La magistrada del Tribunal Constitucional María Luisa Balaguer se expresaba hace un par de días en Radio Nacional de España en estos términos: Yo, claro, soy muy partidaria de un derecho constructivista, de que yo estoy ahí para generar nuevas posiciones en el Derecho; si estoy para ratificar el positivismo jurídico, pues no es necesario, se coge un libro y ya está; y claro, eso me lleva a hacer votos particulares constructivistas, por ejemplo la memoria histórica; recuerdo perfectamente que yo quería avanzar más de lo que pudiera decir en un momento determinado la ley; pero, claro, yo es que eso tengo derecho a defenderlo. Desde este punto de vista, tengo que concederle a mis compañeros el iuspositivismo en el que ellos se colocan siempre. Recuerdo algún compañero -que ya no está en el tribunal- que siempre decía: “lo que dice la ley es lo que dice la ley” y entonces yo pensaba: “a ver, si lo que dice la ley es lo que dice la ley, con un ordenador bastaría”; es necesario que nosotros, en el supuesto concreto, seamos capaces incluso de superar la ley pues para recomendar al legislador otra norma, etc...
Estas declaraciones han generado cierto escándalo en medios jurídicos en cuanto aparentemente viene a promover que el Tribunal Constitucional debe "superar la ley" o "ir más allá de la ley", y pone a los pies de los caballos a aquellos compañeros magistrados "iuspositivistas", cuya función considera equivalente a la de un ordenador, y que, en realidad, sólo consideran que el texto de la ley ha de ser respetado porque el Tribunal Constitucional no está para "crear derecho" sino para determinar si una norma determinada infringe una norma superior, la Constitución, expulsándola del ordenamiento jurídico. Por ello se suele denominar al Tribunal Constitucional como el "legislador negativo", porque anula leyes, no las crea.
Seguramente el hecho en sí no tiene mayor importancia, pues Balaguer, catedrática de Derecho Constitucional, se ha disculpado en un tuit: “Lamento no haberme expresado bien, pero corrijo la idea de que haya nada por encima de la Constitución. La CE es la Norma suprema del ordenamiento. Gracias por hacérmelo notar”. Pero si no el hecho en sí, merece la pena comentar dos cuestiones que esas declaraciones ponen de manifiesto.
Antes se consideraba una virtud la discreción y la contención en aquellos que deciden sobre nuestras vidas o haciendas, porque parecía aconsejable crear una apariencia que induzca a todos a pensar que la decisión que adopta no es personal, sino institucional
En primer lugar, resulta sorprendente, por inadecuado, que alguien que forma parte de tan alta instancia se permita difundir sus ideas heterodoxas (aun tras la rectificación) sobre el Derecho y expresarse de esa manera tan coloquial sobre la función del órgano del que forma parte. Antes se consideraba una virtud la discreción y la contención en aquellos que deciden sobre nuestras vidas o haciendas, porque parecía aconsejable crear una apariencia que induzca a todos a pensar que la decisión que adopta no es personal, sino institucional. Acuérdense de lo de la mujer del César y la verdad profunda que encierra. Pero hace tiempo que se perdieron las formas y el decoro y la expresión del yo se ha convertido en el centro de la política y el Derecho; hemos de convivir con ello, pero al menos debería quedar la prudencia, aunque solo fuera por no tener que recibir críticas y disculparse. Por eso, no me parece una situación equivalente la de la magistrada María Luisa Segoviano que sobre el referéndum catalán dijo que el tema "es complejo" y "habría que estudiarlo", pues lo que probablemente quiso fue evitar pronunciarse para no ser recusada.
Pero hay una segunda cuestión que se trasluce tras esas declaraciones de la magistrada y que revelan una tendencia muy peligrosa, subyacente en todos los populismos. Es la de considerar que instituciones como la judicatura o el propio Constitucional están para buscar la justicia material y que, como este es un ideal tan importante, cabría prescindir de molestos tecnicismos, como la letra de la ley, o de engorrosos trámites burocráticos, como el adecuado proceso para alcanzarla.
Como decía Revel, es preciso hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay una causa justa (pues cada uno considera justa la suya), sino sólo métodos justos. Lo esencial en un sistema aconfesional y abierto como el nuestro es respetar los procedimientos que nos hemos dado para llegar a acuerdos vinculantes –la ley- y que quienes juzguen sean independientes y respeten esa ley, porque los objetivos políticos, con algunas excepciones, son todos válidos.
Los jueces, no elegidos en elecciones e independientes, están sometidos a la ley que deben aplicar, aunque deban interpretarla y completarla, por lo que la jurisprudencia no es fuente del Derecho
Señalaba hace unos veinticinco años mi maestro Aragón Reyes que se observaba en la ciencia jurídica, quizá por influencia norteamericana, una tendencia a sobrevalorar la Constitución e infravalorar la ley en una búsqueda de la justicia material. Nuestro sistema jurídico es de derecho escrito y nuestro sistema político es parlamentario y en ambos las leyes las hace el parlamento y los jueces, no elegidos en elecciones e independientes, están sometidos a la ley que deben aplicar, aunque deban interpretarla y completarla, por lo que la jurisprudencia no es fuente del Derecho. Por eso los jueces no pueden aplicar directamente la Constitución saltándose la norma positiva, ni pueden inaplicar las normas por inconstitucionalidad sino que deben usar la vía de la cuestión de constitucionalidad. Si no fuera así, estaríamos considerando el ordenamiento como un sistema material de valores y los derechos no dependerían de la ley sino de instancias superiores. Ello socavaría el equilibrio de nuestro sistema y deslegitimaría el Parlamento, que es el que crea la ley. Pero esto que criticaba Aragón hace décadas se convierte hoy en algo aún más grave si, como se sugiere, es el propio intérprete de la Constitución al que no le basta ésta para encontrar la justicia material, sino que ha de ir más allá de ella, construyendo no se sabe muy bien qué. O, mejor, no queremos saberlo.
Por supuesto, podríamos cambiarlo todo y escoger un sistema como el anglosajón, en el que la jurisprudencia es la clave y no hay tribunal constitucional; pero entonces tendríamos que importarlo íntegramente, con las garantías y controles que dicho sistema impone y no alentar modificaciones por la puerta de atrás, que bastantes problemas nos está dando hoy el sistema que tenemos.
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