Ahora que ya han terminado las celebraciones del Día de la Constitución, y con las palabras del presidente Sánchez aún resonando -hay que cumplirla “de pe a pa”, dijo- es buen momento para reflexionar sobre uno de los conceptos más ambiguos y perniciosos que nos hemos dado entre todos: constitucionalismo.
La etiqueta ‘constitucionalista’ se ha empleado estos últimos años para agrupar a todos aquellos que se manifestaban en contra del nacionalismo militante, del golpe de Estado sin tanques, de los proyectos de disolución de la nación española, de la voluntad popular sin límites o de los abusos en el ejercicio del poder. Se ha empleado para agrupar tanto a los que estaban claramente en contra de todo esto como a los que jamás han perdido la oportunidad de situarse junto a quienes lo promueven y lo defienden activamente por parlamentos, tertulias y tribunas. Se ha empleado demasiado alegremente, se ha pensado que no era necesario definir los términos y se ha creído que la mera palabra podía configurar una realidad política y unos bloques que no existían. Así que, como en el chiste, es conveniente poner un poco de orden y gritar "organización", aunque sólo sea para evitar situaciones incómodas.
En principio podríamos decir que un constitucionalista es alguien que defiende la constitución. Pero ‘constitución’ puede referirse a dos realidades políticas distintas, aunque relacionadas, y uno de los problemas del concepto ‘constitucionalista’ es precisamente que no queda claro a cuál de esas dos realidades se adhiere.
Una democracia absoluta y sin límites no es sólo lo que más se parece a una dictadura, sino que es la dictadura perfecta"
En primer lugar, una constitución es una herramienta política que pretende establecer y hacer efectiva la separación de poderes y ciertos mecanismos de control al poder. En ese sentido es más un código para evitar las tentaciones despóticas de un ejecutivo o legislativo con demasiada pasión por lo suyo que un inventario de derechos y deberes materiales. Un Estado que se somete a una constitución es por lo tanto un Estado con una democracia limitada. Es importante entender esto último, y aún más importante repetirlo en público con cierta insistencia; una democracia absoluta y sin límites no es sólo lo que más se parece a una dictadura, sino que es la dictadura perfecta, porque no hay un tirano estereotípico -vociferante, autoritario, histriónico- portador de todos los males, sino que su lugar lo ocupa la gente, el pueblo o los partidos progresistas portadores de todos los bienes.
En segundo lugar existe la constitución en cuanto texto concreto que articula cuestiones formales como los mecanismos para su propia reforma y también los derechos y deberes materiales de todos los ciudadanos. En nuestro caso, la Constitución ordena derechos elementales como la asociación, la participación política o la libertad de expresión, pero introduce también consideraciones que van más allá de esos derechos básicos y que configuran un tipo concreto de Estado e incluso obligaciones pintorescas. En el preámbulo se establece que la nación española proclama la voluntad de proteger no sólo a todos los ciudadanos españoles, sino también “a los pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. El artículo 2 habla de la indisoluble unidad de la nación española, pero a la vez reconoce y garantiza “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”. El siguiente artículo designa al castellano como lengua oficial del Estado, pero al mismo tiempo recoge que “la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Y así hasta llegar a la primera de las Disposiciones Adicionales, que entra en escena poco después del artículo 155 tan apreciado por muchos constitucionalistas. Esta Disposición Adicional Primera, como sabemos, dice así: “La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”.
La sustitución de la ciudadanía española por diecisiete ciudadanías autonómicas no es una desviación respecto de aquel espíritu fundacional de la Transición, sino su culminación lógica
Como vemos, la palabra ‘constitución’ designa dos realidades distintas, y por lo tanto la palabra ‘constitucionalista’ designará al menos dos programas políticos distintos. El constitucionalista español es alguien que cree defender un marco legal común, un poder sometido a las leyes, una voluntad popular constreñida y unos procedimientos claros y rígidos para la reforma, pero al autodesignarse de ese modo está también defendiendo las excepcionalidades históricas, los privilegios, los derechos de los territorios y las protecciones especiales a lenguas y culturas. Por mucho que se lo repita mediante manifiestos y tribunas, la sustitución de la ciudadanía española por diecisiete ciudadanías autonómicas no es una desviación respecto de aquel espíritu fundacional de la Transición, sino su culminación lógica. Por decirlo de un modo más simple: el espíritu de nuestra Constitución, con su especial respeto y protección a las “distintas modalidades lingüísticas” de España, está más cerca de proteger a la turba institucional de Cataluña que a las familias que exigen poder estudiar en castellano.
Entre la ira y alegría tribal
Hay dos constitucionalismos en España. Uno es formal, el otro material; uno parte de la filosofía del derecho, el otro del derecho al privilegio; uno protege a los ciudadanos frente a los abusos de la democracia, el otro protege los abusos nacionalistas frente a las leyes. Uno de ellos está amenazado por un Gobierno claramente empeñado en defender que la separación de poderes es algo reaccionario, que los jueces son machistas, que la mitad del Congreso es franquista y que el progreso y la utopía justifican cualquier medida política sin importar cómo se establezca; el otro marcha, con la siempre peligrosa mezcla de ira y alegría tribal, hacia una escuela de Canet.
Comienza a plantearse ya, desde el Gobierno y el bloque de la moción de censura, una reforma constitucional para profundizar aún más en la disolución nacional y para llevar al siguiente nivel el experimento democrático de la voluntad popular sin límites. La pregunta es cómo responderá el autodenominado constitucionalismo español. Si se empeña en seguir defendiendo de manera absoluta e irreflexiva la Constitución en lugar de plantear una reforma alternativa en coherencia con los principios filosóficos del constitucionalismo formal y de la ciudadanía común, es probable que vengan tiempos aún peores.
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