Murió Alfredo Pérez Rubalcaba y el Congreso se llenó de gente cabal. 8.000 personas dicen que pasaron. Es de suponer que la mayoría de quienes acudieron a despedirle al salón de los pasos perdidos fueron en algún momento simpatizantes del líder socialista fallecido, pero también debió haber muchos que no, que no acudieron por afinidad ideológica sino ciudadana, como la que confesó el mismo Rajoy en ese artículo de despedida tan sentido. No fue el único; otros líderes políticos ajenos al PSOE lo homenajearon también.
Entre los ciudadanos que aplaudieron al grito de ¡Viva España! mientras policías y guardias civiles sacaban el féretro por la Puerta de los Leones habría también de todo, pero una cosa unía a todos aquellos miles de personas que se acercaron al edificio del Congreso y a muchos que no lo hicieron: su condición de ciudadanos respetuosos con las personas que merecen reconocimiento porque se lo han ganado a lo largo de su vida y de su carrera política.
Aquellas personas que rodearon pacíficamente el Congreso y accedieron a él son solo una pequeñísima muestra de todos los ciudadanos sensatos que son inmensa mayoría en toda España. Un país plagado de gente razonable, respetuosa y seria, que aprecia las instituciones y que reconoce el valor de quienes las dirigen de forma íntegra, incluso aunque no piensen políticamente como ellos.
La imagen de esa España cabal que rodeó el Congreso el pasado fin de semana, debiera servir para que los dirigentes actuales recuperen como valor de la política el respeto al adversario
Terminada una campaña electoral llena de exageraciones, mentiras, descalificaciones e insultos, con mensajes que parecían dirigidos a votantes no ya desinformados sino directamente idiotas, y comenzada otra campaña que mejor sería que tomase diferente derrotero, la presencia física en la Carrera de San Jerónimo de miles de personas normales, que se tomaron la molestia de acudir a despedir a un político duro pero honesto, demuestra que hay una España ciudadana que está muy por encima de lo que los creadores de consignas y argumentarios piensan. Es gente que puede que no levante la voz en medio de la algarabía cotidiana de la política, pero cuya urbanidad y patriotismo cívico se expresa cuando se molesta en pasar unas horas en la cola para expresar respeto a alguien a quien tal vez nunca votó.
La discreción habitual de esa mayoría de ciudadanos no debería confundirse nunca con incompetencia y menos aún con aquiescencia hacia el exabrupto o la mentira. Ver aquella cola del pasado fin de semana debería animar a los políticos a atender a ese segmento de votantes que abarca toda condición ideológica, seguramente exigentes, a los que se les puede decir lo que les gustaría oír pero también lo que no les gusta, siempre que se haga con argumentos y no se trate de infantilizarlos con consignas facilonas.
Este botón de muestra de la España cabal que vimos el fin de semana debería servir para animar a los políticos actuales a que busquen en su lado oculto, el que no les dejan enseñar, al político razonable que seguramente esconden detrás de actor cómico que sacan cada día de campaña a menudo con tan poca gracia. Que no tengan miedo de hablar con el contrario, que esa España no les llamará ni cobardes ni vendidos, sino que apreciará su esfuerzo y lo aplaudirá. Saquen ese otro protagonista que mantienen en la sombra, que seguro que es más interesante que el que muestran cada día y que no duden de que tendrá su público y su recompensa.
Cuando Rubalcaba dijo en 2014, al ver los elogios que recibía por retirarse, que los españoles enterramos muy bien, no podía imaginar lo atinado de aquellas palabras. Aunque en su momento lo dijo con sorna, no cabe duda de que en los actos de homenaje a su persona ganó por goleada la sinceridad, al menos entre las personas del común que llenaron el Congreso y sus alrededores.
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