Desde que se apagaron los últimos rescoldos del estallido social que metió fuego a Chile a finales de 2019 todo en aquel país transcurre a cámara lenta, una parsimonia acrecentada por la pandemia que ha dilatado todos los trámites previstos. A estas alturas ya debería estar lista o incluso promulgada la nueva constitución, pero tanto el plebiscito del año pasado como las elecciones para la convención constituyente se han retrasado. Éstas eran la última meta volante antes de la parte realmente importante, la redacción de la nueva constitución chilena que determinará el futuro político del país de aquí en adelante.
Con los resultados en la mano todo indica que el futuro de Chile pasa por la izquierda. Es irremediable no concluir eso con la correlación de fuerzas en la asamblea constituyente. Vamos por Chile, la coalición del presidente Piñera, consiguió por los pelos superar el 20% de los votos cuando las encuestas le daban casi el doble. El centroizquierda también se derrumbó, quedó tercero en número de escaños por debajo de una coalición de partidos arracimados en torno al influyente Partido Comunista de Chile que, junto al gran número de independientes que se presentaron, fue el verdadero triunfador de estas elecciones. Por resumirlo mucho, alrededor del 70% de los escaños de la Asamblea se han ido a partidos de izquierda e independientes, la mayor parte de los cuales son también de izquierda. Es razonable pensar que esta asamblea parirá un tipo de constitución muy concreta que alumbre un Chile algo distinto al actual.
La Bolsa de Santiago lo descontó desde el primer minuto apuntándose una pronunciada caída al tiempo que el peso chileno se depreciaba. Los inversores desconfían con razón. Los resultados de la coalición de Piñera fueron tan rematadamente malos que no tendrá escaños suficientes ni para asegurarse el veto sobre los artículos que le parezcan disparatados. La derecha asistirá en directo a cómo desmontan delante de sus narices lo que se ha dado en llamar modelo chileno desarrollado en los años ochenta y que ha colocado a Chile a la cabeza de Hispanoamérica en renta per cápita con una notable diferencia sobre todos los demás países. Si juzgásemos sólo por este indicador, Chile es hoy un país del primer mundo que podría sin demasiados problemas ingresar en la Unión Europea.
En los últimos cuarenta años la pobreza ha pasado del 60% al 8% y la movilidad social ha aumentado hasta situarse en niveles similares a los de los países europeos
Aparte de cobre, Chile ha exportado este modelo durante las últimas tres décadas, no en su integridad, pero en diferentes momentos si se han ido aplicando medidas económicas típicamente chilenas en países vecinos como Perú o Argentina y en otros más lejanos como Colombia o México. Chile era la tierra de promisión de los liberales hispanoamericanos que esgrimían unos datos macro envidiables y, lo más importante, una estabilidad social a prueba de bombas. En los últimos cuarenta años Chile consiguió lo que parecía imposible en la siempre maltratada Sudamérica. Y no hablo sólo de renta per cápita. En los últimos cuarenta años la pobreza ha pasado del 60% al 8%, la movilidad social ha aumentado hasta situarse en niveles similares a los de los países europeos, el coeficiente de GINI, un indicador que mide la desigualdad, ha mejorado de manera significativa y el Índice de Desarrollo Humano es el mayor de toda Hispanoamérica. Todo esto dentro de la que, con permiso de Uruguay, seguramente sea la mejor democracia de toda Hispanoamérica. En Chile la Justicia es independiente, el Banco Central también, la institucionalidad está bien consolidada y el ejército es plenamente leal al orden constitucional.
Todos estos logros no sirvieron para evitar que a finales de 2019 se produjese un estallido social de grandes dimensiones. Algo que empezó como una simple algarada estudiantil por el aumento de precio del Metro de Santiago, pero que pronto escaló y se extendió por todo el país. Los manifestantes se dolían por no poder llegar a fin de mes y se quejaban por la desigualdad, la insuficiencia de las pensiones y la falta de financiación adecuada en la sanidad o la educación públicas. Las protestas se mantuvieron en lo más alto de la agenda informativa durante semanas, pero no tanto por las demandas de los manifestantes como por los incendios y saqueos que grupos de vándalos muy bien coordinados perpetraron en Santiago.
Piñera no sabía muy bien que hacer. Se quedó durante varias semanas paralizado como un zorro cruzando de noche una carretera. El presidente, elegido por segunda vez en 2017 con una amplia mayoría, quería ser proactivo, mostrar al país que escuchaba sus súplicas. Los manifestantes pedían, entre otras muchas cosas, una nueva constitución ya que la actual, promulgada en 1980 cuando gobernaba Augusto Pinochet, consideraban que era heredera directa de una dictadura. Eso es cierto, pero tanto como que, a pesar de sus orígenes, esa constitución ha demostrado gran flexibilidad. Ha permitido el turno pacífico en el poder de partidos de derecha e izquierda y desde 1980 se ha reformado en más de cincuenta ocasiones.
Algo así como si Franco hubiese dejado una Constitución ya hecha en 1965 y desde entonces nos hubiésemos limitado a reformarla una y otra vez para adaptarla a las nuevas necesidades
Pero la constitución venía manchada de origen y a eso se agarraba continuamente la izquierda chilena. A diferencia de la constitución española del 78, que surgió de un gran consenso nacional tras la muerte de Franco, la de Chile se había redactado y aprobado en mitad de la dictadura. Algo así como si Franco hubiese dejado una Constitución ya hecha en 1965 y desde entonces nos hubiésemos limitado a reformarla una y otra vez para adaptarla a las nuevas necesidades. De haber sido así en España seguramente hubiéramos tenido el mismo problema.
Lo de cambiar la Constitución era un debate continuo en la política chilena desde hace años. Michelle Bachelet ya trató de abrir un proceso constituyente en 2015, pero no le salió. No estaba el fruto maduro. Lo que si pudo hacer Bachelet durante su segundo mandato fue implementar una serie de medidas económicas intervencionistas que, combinadas con el enfriamiento en el mercado mundial de materias primas, congeló el crecimiento chileno. El PIB pasó de crecer a ritmos superiores al 5% a derrumbarse por debajo del 2%. Esto condujo a que, si descontamos la inflación y el crecimiento demográfico, los salarios reales se estancasen. La victoria de Piñera a finales de 2017 se debió en buena medida a esa atonía económica. Prometió regresar al Chile que había asombrado al mundo, el mismo que él había presidido entre 2010 y 2014 encadenando crecimientos sorprendentemente altos en medio de los cascotes de la crisis económica internacional de principios de la pasada década.
Un cóctel perfecto para que la izquierda chilena, que se ha contado siempre entre las más radicales del continente, recupere la iniciativa
Pero la segunda entrega de Piñera no fue tan mágica como la primera. La economía pareció repuntar en 2018 pero volvió a sumergirse en 2019, el año de las protestas que han terminado dando al traste con todo. Lo que ha venido después es aún peor. La pandemia ha provocado una caída del PIB muy acusada y que algunos fantasmas como el de la pobreza regresen a las ciudades chilenas. Un cóctel perfecto para que la izquierda chilena, que se ha contado siempre entre las más radicales del continente, recupere la iniciativa. De su lado está también la legitimidad de unas movilizaciones populares, que muchos en Chile toman ya como una suerte de movimiento fundacional de una nueva república que ponga punto final definitivo al pinochetismo.
El último refugio de inversores
La nueva Asamblea constituyente podrá hacerlo realidad, aunque aún está por ver la profundidad de las reformas. Se teme por la proverbial autonomía de la banca central, que ha dado al peso chileno una prodigiosa estabilidad alejando durante cuatro décadas la temida inflación que condujo al golpe del 73. Es posible que lo consigan porque la inflación está ya prácticamente olvidada en Chile. Lo que parece inevitable es que la nueva Constitución desmonte los consensos en torno al libre mercado, los bajos impuestos y el fomento a la iniciativa privada que ha hecho de Chile el refugio sudamericano de empresas e inversores.
Es previsible que el nuevo texto constitucional tenga un considerable sesgo hacia la izquierda, que contemple un Estado más grande y que esté lleno de derechos sociales como la vivienda, la sanidad o la educación salpimentados por la ambiciosa agenda medioambiental y de género que hoy es marca de la casa en todos los partidos de izquierda. Eso, evidentemente, no saldrá gratis. Los llamados derechos sociales cuestan dinero y alguien tendrá que ponerlo, lo que repercutirá en una mayor carga fiscal para los trabajadores y las empresas. Esto tendrá consecuencias directas en la inversión, tanto la nacional como la extranjera, y en la deuda pública. Con la crisis de legitimidad que arrastra la derecha en el país los reformistas lo van a tener fácil porque es muy probable que no encuentren a nadie enfrente que contrarreste sus excesos. Hoy por hoy la izquierda en Chile es la dueña absoluta del relato por lo que es razonable pensar que se aprovecharán al máximo de esa ventaja.
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