible aquí si el fallecido es comunista. Y lo curioso es que no sorprende a nadie. Nos escandalizamos, lo tuiteamos, y volvemos a nuestras tareas diarias como si nada hubiera pasado. Vemos a periodistas y documentalistas repitiendo como papagayos los datos manipulados por una tiranía sobre la educación y la sanidad en su país, haciendo comparaciones que solo en una mente abducida y totalitaria pueden caber, pero no apagamos la televisión. Leemos titulares y artículos hablando del dictador como si fuera un héroe y un libertador, y no pasa nada. Incluso alguno repite frases absurdas que desvelan esa hegemonía cultural, esa tiranía inconsciente, como esa sentencia de Guillermo Cabrera Infante: “El comunismo es el fascismo de los pobres”. Mentira.
Damos soluciones colectivistas a problemas individuales. El tópico de “luchar contra las desigualdades” se cubre con más impuestos, más despojo al contribuyente; porque hay que repartir la riqueza, no crearla, claro. Hay que dar más fondos económicos al poder –sí, a ese que ha generado el “sistema de creencias” del que hablaba Foucault-, para que lo reparta según le convenga. Pero como no se crea riqueza, sino que se distribuye lo que hay, siempre necesitamos más: más intervención, más despojo. Somos dependientes económicos y mentales del Poder.
Nuestro mecanismo psicológico es básico. Necesitamos la protección del grupo, la identidad colectiva y la cosmovisión que nos proporciona ese Poder. No tenemos miedo a la libertad, sino a sus consecuencias. Preferimos la seguridad de la prisión a la incertidumbre de la selva. Y entonces nos conquistan con sus discursos fáciles que incluyen conceptos huecos y moldeables como “justicia social”, “solidaridad”, o “compromiso”. Y nos tragamos supuestas informaciones trufadas con epítetos como “pobreza infantil”. ¿Eso qué significa? Serán pobres las personas, las familias. ¿O es que tenemos miles y miles de niños deambulando solos, autónomos, independientes, abandonados, o huérfanos? Nos manipulan para conformar nuestras creencias, y que aceptemos su dominio.
El miedo a las consecuencias de la libertad ha llegado tan hondo en nuestras almas que no concebimos la democracia más que como un sistema de proporcionar “derechos sociales”
El miedo a las consecuencias de la libertad ha llegado tan hondo en nuestras almas que no concebimos la democracia más que como un sistema de proporcionar “derechos sociales”, como la vivienda, o la electricidad. Ya no se trata de que estemos inmersos en una partitocracia. Eso es secundario frente al hecho de que pensamos, actuamos y respiramos para dar vida a una élite dictatorial y orwelliana. La gente que disiente se rinde. El periodista, escritor, profesor, músico o artista que piensa distinto es acosado, y se suma al rebaño que bala el pensamiento único para no perder el trabajo, ser aceptado, y evitar la discriminación, la muerte social.
Han convertido a Willi Münzenberg, el propagandista bolchevique que en Europa compró las voluntades de los que no consiguió convencer, en un torpe aprendiz. Y damos por bueno que declararse enemigo del comunismo es ser fascista, que criticar a Castro es defender a Franco, y el que lo hace tiene que luchar contra los convencionalismos, los tópicos discursivos, y dar largas y razonadas explicaciones que el interlocutor contesta con argumentos emocionales. Porque siempre sale el que dice: “¡Qué gran idea la del comunismo, pero qué mal se llevó a cabo!”. O el que espeta, sin conocimiento alguno más que el proporcionado por los manuales escolares o la televisión: “Stalin desvió a Rusia del proyecto de Lenin”. No. El comunismo es una ideología, y como tal, finalista: busca llegar a un “paraíso”, para lo cual es preciso el sacrificio propio y ajeno, la eliminación de obstáculos físicos, personales, colectivos y mentales, y que justifica la dictadura. Es un planteamiento de camaradas ante enemigos, de visionarios contra retrógrados. No hay una sola frase del comunismo que contenga una verdad. Es todo guerra y manipulación: son patrioteros, populistas, totalitarios, envidiosos y violentos. Todos sus dirigentes fueron y son burgueses; y todos acaban siendo, como Fidel Castro, la persona más rica de “su paraíso”.
Explicamos la realidad de la vida social y política recurriendo al mundo conceptual comunista
No sé si la batalla cultural, la de las creencias, está perdida. Hemos aceptado que la agenda política a discutir es la que ellos marcan. Los conceptos que usamos son los suyos. Explicamos la realidad de la vida social y política recurriendo al mundo conceptual comunista, porque hemos asumido su discusión y sus palabras como las buenas y únicas posibles. Pregunto a mis alumnos si están de acuerdo con la frase: “Los ricos cada vez más ricos, y los pobres más pobres”, y la mayoría asiente o se calla. Han estropeado su perspectiva histórica, su capacidad de contraste entre el discurso oficial y la realidad. No hay duda: van ganando.
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