Opinión

El jinete polaco

Reescribir las leyes y querer usarlas al antojo de quien gobierna es el más rápido y peligroso de todos los senderos, el camino de cabras que se impone sobre las autovías ciudadanas

Antonio Muñoz Molina tenía 35 años cuando ganó el premio Planeta en 1991 con su novela El jinete polaco. En aquellas páginas, el escritor pretendió lo que Faulkner y Rulfo: levantar una región de la metáfora. Lo hizo en el pueblo andaluz de Mágina, un lugar imaginario en el que un hombre recompone la historia de cuatro generaciones de su familia.

Acuden ante el lector el bisabuelo, que estuvo en Cuba a finales del XIX; el abuelo, que acabó en un campo de concentración tras el fin de la Guerra Civil española, y también sus padres, una pareja de campesinos que trabajó una tierra arrasada. El mundo de Manuel Moreno nada tiene que ver con el de su familia. Ellos nunca tuvieron agua caliente, electricidad o estudios. Él sí.

Muñoz Molina no desarrolla la saga de una familia, ni siquiera la de un pueblo andaluz, sino la de un país que se transformó. Para el narrador el progreso no pasa por los surcos de labranza, sino por los de la memoria. En El jinete polaco, Muñoz Molina procuró lo que los novelistas: crear una historia universal desde lo individual. De ahí que a este pueblo inventado podamos acudir todos para hacer nuestras propias pesquisas.

Si el lenguaje fue el gran protagonista de aquella historia, hoy también. En la novela nacional que se perpetra cada miércoles en el Parlamento, las palabras existen ya no para relatar la construcción de una nación, sino para propiciar su demolición, una pirotecnia chusca acometida con la más barata y efectiva de todas las granadas: las palabras. Ellas preceden a la demolición del mundo que pretenden falsear.

En la novela nacional, el lenguaje, las formas lo presiden todo: anticipan la demolición del mundo que pretenden falsear

Para quienes no echan en falta el equilibrio de poderes (cuando nacieron ya existía), para los que crecieron en un tiempo donde se dio por sentada la independencia de la Justicia y la transparencia institucional, las alharacas y grescas como las de los últimos seis meses parecen sólo confusión y confrontación. Se equivocan: se trata del ruido y la furia que antecede a los mundos que languidecen.

Renunciar a gobernar no es lo mismo que destruir, y aunque lo primero podría desembocar en lo segundo, las formas importan. Acosar y sitiar al adversario; declinar al deber de representar a quienes disienten; reescribir las leyes y querer usarlas al antojo de quien gobierna es el más rápido y peligroso de todos los senderos, el camino de cabras que se impone sobre las autovías. 

No pinta bien la comparación de España con las ex repúblicas soviéticas. Pero mucho peor es una advertencia expresa de la Unión Europea

Tanto la parálisis en la reforma del Poder Judicial y la maniobra del Gobierno para renovar el Consejo General del Poder Judicial taladran y prometen demolición. Se quejen o no los polacos y los húngaros (¡pero si en España hacen lo mismo!), poner y quitar jueces al antojo -incluso intentarlo- provoca una pobreza mucho peor que la ocasionaría la negativa de la Unión Europea para adjudicar sus ayudas económicas. No pinta bien la comparación de España con las ex repúblicas soviéticas. Pero mucho peor es una advertencia expresa de la Unión Europea para un asunto que no debería suscitarla. 

Los que gobiernan y los que adversan, a rebufo uno y en cerrazón otros, ignoran (o pretenden) sequías más severas que el cierre del grifo europeo. No basta la cabalgadura de contradicciones, el asedio o la incomparecencia. Todo se resume en la misma partitura: el ruido y la furia de los mundos en trance de desaparecer. Se apruebe o no la reforma, sea o no un mecanismo de presión, el resultado es el mismo: los cascotes del edificio estallando contra el suelo, el galope del jinete. Con o sin Polonia, la región de la metáfora se ha levantado en rebelión. España no ha cabalgado para llegar a esta recua entre el peronismo y el populismo. 

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