La rápida expansión del virus SARS-CoV-2 ha llevado a muchos gobiernos a decretar confinamientos de la población, fuertes restricciones que impiden abandonar la propia vivienda salvo en casos muy determinados. La medida se ha hecho necesaria para frenar la pandemia, o al menos ralentizarla, pero podría resultar poco efectiva si no se llevan a cabo todas las acciones necesarias para evitar un fuerte contagio en los hospitales. Además, una combinación de confinamiento de los enfermos leves e intensa transmisión hospitalaria podría transformar inadvertidamente los procesos de selección natural de los virus, favoreciendo su transformación hacia variantes más letales.
En Evolution of Infectious Disease, Paul Ewald sostiene que las cepas de patógenos (virus, bacterias, etc.) evolucionan mediante un proceso de selección darwiniana. Los virus mutan, se transforman de manera aleatoria, surgen diferentes cepas, unas más agresivas y otras menos. Compiten entre ellas y finalmente tiende a implantarse, a dominar, aquella que se adapta mejor a su entorno, la que posee cualidades favorables a su propagación. Pero la acción humana puede cambiar estos entornos y, con ellos, las cualidades óptimas que permiten a las cepas prosperar.
En el caso de las enfermedades que se transmiten de persona a persona, ¿qué cepa de virus se propagará, una más agresiva, que produce síntomas más intensos u otra menos agresiva, que genera síntomas más leves? Depende de cuál logre un mayor número de contagios, una mayor interacción del infectado con otros sujetos. Dominará aquella cepa cuyos síntomas favorezcan un comportamiento individual o social más propenso a su transmisión, al contagio a otras personas.
Quien contrae un patógeno menos agresivo experimenta síntomas leves y continúa con su vida cotidiana, acudiendo al trabajo, manteniendo un nivel de contagio más elevado
Tomemos el caso de la gripe, o el resfriado. En circunstancias normales y cotidianas, quien contrae un virus de una cepa más agresiva sufre síntomas más intensos, malestar notorio, fiebre más elevada: tiende a quedarse en casa, incluso en la cama, disminuyendo su contacto con los demás. Debido a su virulencia, esa cepa ha reducido sus posibilidades de contagiar, de prosperar. Por el contrario, quien contrae un patógeno menos agresivo experimenta síntomas leves y continúa con su vida cotidiana, acudiendo al trabajo, relacionándose con amigos, manteniendo un nivel de contagio más elevado que en el caso de contraer la más virulenta.
Así, en un entorno normal, las cepas menos agresivas de enfermedad respiratoria poseen mayor probabilidad de contagio y dominarían a la larga sobre las más virulentas. Esto no significa que la variedad más leve no pueda causar la muerte a algunas personas vulnerables; pero la más virulenta sería bastante peor.
La gripe de 1918
Sin embargo hay casos excepcionales en los que las circunstancias sociales cambian, los mecanismo se invierten y comienzan a ofrecer ventaja a las variedades que generan síntomas y trastornos más intensos. Paul Ewald utiliza esta teoría evolutiva para explicar la mortífera pandemia de gripe de 1918, señalando la causa excepcional que revirtió temporalmente proceso de selección favoreciendo la propagación de cepas más agresivas del virus: la Primera Guerra Mundial.
La Gran Guerra (1914-1918) concentró en las trincheras a cientos de miles de soldados hacinados en pequeños espacios, un entorno muy favorable a la transmisión de enfermedades contagiosas, entre ellas la gripe. Decenas de miles contraían la enfermedad en un entorno aislado del resto de la población pero curiosamente, aquí la selección del virus se revertía con respecto a la que imperaba en la vida cotidiana. Los soldados que resultaban infectados por una cepa menos agresiva experimentaban síntomas leves y continuaban en la trinchera, aislados, sin poder contagiarla al resto de la población. Tan solo eran evacuados los afectados por los virus más agresivos, los que mostraban síntomas muy intensos. Así, en los masificados hospitales de campaña eran esas cepas más virulentas las que se transmitían al personal sanitario y, de ahí, al resto de la población.
Por supuesto, no sólo eran evacuados los soldados que contraían las cepas más agresivas de gripe, también los más vulnerables, quienes poseían un sistema inmunológico más debilitado. Pero el proceso selectivo conducía a que la agresividad de los virus que salían de la trincheras hacia la retaguardia, hacia la población civil, fuera, en promedio, superior a la de los virus que se quedaban.
El frente de batalla se había convertido en una especie de laboratorio en el que todos los virus de gripe campaban a sus anchas pero donde se seleccionaba preferentemente las cepas más peligrosas para contagiarlas al resto de la población. La gripe azotó en 1918 con una virulencia extraordinaria, regresando a su tónica normal dos años después.
El colapso del sistema
Un razonamiento similar puede aplicarse al confinamiento en los domicilios aplicado en algunos países, entre ellos España, para intentar atajar la epidemia de Covid-19. Quizá porque la prevención llegó tarde, el proceso de contagio quedó fuera de control, obligando a las autoridades a restringir el movimiento de personas. El objetivo de corto plazo no era ya detener la epidemia sino intentar paliar el desbordamiento o colapso del sistema sanitario.
Pero, al igual que en la Primera Guerra Mundial, y de forma no intencionada, esta medida puede cambiar de nuevo el entorno, el proceso de selección del virus. Quienes contraigan cepas con síntomas más leves deben permanecer aislados en su casa, con muy pocas posibilidades de contagiar a nadie, mientras que los que desarrollen formas más graves serán trasladados a los centros sanitarios. Ahora bien, si existe un apreciable contagio hospitalario, van a ser los evacuados de su casa, los que experimentan síntomas más intensos quienes transmitirán el virus con mayor probabilidad. Este nuevo entorno favorece otra vez a las cepas más agresivas.
La inexorable ley de la probabilidad conduce a que las cepas presentes en los hospitales sean más agresivas, en promedio, que las que se quedan en casa
La transmisión hospitalaria se convierte así en el eslabón perverso del sistema de confinamiento, en el mecanismo que podría agravar la enfermedad. Y en España parece una vía muy intensa ya que, según cifras oficiales, el 12% de los contagiados por Covid-19 son trabajadores sanitarios, un colectivo que no llegará al 2% de la población total. Es una señal de la falta de medios eficaces para prevenir los contagios en los centros sanitarios.
Al igual que en la Gran Guerra, ocuparían ahora las camas de los hospitales personas vulnerables, con menos defensas, pero también aquellos que hayan contraído variedades más peligrosas del virus. Si el SARS-CoV-2 muta, y parece demostrado que lo hace con frecuencia, al seleccionar a los enfermos por la gravedad de los síntomas, la inexorable ley de la probabilidad conduce a que las cepas presentes en los hospitales sean más agresivas, en promedio, que las que se quedan en casa. De hecho, en circunstancias normales, los hospitales constituyen ya de por sí hábitats donde se concentran patógenos muy dañinos y resistentes.
Evitar la transmisión hospitalaria
¿Tendrán los países que sufren un fuerte contagio hospitalario una tasa de mortalidad más alta? Todavía no existe una respuesta. Sin embargo, si aceptamos que las diferentes cepas de virus compiten entre sí por propagarse más rápido, debemos evitar las circunstancias que favorecen el dominio de las más agresivas. El confinamiento es capaz de reducir la transmisión, a costa de causar un enorme quebranto económico en empleo, producción, ingresos, quiebra de empresas. Pero resulta mucho menos efectivo si solo sustituye contagio cotidiano por una transmisión hospitalaria de unos patógenos aun más virulentos. Por ello, no deben escatimarse esfuerzos para dotar a los hospitales de todos los medios necesarios, de todos los sistemas de contención posibles para evitar los contagios.
Hay motivos para la precaución... pero nunca para el pánico. Los efectos de esta pandemia no serán comparables, ni mucho menos, a los causados por la gripe de 1918. Pero, si no se elimina o se reduce al mínimo el contagio hospitalario, si no se dedican todos los recursos posibles a evitarlo, no sólo se estará poniendo en peligro a unos trabajadores sanitarios que se esfuerzan como nadie para paliar esta crisis: también aumentará el riesgo para toda la población.
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