Opinión

La Confederación Hispánica

Cuando una comunidad recauda sus impuestos y financia sus gastos con ellos, cuando puede atraer talento y no expulsarlo, no se echa la culpa al vecino de las desdichas propias como sucede actualmente.

En España hay cinco administraciones tributarias. Tres en el País Vasco (una por provincia), otra más en Navarra y la del Estado. A las cuatro primeras se las denomina forales, a la última de régimen común. Cabe preguntarse como hemos llegado hasta aquí, a fin de cuentas nada es casual ni surge por generación espontánea. La existencia de varias autoridades fiscales se debe a una precipitación de acontecimientos históricos sumados a la habilidad de ciertas élites locales para blindarse frente al poder central. Esto último lo hicieron, obviamente, esgrimiendo derechos históricos.

En España el que más y el que menos dispuso en su momento de su propio fuero allá por la Edad Media

Claro, que aquí historia tenemos todos, luego el mismo argumento con el que vascos y navarros defienden su particularidad fiscal podrían emplearlo los aragoneses o los asturianos. En España el que más y el que menos dispuso en su momento de su propio fuero allá por la Edad Media. Casi todos fueron suprimidos, otros fusionados entre sí y unos pocos se mantuvieron y fueron actualizándose.

La cuestión es que, cuando los Gobiernos liberales del siglo XIX alumbraron el Estado-nación tras la Guerra de la Independencia, se vieron en la necesidad de crear una administración tributaria única para sostener los cuantiosos y siempre crecientes gastos del nuevo Estado. Sólo los vascos y los navarros consiguieron zafarse de aquel proceso de armonización fiscal gracias a que supieron camuflarse tras una causa de índole política, el carlismo, que iba más allá de lo puramente fiscal pero que también incluía demandas de tipo tributario.

Las guerras carlistas, que fueron tres, duraron cerca de medio siglo y trajeron por la calle de la amargura a los Gobiernos centrales de la época. Al final de la última, tras la restauración de los Borbones en el trono, se creo el llamado concierto económico. El primer Gobierno de Alfonso XII tiraba de este modo la toalla y aceptaba a regañadientes que Álava, Guipúzcoa, Vizcaya recaudasen impuestos por su cuenta. Algo similar se llevó a cabo en Navarra con el Convenio de Tejada-Valdonsera.

Ni el concierto vasco ni el convenio navarro permiten, por ejemplo, que ambos territorios diseñen su política fiscal desde cero

A las cuatro provincias se les otorgaba un privilegio que se ha ido renovando a lo largo del último siglo y medio. Navarra y Álava lo mantuvieron incluso durante el franquismo por su lealtad a los sublevados durante la Guerra Civil. Con todo, es un privilegio que tiene infinidad de restricciones. Ni el concierto vasco ni el convenio navarro permiten, por ejemplo, que ambos territorios diseñen su política fiscal desde cero. Tampoco pueden tocar el IVA y tienen que adaptarse a la Ley General Tributaria.

Pero, a pesar de las limitaciones, vascos y navarros son los que menos presión fiscal padecen de toda España. Luego algo bueno tendrá, al menos para el contribuyente, que es en quien deberíamos pensar, y no tanto en los políticos y en sus ansias de gastar sin medida para acrisolar clientelas electorales y perpetuarse en el poder.

Por regla general todo lo que es bueno para los políticos es malo para el ciudadano de a pie y viceversa. Que las comunidades elaboren a su gusto su propia política fiscal traería consigo especialización y competencia entre ellas. Los individuos y las empresas podrían escoger donde vivir o emprender en función de la fiscalidad. Eso en España ya sucede parcialmente y se comprueba en el crecimiento económico de regiones en las que la voracidad fiscal de sus gobernantes autonómicos es menor, caso de Madrid o La Rioja y, por descontado, el País Vasco y Navarra.

Lo suyo sería caminar en esa dirección y profundizar en el modelo vasco-navarro extendiéndolo a todo el país

Lo suyo, por lo tanto, sería caminar en esa dirección y profundizar en el modelo vasco-navarro extendiéndolo a todo el país. Simplemente porque funciona y permite que más dinero se quede en nuestro bolsillo y menos en el de la burocracia, siempre improductiva, siempre enredadora y con la voluntad de multiplicarse como los virus. Con ello se acabaría también el problema del cupo, que tanta polémica genera porque al final se ha convertido en un asunto político del que en Vitoria saben sacar muy buena tajada.

En un país como el nuestro, en el que prácticamente todos los servicios importantes están transferidos a las comunidades autónomas, no tiene sentido una agencia tributaria común. Es absurdo que los que gasten no recauden. Tampoco tiene demasiada razón de ser que haya un régimen fiscal común para todos.

España es un país grande y variado, un auténtico continente en miniatura. Hay provincias despobladas y otras superpobladas. Provincias agrarias, industriales y de servicios que viven del comercio y del turismo. Hay provincias con salida al mar y otras encaramadas en lo alto de un páramo, provincias húmedas y boscosas, provincias urbanas, provincias insulares y provincias desérticas.

Cada una debería escoger su estrategia para sobrevivir y prosperar

Cada una debería escoger su estrategia para sobrevivir y prosperar. Toda estrategia comienza por allegarse los recursos necesarios. La política fiscal que necesita un lugar como la paramera burgalesa, prácticamente deshabitada pero muy extensa, es necesariamente distinta a la del área metropolitana de Barcelona, en la que lo que escasea es el suelo.

¿Dónde quedarían entonces los servicios comunes tales como la defensa, la representación exterior o la red troncal de transporte y comunicaciones? Primero, son muy pocos. Segundo, tienen un coste muy bajo, perfectamente asumible con el pago de un canon por habitante o mediante la reserva de un impuesto común que recaude el Estado, algo como el IVA o los aranceles. Con lo obtenido ahí, que no sería precisamente poco, el Gobierno atendería esos servicios y respondería ante imprevistos como inundaciones, incendios o sequías.

Esto nos acercaría al sistema helvético. Pero es precisamente a lo que tenemos que aspirar, a parecernos a Suiza, que es el país más rico, libre y transparente del mundo. Muchos aseguran que eso es imposible porque esto no es Suiza. No, no lo es. Es mejor que Suiza. Suiza no tiene seis mil kilómetros de costa en dos mares, ni capitales de talla mundial como Madrid y Barcelona, ni cuenta con una lengua franca y una cultura común. España sería una Suiza hipervitaminada, rica hasta la extenuación y orgullosa de sí misma.

En algún momento de nuestra historia la organización política (y fiscal) de España fue similar a la de la Suiza actual

Si miramos hacia atrás, en cierto modo en algún momento de nuestra historia la organización política (y fiscal) de España fue similar a la de la Suiza actual. La descentralización es la genuina tradición política hispana, hija de una tierra diversa, fracturada por una geografía difícil, rica en peculiaridades y ferozmente localista.

Cuando el poder nace desde abajo, del pueblo y no de una camarilla capitalina, los impuestos bajan y las sociedades prosperan. No hay motivo para el pesimismo, todo lo contrario. España es una empresa política, cultural y humana con mucho pasado. Puede tener mucho futuro si retorna a su ser y devuelve a las comunidades lo que primero los monarcas imperiales de la casa Habsburgo y luego el Estado decimonónico les arrebató.

Cuando una comunidad recauda sus impuestos y financia sus gastos con ellos, cuando puede atraer talento y no expulsarlo, no se echa la culpa al vecino de las desdichas propias como sucede actualmente. Acaban de cumplirse dos siglos de la invasión napoleónica que trajo consigo la infame uniformización jacobina, y tres desde que la dinastía Borbón, también venida de Francia, accediese al trono. Es buen momento para replantearse si la barbarie, al menos la fiscal, empieza al otro lado del Pirineo.

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