En suspenso. "Parece de película", se oye estos días. Otros, más leídos, hablan de ‘novela distópica’ o de ‘experimento social’. De una forma u otra reflejan la sensación de extrañeza que nos embarga con la extensión de la epidemia y el estado de alarma decretado por el Gobierno. De pronto, en apenas unos días desaparece la normalidad y la vida de todos queda en suspenso. Hábitos y rutinas completamente trastocados, se acabaron las idas y venidas, los más próximos están lejos y la agenda se vacía, como las calles. Todo parece engullido por este paréntesis que se abre y de cierre incierto. Hay quien dice que la historia se experimenta cuando se precipitan los acontecimientos y todo se acelera de repente. Parece que fue hace mucho cuando fuimos a la última conferencia o salimos a cenar, pero fue hace nada. Todo esto pasará, sin duda, pero recordaremos los días del coronavirus.
Alarma y confinamiento. La declaración del estado de alarma, anunciada con un día de antelación por Pedro Sánchez, llegó al fin tras un proceloso consejo de ministros. Afecta a todo el territorio nacional y estará en vigor durante quince días, aunque podría ser prorrogado con autorización del Congreso de los Diputados. De acuerdo el Real Decreto aprobado el sábado, durante dicho estado el gobierno se convierte en la autoridad competente, delegada en los cuatro ministros de Defensa, Interior, Sanidad y Transportes. A fin de asegurar la unidad de acción de las diferentes administraciones ante la crisis sanitaria, los ministros podrán dictar las órdenes e instrucciones necesarias para garantizar los servicios y la protección bienes y personas; así los diferentes cuerpos policiales, tanto autonómicos como locales, quedan bajo el mando directo del ministro del Interior.
Poco que ver con el único precedente que había hasta la fecha, cuando la huelga de controladores en 2010 llevó a suspender el tráfico en el espacio aéreo español. En aquella ocasión, nos vimos afectados algunos miles de pasajeros y los controladores aéreos fueron puestos bajo jurisdicción militar, pero poco más. Ahora, en cambio, se suspenden las clases en todas las etapas del sistema educativo, se autorizan requisas, o se decreta el cierre de todo tipo de actividades culturales, deportivas, sociales o de hostelería. Hay unidades del ejército desplegadas en algunas ciudades así como controles policiales en las calles.
Son medidas excepcionales, pues equivalen en muchos casos al confinamiento en el domicilio, al menos para quien no disponga de mascota. No es cuestión de discutir su necesidad
Lo más llamativo del Real Decreto son las fuertes restricciones que impone a la libre circulación de las personas con objeto de frenar la epidemia y evitar el colapso de los servicios sanitarios. Durante dos semanas sólo podremos desplazarnos en solitario para adquirir alimentos y productos de primera necesidad, acudir a centros sanitarios o al trabajo, cuidar de los mayores y personas dependientes o pasear al perro. Son medidas excepcionales, pues equivalen en muchos casos al confinamiento en el domicilio, al menos para quien no disponga de mascota. No es cuestión de discutir su necesidad, sino de apreciar el sacrificio que supone de nuestra libertad personal. Decía Hannah Arendt que la libertad de movimiento viene a ser la libertad primigenia y ciertamente es indisociable del ejercicio efectivo de otros derechos. Por eso, que se limite de forma generalizada, aunque sea temporalmente, es cosa grave a poco que uno tenga talante liberal.
En la discusión sobre el estado de alarma la preocupación parece ir por otro lado: que si el Real Decreto invade las competencias autonómicas o supone una intolerable recentralización con la excusa de la pandemia. En medio de la crisis sanitaria, nacionalistas vascos y catalanes han hablado sin rebozo de un 155 encubierto. Según filtraciones, los ministros de Unidas Podemos pusieron en cuestión su aplicación a Cataluña y País Vasco. Y Torra, que sigue con su idea fija de aislar Cataluña, se negó a firmar el comunicado conjunto de todos los presidentes autonómicos. No hace falta haber leído a Carl Schmitt para comprender que un Estado que no pudiera declarar el estado de excepción, en este caso de alarma, en una parte de su territorio no podría ser tomado como tal.
Alerta sanitaria
En cambio, apenas ha llamado la atención el hecho de que las autoridades autonómicas puedan imponer limitaciones a la libertad de movimiento de los ciudadanos. La Generalitat catalana lo hizo la semana pasada en Igualada, como hemos visto en las noticias. Por su parte, el lehendakari Urkullu, activó el 13 de marzo ‘la declaración de alerta sanitaria’ en la comunidad autónoma. Eso significa, de acuerdo con la ley vasca de gestión de emergencias, que el ejecutivo autonómico puede ordenar medidas de confinamiento a los ciudadanos si lo considera necesario.
Si vamos a la Constitución, el derecho a circular libremente por todo el territorio nacional queda recogido en su artículo 19. En el 55, que se ocupa de la suspensión de los derechos y libertades, se especifica que tal derecho sólo podrá ser suspendido con carácter general con la declaración del estado de excepción o de sitio. Es en la ley orgánica 4/1981 por la que se regulan los estados de alarma, excepción y sitio donde se dice que con el primero se podrá ‘limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos’.
De eso se asombraba recientemente Ruiz Soroa: a ver si a este paso, añadía con sorna, hasta el alcalde de mi pueblo puede limitar derechos fundamentales
Estamos hablando, por tanto, de un derecho fundamental, un aspecto esencial de la libertad individual. Como tal, está protegido constitucionalmente y sólo puede ser suspendido o limitado por el Gobierno de la nación a través de la declaración de los mencionados estados de alarma, excepción y sitio, es decir, mediante un procedimiento fijado en la Constitución y sometido a control parlamentario. Ahora bien, en tal caso habría que preguntarse cómo puede estar sujeto a lo que dispongan las autoridades autonómicas correspondientes. De eso se asombraba recientemente Ruiz Soroa: a ver si a este paso, añadía con sorna, hasta el alcalde de mi pueblo puede limitar derechos fundamentales. En medio de la actual pandemia no es la cuestión más acuciante, pero quizá debería ser motivo de reflexión cuando pase.
Praemeditatio malorum. Sufren más el infortunio quienes sólo esperan cosas buenas de la fortuna, decía Séneca. Por eso los estoicos aconsejaban que nos ejercitáramos imaginando los males que podrían sucedernos. De no poder evitarlos, y muchos son inevitables, como la enfermedad y la muerte, nos prepararíamos así para recibirlos con el temple adecuado. Puede parecer un ejercicio un tanto fúnebre, como corresponde a la imagen popular del sabio estoico, pero así perderíamos de vista el sentido del ejercicio. Al anticipar la pérdida, nos damos cuenta de que las cosas buenas de la vida, empezando por nuestros seres queridos, sólo nos pertenecen como un préstamo de la fortuna, que decían los antiguos. Pero esa conciencia más aguda de la contingencia de la vida, o de la fragilidad de lo bueno, sirve para realzar su valor, en lugar de darlo por sentado, y acrecentar su disfrute.
No parece mal ejercicio ahora que disponemos de mucho tiempo para estar a solas, o al menos confinados en nuestras casas. Podría decirse que la realidad nos invita a ello, como un ejercicio de simulación a gran escala que intensifica el sentimiento de precariedad, tanto personal como social. Tantas actividades cuyo valor dábamos por seguro, o teníamos por triviales, como salir a pasear, ir al cine o ver a los amigos, ahora están vedadas. Acabaremos por echar de menos nuestras obligaciones y rutinas, si no lo hacemos ya. Eso sí, siempre podemos leer a los clásicos sobre la vida buena, los vaivenes de la fortuna y la fragilidad de lo humano.
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