El 18 de noviembre de 1976, las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política, un proyecto ideado por Adolfo Suárez para darle cauce a la transición hacia la democracia. Aquello supuso el inicio del fin de la dictadura, un auténtico 'harakiri' en donde una mayoría de procuradores aceptaron votar en contra de sus teóricos intereses.
Salvando las distancias, la votación de este jueves en el Congreso de los Diputados tiene un aire similar a aquella maniobra de suicidio voluntario. Una mayoría de parlamentarios, elegidos democráticamente para representar al Legislativo, han decidido renunciar a su legítimo poder y entregárselo al Ejecutivo durante los próximos seis meses, confirmando la que sin duda es una de las mayores anomalías democráticas desde el fin de la dictadura.
El Congreso de los Diputados, al que la Constitución española confiere el poder para renovar quincenalmente el estado de alarma decretado por el Gobierno, ha aceptado sumisamente perder esa competencia y dar un cheque en blanco a Pedro Sánchez, quien durante los próximos meses podrá hacer y deshacer esquivando el control del Parlamento. Como gran cesión al resto de grupos, Sánchez ha transigido con acudir a las Cortes cada dos meses para informar de la evolución de la pandemia, pero sin que en ningún caso pueda reclamársele la finalización del estado de alarma.
Esa competencia, la de poner fin a esta innoble renuncia, a esta aberración constitucional a partir de hoy recaerá exclusivamente en el Ejecutivo. Y el hecho de que este haya comprometido su palabra (sic) con actuar en el futuro de acuerdo a la opinión de los “expertos", en el marco del Consejo Interterritorial, no deja de ser una nueva maniobra destinada a soslayar llegado el caso la propia responsabilidad, además de suponer un desprecio suplementario al Congreso, al que se ningunea en favor de un órgano de rango inferior.
Soberano desprecio
Por si todo ello fuera poco, resulta que el presidente del Gobierno ha demostrado este jueves un soberano desprecio a los españoles al no querer defender en la tribuna de oradores la medida más excepcional aprobada en 45 años de democracia. Y, para colmo, ha tenido el cuajo de ausentarse del pleno en cuanto ha terminado de hablar su ministro de Sanidad, sin quedarse a escuchar los argumentos de la oposición. Como ha recordado algún orador, sólo ha faltado que Carmen Calvo colocara su bolso sobre el escaño de Sánchez para completar la misma escena vergonzosa que vivimos durante la fatídica moción de censura de 2018.
Con la experiencia del pasado estado de alarma, donde el Ejecutivo actuó con arbitrariedad, cerró el portal de transparencia, dificultó la labor de los periodistas y adjudicó sin concurso público millones de euros, no parece sensato concederle el beneficio de la duda.
Si Sánchez fuera un presidente normal, seguramente algunos no tendrían mayor problema en entregar semejante poder a su Gobierno en aras de preservar la salud de los ciudadanos. Sin embargo, con la experiencia reciente del pasado estado de alarma, donde el Ejecutivo actuó con arbitrariedad, redujo a su mínima expresión la actividad parlamentaria, cerró el portal de transparencia, dificultó la labor de los periodistas y adjudicó sin concurso público millones de euros en contratos a dedo con total opacidad, no parece sensato concederle el beneficio de la duda.
Además, la terrible realidad de la pandemia no debe hacernos caer en la trampa de que todo tiene justificación con tal de luchar contra el coronavirus. Este no es un debate donde haya que elegir entre salud y democracia, como algunos proclaman desde sus cómodas tribunas. Las reglas de un Estado de Derecho son sagradas y lo que acaba de hacer el Congreso es renunciar voluntariamente a su papel constitucional. Los diputados que lo han apoyado serán cómplices de todo lo que ocurra a partir de ahora.
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