Opinión

Constitucionalista de poble

Le gustaría no sentirse extranjero en su propia tierra, y que alguien con poder  lo defendiera, pero para defender algo hay que conocerlo primero, y nunca ha visto a un líder de esos partidos en la plaza de su pueblo

No vive en Barcelona, con las ventajas que el anonimato propio de las grandes ciudades presta al que se atreve a disentir del discurso imperante. Ni siquiera lo hace en Tarragona, ciudad amable a la que el Mediterráneo al que se asoma contagia cierta antigua tolerancia con el discrepante y en la que siempre ha habido un pequeño núcleo de constitucionalismo en el que refugiarse. Nuestro constitucionalista vive en Gerona o en Lérida, ciudades ásperas para el que defiende la unidad de España y en las que, por su tamaño mediano, empieza a ser más difícil ocultarse, o incluso en un pueblo aún más pequeño que puede estar en cualquier lugar de la geografía catalana: En las estribaciones del Pirineo, entre románico y bosques, en el secano de la Segarra o de las Garrigas, tierras de olivos y almendros, o junto al Ebro en su tramo final, cuando por su caudal parece más un río francés que español.

Puede ser un recién llegado de otras regiones o hijo de alguien que decidió hacer de Cataluña la tierra en la que nacieran y crecieran sus hijos. Incluso  puede tener veinte apellidos catalanes y estar profundamente arraigado en su tierra natal desde muchas generaciones. En todos los casos, algo en su actuación y en sus silencios los identificará como 'el otro', y ya no serán considerados como catalanes de verdad. Puede que hablen solo en castellano, y eso les alejará claramente del resto del pueblo, pero, aun si se comunican en catalán, no será considerado el catalán verdadero porque no lo usa para repetir las cuatro consignas de la nueva religión.

También advertirá a sus hijos de que no hablen de política ni cuenten en clase lo que oyen en casa, porque quedarían señalados

Nuestro amigo tendrá un pequeño negocio, o será maestro o empleado de otros, y tendrá mucho cuidado en no hablar más de la cuenta en su puesto de trabajo. No solo por él, sino por sus hijos, que yendo a la escuela local pueden sufrir las consecuencias adversas de la osadía de sus padres. También advertirá a sus hijos de que no hablen de política ni cuenten en clase lo que oyen en casa, porque quedarían señalados y correrían el riesgo de que  que ya no los inviten a las fiestas y actividades de los otros niños. Cuando vuelven a casa por la tarde, hojea humillado los libros escolares de historia en los que les enseñan a odiar todo aquello que en casa respetan y defienden, todo aquello que les define y les da su  identidad.

Pese a tanta prudencia, nuestro amigo no votó aquel maldito día en la urna que puso el cura párroco que hacía tiempo los expulsó de la Iglesia con sus homilías excluyentes y victimistas


Nuestro constitucionalista lo pasó muy mal durante los años que desembocaron en el referéndum del 1 de octubre, y se encerraba por las tardes con su familia en casa para que las manifestaciones y algaradas no los pillaran por la calle, que en los pueblos se sabe muy bien qué opina cada uno y podrían tener problemas con la juventud, que, auqnue muy buena, por supuesto, andaba, cómo decirlo, un poco exaltada. Pese a tanta prudencia, nuestro amigo no votó aquel maldito día en la urna que puso el cura párroco que hacía tiempo los expulsó de la Iglesia con sus homilías excluyentes y victimistas en las que no había sitio para ellos, y tenía muy claro que en el pueblo se hablaba de eso. Se le notaba en la expresión al panadero y al del kiosko, y aunque volvía a pedirles a sus hijos que no se manifestaran en el colegio, llegó tarde una vez más.

En clase, a pesar del silencio de sus críos, otro niño había dicho que ellos estaban en contra del referéndum porque sus papás también lo estaban. Incluso callados acaban siendo señalados. Pasó dos días muy amargos hasta que el Rey, en su discurso del 3 de octubre, le devolvió algo de esperanza, la suficiente para meter a la familia en el coche y llevarla a Barcelona cinco días después para participar en la gran manifestación en la que descubrieron que no estaban solos y en la que pudieron hacer ondear la bandera prohibida y sacada de un cajón, que de estar colgada en el balcón de su casa del pueblo habría destrozado sus vidas. Después llegaron las algaradas por las condenas de los golpistas y el señalamiento a la inversa del lacito amarillo.

Fueron años duros y tristes, de sentirse inferior y permanentemente discriminado. No importa que sea persona abierta de ideas, solo una palabra lo definía políticamente ante todos: Facha

Su pueblo se convirtió en una macabra sucesión de colgajos y miradas escrutadoras a las solapas vacías de nuestro hombre, que bajaba la cabeza y en su eterno silencio, se iba a trabajar porque no hay otra y tiene una familia a la que sacar adelante. Fueron años duros y tristes, de sentirse inferior y permanentemente discriminado. No importa que sea persona abierta de ideas, solo una palabra lo definía políticamente ante todos: Facha. También le llamaban colono y ñordo,  aunque nunca lo hacen a la cara, en los pueblos uno acaba enterándose de todo. No se atrevió a dar el paso de pedir el 25 por ciento de escolarización en español para sus hijos y ahora se alegra, porque esa sentencia no se ha cumplido y conoce otros padres que, tras dar el paso, pagan el precio del atrevimiento de la forma más cruel, en la felicidad de sus hijos.

Desde donde vive, en el Pirineo, en el secano o en tierras de agua, el AVE está lejos y Madrid más aún. Lo que oye por la radio en emisoras a las que solo puede acceder por internet no tiene nada que ver con su realidad, hablan de una Cataluña que él no conoce. Si no se pusiera tan nervioso llamaría a la emisora, piensa. Les contaría lo que es de verdad vivir aquí. Pero qué tonterías estoy pensando si yo no sé hablar en público. Ayer escuchó al presidente Sánchez decir que las rebajas en los delitos de sedición y malversación, esas que devolverán a la vida pública a todos los condenados por el golpe, están pensadas para conseguir la pacificación de Cataluña. Si por pacificación entienden la derrota total de los que aún se sienten españoles, es verdad que la han conseguido, piensa. La pacificación del sojuzgamiento, la pacificación del callado a la fuerza.

Nuestro hombre está cansado y tiene ganas de tirar la toalla y replegarse del todo a la vida privada, que son ya muchos años y muchos sinsabores

Al protagonista de nuestra historia le gustaría votar por algún partido no independentista en las elecciones municipales, tener un alcalde que al menos en eso pensara como él, pero en la mayoría de pueblos de Cataluña, esa opción no existe porque no se presentan. A nuestro constitucionalista le gustaría no sentirse extranjero en su propia tierra, y que alguien con poder  lo defendiera, pero para defender algo hay que conocerlo primero, y nunca ha visto a un lider de esos partidos en la plaza de su pueblo. A qué van a venir si no los vota nadie más que yo, reflexiona. Es normal que solo vayan a los salones del poder de Barcelona, pero qué bonito habría sido. Nuestro hombre está cansado y tiene ganas de tirar la toalla y replegarse del todo a la vida privada, que son ya muchos años y muchos sinsabores. Pero es que, me dice, ¿sabes lo que me pasa? Que a pesar de todo, España me tira mucho. Así que seguirá escuchando la radio, bajando la cabeza y resistiendo por dentro, como el mejor vasallo, si hubiera buen señor.

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