Opinión

Contar para seguir vivo

Ahí comenzó la huida de una familia entera, durante meses, con lo puesto, monte a través, por caminos empinados de tierra, durmiendo en caseríos ajenos

Supongo que es cosa de la edad, que cuanto más mayor, más penas acumulas. Yo tengo muchas, pero hay una que, estos días, golpea con especial fuerza: no haber tenido, de niña, el empuje y la curiosidad por el pasado, por mi historia.

Tengo pena de no haberle preguntado más a mi abuelo. De no haber aprovechado para interrogarle todas esas tardes que me senté junto al sillón azul y granate de rayas en el que él pasó buena parte de sus últimos días con la cabeza inclinada por el peso de una muerte que acechaba. Se llamaba Andrés y se fue cuando yo tenía 17 años un día de julio que siempre temí que llegara. Pero llegó, como todo, y lo hizo con la fuerza que arriban las tormentas en verano para recordarnos que el sol no es eterno.

Yo le quería tanto que no cabía en mi cuerpo escuálido. Siendo cría, me gustaba disfrazarme y cantarle el repertorio de Marisol mientras él, tratando de ocultar su emoción, miraba para otro lado y aguantaba el llanto que asomaba tras sus gafas de cristal grueso. Me gustaba hacerle rabiar y que me pellizcara en el brazo con aquellas manos en las que sobresalían las arrugas propias de una generación y de una vida de altibajos. Pero, por aquel entonces -metida yo como andaba, de lleno, en la adolescencia- no me preocupé por saber cómo fue la suya en plena guerra.

Se cumplen ahora 85 años del bombardeo por parte de la aviación nazi y fascista al servicio de Franco que, en apenas tres horas, arrasó Guernica y mató, según cifras oficiales, a cerca de 300 vecinos. Sabe Dios si fallecieron más aquel imborrable 26 de abril de 1937. Casi un mes antes, el 31 de marzo, un miércoles, la aviación legionaria italiana asesinó, también, a 336 habitantes de mi pueblo, Durango, en lo que el entonces embajador de Estados Unidos en España, Claude G. Bowers, llegó a calificar, en sus memorias, como “el bombardeo más terrible contra una población blanca que se conoce en la historia hasta el 31 de marzo de 1937.” (Así queda recogido en el libro “Durango, 31 de marzo de 1937, el bombardeo”, de Jon Irazabal)

Aquella tarde, cuando sonaron, de nuevo, las sirenas, mi bisabuela Cándida se refugió en casa junto a su marido y sus hijos. Pero le faltaba uno, Andrés, el mayor, el de 14

Fueron dos ataques cruentos. Uno hacia las 8:30 y otro pasadas las 16:30. Aquella tarde, cuando sonaron, de nuevo, las sirenas, mi bisabuela Cándida se refugió en casa junto a su marido y sus hijos. Pero le faltaba uno, Andrés, el mayor, el de 14. La desesperación y la angustia de aquella madre eran tan fuertes como la bomba que estalló, a esa hora, a pocos metros de su vivienda, próxima al cementerio, y que cogió a muchos vecinos tratando de enterrar a los que habían muerto durante la cacería de la mañana. Y pese al horror que asolaba a la localidad, el temor de Cándida por la ausencia de su primogénito era tal que cogió a su esposo y, juntos, dejando solos a los cinco pequeños, se echaron a la calle en una búsqueda desesperada que duraría poco, en el tiempo de un reloj y demasiado, en el que marcan las agujas del corazón. Pronto esos padres se cruzarían de frente con dos chavales que, más que aire, expulsaban pavor por la boca. Eran mi abuelo y su amigo Paul a quienes la guerra los encontró jugando con el balón en una campa, como cualquier otro día, aunque aquel no fuera un día cualquiera. Ahí comenzó la huida de una familia entera, durante meses, con lo puesto, monte a través, por caminos empinados de tierra, durmiendo en caseríos ajenos. Un éxodo similar al que ocupa ahora buena parte de los informativos. Cambia el escenario: Ucrania, esta vez.

Nunca más volverían mi abuelo y su amigo a coincidir… hasta una tarde, 64 años después, en la consulta de un cardiólogo de Bilbao. Ese señor que está ahí es mi amigo Paul. Muy amigo cuando éramos jóvenes. ¿Te acuerdas aquel con el que pasé la guerra? Vamos a saludarle.”  Le susurró Andrés a su hija Teresa y, acto seguido, mi madre y mi abuelo se levantaron y se dirigieron hacia aquel hombre mayor que aguardaba su turno encogido y ataviado con un abrigo azul marino. “¿Eres Paul?” Él levantó la cabeza y respondió: “Sí”. No hicieron falta más palabras. Los dos se fundieron en un abrazo de esos aguantados durante una vida y se emocionaron como se emocionan las personas que ven cerca el final. El destino les había reservado la opción de la despedida.

Un año después, a los 79, mi abuelo fallecía y con él, esta historia que hoy rescato gracias a mi madre, para que siga viva, para que no se pierda. Ni la suya, ni tantas otras que no se contaron.

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