Opinión

Cumplir con la Constitución es garantizar la independencia judicial

El bien no requiere de límites o cortapisas, porque lo bueno es lo opuesto a lo malo y sólo este último debe ser embridado y sometido. Nadie, salvo los malhechores,

El bien no requiere de límites o cortapisas, porque lo bueno es lo opuesto a lo malo y sólo este último debe ser embridado y sometido. Nadie, salvo los malhechores, ponen impedimentos a la expansión e instauración de la bondad. Por eso la izquierda se ha empeñado desde sus orígenes en rodearse de un halo de superioridad moral que le permite identificar sus propuestas con las causas más virtuosas, eludiendo o cercenando los contrapesos que objetarían o impedirían su implementación, a cuyos valedores retratan ante la opinión pública poco menos que como malvados villanos que persiguen la consecución de objetivos abyectos.

El bien es la patente de corso que sirve a la izquierda para soslayar todo tipo de desmanes y tropelías, hasta muertes. En definitiva, lo enarbolan para justificar cualesquiera medios en la consecución de un noble fin. Por eso la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, se puede permitir prologar el Manifiesto Comunista de Karl Marx y venderlo como si hubiese hecho una reseña de “Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas”. O Pablo Iglesias ilustrar un mediocre artículo suyo con una pistola utilizada por los nazis en la que pueden leerse las siglas del PP y Vox. Lo que en otros sería apología de la violencia, el genocidio o el totalitarismo, en ellos se convierte en un alegato bienintencionado a favor de un mundo mejor. Hasta gozan de bula para pactar con los herederos del terrorismo etarra, porque aunque a usted le pudiera parecer que se trata de una claudicación, ellos le dirán que no, que se trata de una apuesta por la convivencia, la reconciliación y el diálogo. ¡Y quién le puede decir que no a eso!

Si esto lo dice un mandatario de derechas, tendríamos garantizados especiales en las tertulias televisivas durante días y nos ahogaríamos en papers de politólogos

La verdad es que ser de izquierdas se antoja tan fácil y sencillo que no entiendo cómo es posible que algunos nos resistamos a abrazar el lado bueno de las cosas. Hasta tal punto es así, que son los únicos que pueden poner en cuestión la existencia de un poder judicial independiente que se encargue de controlar que la actuación de los poderes públicos se ajusta a la legalidad sin que se les venga el estado abajo. Miren si no a Félix Bolaños, el nuevo ministro de Presidencia, que se atrevió a decir que en una democracia plena: “los jueces no pueden elegir a los jueces ni los políticos a los políticos, porque a todos nos eligen los ciudadanos, todos derivan del voto libre de 47 millones de ciudadanos”. Vamos, que el poder judicial sólo goza de legitimidad en la medida en la que sus miembros se sometan a los designios divinos del Ejecutivo, en su condición de ente imbuido del poder legitimador de las urnas. Si esto lo dice un mandatario de derechas, tendríamos garantizados especiales en las tertulias televisivas durante días y nos ahogaríamos en papers de politólogos que destacarían lo deeply concerned que están por la deriva totalitaria española.

Pero en boca de un líder socialista los tics totalitarios se transforman en “reflexiones para el debate”. Y es que levitan de pura virtud, porque sólo ellos tienen permitido plantear que el poder judicial sea un reflejo del resultado electoral o que los jueces actúen con arreglo al sano sentir popular sin que se les tilde de nazis. Y no queda otra que rebatirlos recordando aquello que sin duda ya saben: que el Consejo de Europa ha informado sobre la necesidad de cambiar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial para que sean los jueces quienes elijan a los doce vocales magistrados. Que en el mismo sentido se ha pronunciado también el Comisario europeo del ramo. O que en muchos países de la UE son los jueces los que eligen a los jueces y eso no pone en cuestión su Estado de derecho, sino al contrario.

La legitimidad popular

Por muy evidente que resulte toca volver a repetirlo: los votos del pueblo no son una carta en blanco para meter mano a las instituciones independientes, ni mucho menos intervenirlas en un evidente intento de alcanzar la ansiada impunidad. Recurrir al argumento de la legitimidad popular es tan aberrante como nauseabundo, sobre todo si, acto seguido, exiges a la oposición sentido de Estado.

Las declaraciones del tal Bolaños producen más vergüenza, si cabe, cuando tiramos de hemeroteca y escuchamos al Sánchez candidato prometiendo reformar el sistema de elección para profundizar en la independencia judicial. Poco le duró la cosa: fue entrar por la puerta de Moncloa y, ¡Magia Potagia!, no sólo se olvidó de todo lo prometido sino que actuó en sentido contrario: nombró Fiscal General a su ministra de Justicia para marcar como propio el territorio de la fiscalía, formalizó un proyecto para reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial de forma que su mayoría actual en el Congreso le garantizase nombrar a los vocales del Consejo sin tener que pactar con el PP y, quizá lo más vergonzante y bochornoso de todo, acusó al Tribunal Supremo de actuar movido por la venganza cuando condenó a los líderes del procés por los delitos de sedición y malversación. La verdadera cara de Sánchez, esa que considera que las instituciones del Estado deberían ser un mero instrumento al servicio de sus intereses, se mostró con toda su crudeza cuando acusó abiertamente al poder judicial de alterar la paz social para justificar unos indultos que lo mantienen en la poltrona. Tiene los mismos escrúpulos que vergüenza: ninguno, e hizo bien Lesmes en recordar este ignominioso episodio reciente en su discurso de ayer.

Acusar al PP de sedición

El poder judicial es la espinita que tiene clavada Pedro Sánchez, no sólo porque no le permite obrar a voluntad, sino porque la renovación de su órgano de gobierno le obliga a pactar con el PP cuando él ya creía que con su nuevo cordón sanitario a la derecha, confeccionado con los independentistas y los descendientes de los etarras, no tendría que mancharse las manos nunca más. Eso explica el intento de reformar la ley para cambiar el sistema de mayorías, pero dado que Europa le obligó a descartarlo, su disgusto por depender de los populares se ha materializado en una cruzada organizada por sus palmeros mediáticos: alguna jurista frustrada hasta ha acusado al PP de sedición, nada más y nada menos. Ya que no le queda otra que pactar, al menos que el acuerdo venga precedido de una campaña previa de desprestigio y humillación del rival.

Produce sonrojo escuchar a algunos cuando afirman que la oposición incumple la Constitución porque el CGPJ debe renovarse cada cinco años. Debo recordarles que nuestra Carta Magna también proclama la independencia judicial, algo que oportunamente olvidan en sus reproches a los populares. Tienen una oportunidad de oro para pactar la reforma del actual sistema de elección de los vocales, permitiendo que los jueces los elijan entre sus compañeros como propone el Partido Popular. No es obstruccionismo ni falta de sentido de Estado, sino todo lo contrario: se trata de anteponer los intereses de éste a los del partido. También es cierto que los antecedentes del rajoyismo al respecto lastran la credibilidad de Casado. Pero en unos tiempos pandémicos convulsos en los que la opinión pública está experimentando en sus carnes los sinsabores de la arbitrariedad del poder y ha adquirido conciencia de la importancia de la independencia judicial, el principal partido de la oposición debe dar esta batalla hasta el final.

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