Qué vergüenza ajena cada miércoles en el Congreso. Qué clase política nos ha tocado en suerte. Qué mala pata que sean éstos los que nos tienen que sacar de la crisis. Qué concurso de mal gusto, qué manera de arrojarse mierda a la cara. Ésta es la política de hoy en España.
No importa lo importante: ni los ciudadanos ni la empresas ni el tejido productivo y social de este país. Ni los que sufren el goteo de muertes y contagios, ni los que no tienen un euro para sobrevivir. Claro que fueron mencionados en el enésimo debate de pésimo nivel, faltaría mas, pero sólo como arma arrojadiza. Es la desesperanza que cae a plomo sobre nuestras vidas cuando escuchamos a los líderes políticos -gobierno y oposición, con escasas excepciones- en sesiones como la de este miércoles.
Qué sentido tienen las llamadas al diálogo. Para qué las apelaciones a la unidad ante los atónitos ojos de la élite del Ibex, las puestas en escena grandilocuentes, las coberturas mediáticas almibaradas, si a la primera de cambio se queman todos los puentes. Tierra quemada entre los principales partidos de este país. Un combate de boxeo estúpido con el votante hastiado -solo somos eso: votantes- como espectador.
Pedro Sánchez quiso lucir el traje de sumo sacerdote de la recuperación, pero al Kennedy de Tetuán le han durado poco las buenas intenciones. Pablo Casado, siempre una marcha por detrás, preguntó por los recortes, por la gestión de la pandemia ("¿Puede dormir tranquilo?), sus coqueteos presupuestarios con Bildu ("¿pedirá perdón a las víctimas?"), por si ligará su destino a Iglesias si éste resulta finalmente imputado. Las preguntas de siempre, en suma. Con el tono de siempre, buscando la bronca. Hay en España un problema de Gobierno, pero lo peor es que también hay un serio problema de oposición. Y si bajamos al barro de los presidentes autonómicos, el panorama también es desolador.
Así que Sánchez encontró en las últimas revelaciones de la operación Kitchen la excusa perfecta para lanzar sus baterías contra Casado, afear la corrupción del PP y volver a situarle fuera de la Constitución. Contra el pasado corrupto se vive mejor. "Los únicos recortes que necesita la política en España, es recortar la corrupción del Partido Popular". Demasiado fácil. Rescató la Gürtel, como antes Casado recordó los ERE de los socialistas. La España de 2020 con debates de hace una década. Pero lo relevante y llamativo de la sesión es que el siempre frío Sánchez elevó el tono de la bronca para transmitir que no hay diálogo posible con los bárbaros, que pase lo que pase, ellos tienen la culpa.
En el segundo asalto del presidente se pasó del borde mismo del insulto al tono solícito, calmado, constructivo, con Laura Borrás, esa diputada independentista que, ella sí, puede ser necesaria para seguir adelante con el proyecto político, cualquiera que éste sea, del Gobierno de coalición. Dos Sánchez en uno: del mastín ladrador a un cuentacuentos infantil. Un cambio de registro sólo al alcance de los privilegiados.
Y hablando de tonos. Llegó Arrimadas y se topó con ese presidente pastueño que nada tenía que ver la misma persona, en el mismo lugar, que clavó a Ciudadanos con una chincheta en la foto de Colón. "Le agradezco que haga el esfuerzo por superar esa dinámica de bloques", le dijo esta vez. Pero no era una Inés Arrimadas distinta a la pasada semana. Era la misma líder de Ciudadanos con idéntica posición política. Lo que varió en siete días, toda vez que seguimos en tiempo de negociaciones presupuestarias, fue la posición del increíble presidente cambiante.
Para qué perderse más allá en la sesión de control. Todas son iguales. Descorazonadoras. Calvo e iglesias encuentran blanco fácil en Vox, de manera que todo transcurre cuesta abajo y cómodo. Así será mientras la ultraderecha esté donde está. Todo a gritos. A mala mala leche. A la búsqueda del eslogan barato. Las sesiones de control como un estéril diálogo de besugos. Bien pensado, ojalá fuera así. Los besugos, al menos, son inofensivos.
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