Ministro Marlaska, señoras y señores del Gobierno, me declaro culpable. Y lo hago con total sinceridad, sin más imperativo que el que me dictan mi conciencia y mi deber como ciudadano libre. Soy culpable de criticar al Gobierno, de poner en duda sus mentiras, de abominar de su conducta totalitaria, de sentir asco ante su carencia absoluta de empatía para con sus compatriotas, con los enfermos, con los deudos de los fallecidos, con los médicos, enfermeras y personal sanitario que los atienden y que están cayendo como moscas víctimas de esta terrible pandemia que se esfuerzan por erradicar.
Me declaro culpable de alta traición ante los comunistas que prefieren ver a su patria en la ruina, con la gente desmoralizada y hambrienta, antes que renunciar a su proyecto dictatorial e inhumano que históricamente ha costado millones de vidas. Me declaro también culpable de haber denunciado todo lo que he podido a un presidente, Sánchez, que no ha dudado en entregar la soberanía nacional a cambio de los votos de los golpistas catalanes, de los nacionalistas vascos, siempre tan comprensivos con los asesinos etarras y tan poco misericordiosos con quienes asesinaban. Me declaro culpable de simpatizar con personas de la altura moral de Amancio Ortega o Joan Roig, que han sabido dar la talla aportando dinero y ejemplo, antes que con los paniaguados de la cultura subvencionada, tan vacía de compromiso y generosidad como ahítos de vanidad y prepotencia.
Me declaro culpable de no querer formar parte del rebaño de periodistas que han vendido su dignidad a cambio de millones de platos de lentejas arrancados a un erario que vacío y no podrá ayudar a nadie, porque el Gobierno prefiere gastar lo que no tiene en sueldos, cargos, en un aparato monstruosamente desproporcionado e inútil que en nada ayuda a la nación. Me declaro culpable de sentirme abochornado cuando veo lo que dice y hace la televisión pública, la española y la catalana, meros altavoces al servicio de un poder corrupto y destructor de la convivencia. Me declaro culpable de no admitir la consigna de Celaá, de las portavocías del Ministerio de la verdad, de los que esconden miserablemente su talante autoritario bajo una piel de cordero.
Pero sobre todo me declaro culpable de pensar por mí mismo, de no casarme con nadie, de ser crítico con el poder, mande quien mande, habiendo sido censurado por socialistas y populares cuando gobernaban
Pero sobre todo me declaro culpable de pensar por mí mismo, de no casarme con nadie, de ser crítico con el poder, mande quien mande, habiendo sido censurado por socialistas y populares cuando gobernaban. Me declaro orgullosamente culpable de estar en las listas negras del separatismo en todos sus grados y variaciones, de no ceder ante la amenaza física ni verbal, de haber soportado la muerte civil a la que se me quiso someter en mi patria chica. Me declaro culpable de no querer saber nada con ningún totalitarismo, sea de derechas o de izquierdas, reclamando la libertad de pensamiento como expresión máxima del ser humano, la única que garantiza su pleno desarrollo y prosperidad.
Y me declaro culpable de no odiar a nadie. Sí, porque no albergo rencor hacia ninguno de los citados. No me gustan, no los veo como más que como lo que son, unos advenedizos que buscan su provecho al precio que sea, pero no los odio. Porque también me confieso creyente, quizá el cargo más temible en contra de mi modesta persona. Y esa creencia me hace perdonar, que no olvidar ni ser indulgente, con todos quienes nos agravian diariamente con sus métodos que solo pueden traernos ruina, hambre, dictadura y miedo. No puedo odiarlos de la misma manera que Jesucristo nos aconsejó desde la cruz cuando pronunció “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y aunque tenga para mí que estos sí lo saben, y muy bien, tampoco por eso voy a odiarlos. Ni desearles ningún mal, ni que les suceda desgracia alguna.
Me hallo espiritualmente en el mismo trance que Ramiro de Maeztu frente al piquete que iba a fusilarlo, piquete de milicianos, horda salvaje, violenta y ávida de sangre. Con ánimo sereno, les dijo: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo si sé por lo que muero. Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros”.
Así que ya lo ven, soy terriblemente culpable. No cambiaré, pero tampoco voy a odiarlos. Es el cargo que más puede volverse en mi contra y que, estoy seguro, ha de condenarme. Porque, desgraciadamente, en España se ha vuelto a implantar el odio como ideología y como praxis en la política. No seré yo quien odie, aunque muchos puedan odiarme a mí. Y que Dios nos perdone a todos.
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