Opinión

La porrusalda

El Congreso se ha convertido en un entrevero de Sálvame y uno de esos concursos televisivos de cocina

El portavoz del PNV, Aitor Esteban, subió el miércoles a la tribuna del Congreso de los Diputados y dijo que aquel debate parecía más bien una porrusalda. Aclaró: un guiso que teóricamente se hace a base de puerros pero al que, en realidad, cada uno le pone lo que le da la gana. El diputado canario Pedro Quevedo estuvo de acuerdo en el concepto, pero no en el plato: para él, aquella sesión se parecía más bien a un potaje canario.

Grandísima suerte tuvimos de que no se levantasen los diputados de León a defender, airados, la preeminencia del cocido maragato, los de Madrid el cocido madrileño, los valencianos la paella, los andaluces el gazpacho, los asturianos el pote de su tierra, los gallegos su caldo y por ahí seguido hasta mentarse a las respectivas y autonómicas madres. Pudo pasar. Porque todos esos platos, y unos cuantos más, se basan en un mismo principio filosófico, que es el eclecticismo, o religioso, que es el ecumenismo: sale usted al corral o a la huerta, agarra todo lo que encuentra, lo mete en una olla con agua, aceite y sal, lo pone al fuego (a veces ni siquiera eso) y lo deja discutir durante un tiempo variable. Luego se lo come. Con cuidado porque el asunto puede resultar indigesto.

Pues así fue el debate del Congreso, que teóricamente estaba dedicado a analizar lo que ha sucedido en las últimas cumbres europeas y cómo va lo del estado de alarma, si es que va. ¿Hablaron sus señorías de todo eso, que no es poco? Hombre, puede ser. Quizá algo, aquí y allá, a ratos perdidos. Pero hace muchos años que sus señorías, sean del partido que sean, utilizan los debates en la Cámara Legislativa para lo mismo que otros golfos usan el plató de Sálvame: para chillar y ponerse verdes. ¿A cuento de qué? Pues eso, en realidad, da igual. Da lo mismo el estado de alarma que los pelos alborotados de Lidia Lozano. Lo importante es la gresca.

Las formas son las mismas. Los asuntos de los que se habla quizá no, pero ¿a quién le importa eso? Nadie escucha a nadie, para qué. Lo que cuenta es la audiencia

¿Y por qué hacen eso? Pues porque está la tele. Alguien cometió hace muchos años el funesto error de retransmitir en directo, por televisión, los debates parlamentarios. Esa tremenda equivocación ha hecho que, a la vuelta de unas pocas décadas, ya dé lo mismo escuchar a Pablo Casado que a Belén Esteban, al Rufián que a Coto Matamoros o a Sánchez que a Jorge Javier Vázquez. Las formas son las mismas. Los asuntos de los que se habla quizá no, pero ¿a quién le importa eso? Nadie escucha a nadie, para qué. Lo que cuenta es la audiencia (los posibles votos, en el caso de los diputados) y todos parecen convencidos de que la forma de aumentar eso es la zalagarda: “Pendencia, regularmente fingida, de palos y cuchilladas, en que hay mucha bulla, voces y estruendo”, dice bellísimamente el Diccionario de la Real Academia.

Bolivarianos y marcianos

El asunto acabó… pues como siempre. Santiago Abascal, que parece que ya se va recuperando de la paliza que se llevó en su moción de censura contra Sánch… (perdón), contra Casado, recriminaba al presidente que tuviese el atrevimiento de hablar con las manos en los bolsillos, gesto muy censurado por los padres jesuitas de hace cincuenta años porque los niños colocábamos la mano muy cerca de do más pecado había. Rufián replicaba que quien tenía la mano en el bolsillo mientras decía aquello era él, Abascal. Casado trataba de enardecer a su hueste (muy fácilmente enardecible, como sabemos bien) acusando a Sánchez de poner obstáculos a la celebración de la Navidad, “¡que es el nacimiento de Jesús!”. Sánchez subió a la tribuna para, entre risotadas generales, felicitarle la Navidad al señor Casado. Una señora de Bildu aprovechó para vitorear a no sé qué república y a no sé qué derechos vilmente conculcados. Unos y otros hablaban de golpismo, de ETA, de Joe Biden y de los marcianos (esto es literal: se habló de los marcianos). Espinosa de los Monteros y Sánchez se hicieron mutuamente burla por sus respectivos latiguillos y frases hechas: que si bolivarianos, que si plurinacionales, que si judeomasones (hombre, ¡faltábamos los masones en la porrusalda!) y la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, convertida muy a su pesar en la señora maestra de aquella aula de preadolescentes, se tuvo que hartar:

–¿Tengo que recordarles que estamos en la sede del Poder Legislativo?

Pues sí, claro que tenía que recordárselo, porque los chicos se estaban divirtiendo como quien huele ya las vacaciones de Navidad: no atendían, canturreaban a coro (“te-le-diarioo, te-le-diarioo”), enredaban, soltaban risotadas, se levantaban y se sentaban, hacían chistes y no paraban de hablar, que ya recordarán ustedes que eso era lo que más molestaba a los profesores de hace medio siglo: “¡Fernández Olmedilla! ¡De pie y al rincón, de cara a la pared, por hablar en clase! ¡Vamos, hombre, habrase visto!”.

Ahí todos los partidos, sin excepción conocida, se comportan igual que muchos grandes industriales y financieros con el cambio climático: sí, es verdad, algo habría que hacer porque eso es un peligro

El Congreso, pues, se ha convertido en un entrevero de Sálvame y de esos programas televisivos de cocina en los que los concursantes se ríen y hacen el ganso mientras guisan la porrusalda.

¿Que eso cabrea a la gente y le hace perder no ya la fe, sino el respeto por el sistema parlamentario, por la democracia? Pues claro que sí. Pero ahí todos los partidos, sin excepción conocida, se comportan igual que muchos grandes industriales y financieros con el cambio climático: sí, es verdad, algo habría que hacer porque eso es un peligro… pero no inminente. No va a pasar esta semana, ¿verdad? Lo de El día de mañana era una película nada más. Todavía tenemos mucho tiempo de hacer el bestia y trincar (dinero, votos, poder, lo que sea) antes de que haya motivos serios de alarma.

Pues no es así. Ya hay motivos de alarma más que serios y numerosos. Como el cambio climático, el descrédito del sistema parlamentario ya está aquí, es un hecho. A día de hoy hay como mínimo 52 diputados (repito: como mínimo) democráticamente elegidos que no creen en ese sistema y que estarían muy contentos si se viniese abajo, si entrase un día en la Cámara alguien que anunciase la inminente visita de una autoridad “por supuesto, militar”, recuerde el alma dormida. Ese, el desprestigio de la democracia parlamentaria y el crecimiento de los populismos (de todos), es el principal problema que tiene nuestro país ahora mismo, mucho más grave que la pandemia o el secesionismo o el gravísimo (pero será breve) hundimiento económico. Eso es lo que nos puede convertir en un Estado fallido, como vaticinaba hace bien pocas semanas Fernando Jáuregui. Pasó en Alemania, pasó en Italia, pasó en España hace noventa años. Ha podido pasar, ha estado a punto, hace unas semanas en EEUU. Está pasando también en el Reino Unido. Lo mismo. La porrusalda, pues, está envenenada. Y no nos damos cuenta o no lo queremos ver. Seguimos riéndonos de las chacotadas que sueltan los diputados… no para la democracia sino para la tele.

Mover las fichas para Vox

Cuando Pedro Arriola, contratado primero por Aznar y luego por Rajoy para diseñar la estrategia del PP, favoreció cuanto pudo la consolidación de Podemos porque eso arruinaría al PSOE, acertaba, pero estaba jugando con fuego. Ahora Iván Redondo, contratado por Sánchez para diseñar la estrategia del PSOE, mueve sus fichas para que Vox siga creciendo, porque eso debilitará al PP y lo empujará aún más a la derecha, y así el centro quedará libre para los socialistas. También acierta, pero también eso es jugar con fuego.

Lo peligroso del asunto es que quienes juegan con fuego son ellos, pero quienes nos quemamos somos nosotros, los ciudadanos. La porrusalda parlamentaria atufa ya a chamusquina. Cada vez más.

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