Estoy convencido de que mi madre, durante la mayor parte de su larga y dichosa vida, no tuvo del todo claro cuánta gente jugaba en un partido de tenis; si eran dos, si eran tres, cinco o cuántos. Eso era algo que no le interesaba. Ella disfrutaba con la lectura (leía muchísimo), con los chicos que íbamos creciendo, con papi, con el campo, con la música, con la cocina, esas cosas. Pero el tenis le traía al fresco, como el fútbol o la termodinámica o la teodicea agustiniana.
Hasta que un día, hará de esto unos quince años, se quedó mirando en la tele un partido, supongo que por casualidad. Yo esto no lo vi, me lo contó mi padre mucho después. Jugaba un chaval con pelos y aspecto de pirata que se llamaba Rafa Nadal. El efecto fue inmediato. Mi madre quedó enganchada no tanto al tenis, que sobre poco más o menos seguía aburriéndola, sino al juego de aquel mozo de camiseta sin mangas que no fallaba una, que corría como una centella, que parecía poseer el don (antiguamente reservado a Dios) de estar en todos los rincones de la pista a la vez y que celebraba los puntos ganados con el entusiasmo de un indio que acaba de abatir de un flechazo a un bisonte de tonelada y media.
Entiéndase bien esto. A mamá no le interesaba la mecánica del tenis, sus estrategias casi ajedrecísticas, sus rankings, sus estadísticas y toda esa faramalla. Nunca distinguió un revés cortado de uno liftado. Yo creo que se murió sin saber qué era exactamente una volea. Lo que le fascinaba era la belleza plástica del juego de aquel chaval, que tenía el incomprensible don de lanzar la pelota, con toda furia, hacia lugares de la pista que seguramente nadie había descubierto antes; aquel chaval que no se cansaba nunca, que jamás daba una bola por perdida, que antes de sacar hacía unos gestos muy raros (siempre los mismos) con la nariz y las cejas, y que miraba al rival como dije antes: con el ojo llameante con que el indio observaba al bisonte. Hasta se le pegó a mamá lo del vamos, jaculatoria sagrada que al chiquillo aquel le servía para multiplicar sus propias fuerzas.
Entonces se convertía en otra persona. Mejor dicho, no: mostraba su verdadera naturaleza, que era la de un chico tímido, sensible, sobre todo humilde y respetuoso. Un buen chaval que se hacía querer por su sencillez, su gentileza y su transparente bondad
Mi madre no fue una excepción ni mucho menos. Fueron millones de personas en todo el mundo las que, antes o después, se quedaron pasmadas con la forma de jugar de aquel chico de Mallorca que parecía constituir, él solo, una especie única; estaba él, que venía de Krypton, y luego todos los demás, que eran esforzados y abnegados terrícolas, esto es, que no sabían volar ni hacer remates de espaldas, a metro y medio del suelo y mirando al tendido.
Nadal parecía complacerse transgrediendo las leyes de la Física y los límites de la naturaleza humana, pero cuando mi madre disfrutaba de verdad era después del partido. Solía ocurrir que a aquel chaval irresistible de pelos apóstatas del peine le ponían unos micrófonos delante y le preguntaban cosas, casi siempre las mismas. Entonces se convertía en otra persona. Mejor dicho, no: mostraba su verdadera naturaleza, que era la de un chico tímido, sensible, sobre todo humilde y respetuoso. Un buen chaval que se hacía querer por su sencillez, su gentileza y su transparente bondad, y que solo cuando saltaba a la pista se convertía en un guerrero sioux.
Mi madre no ha llegado a ver la retirada del tenis de Rafa Nadal. Habría llorado, sin la menor duda, como lloramos todos casi a calderos. Fue una despedida amarga, porque Rafa perdió su último partido como profesional ante un neerlandés gris y serio que, hace tan solo unos pocos años, le habría durado al mallorquín lo que a mi madre le duraba una mandarina pelada. Y además España fue eliminada de la Copa Davis. Y era mucho más de medianoche cuando se organizó el homenaje, el último de su vida activa. Estábamos todos como arrecidos, tanto el público de Málaga (todo el equipo, toda la familia, cientos de amigos) como los millones que estábamos viendo por la tele aquel adiós tan triste. Pero ya lo había dicho el propio Rafa: los finales felices y con Julie Andrews cantando son cosa de las películas americanas, no de la vida real.
A mí se me atascó la garganta cuando vi los ojos llenos de agua de Tom Wilkinson, el padre de Rafa. Perdón, el padre de Rafa se llama Sebastián Nadal, pero es el duplicado exacto del inmenso actor británico fallecido hace menos de un año. Ese hombre, el padre, le ha apoyado y alentado todos los días de su vida, desde que Rafa era un mierdín de cinco años que manejaba la raqueta de un modo absolutamente incomprensible en un chaval que no levanta un metro del suelo hasta que, en agosto pasado, Rafa tuvo el inmenso honor de llevar la antorcha olímpica en el momento clave de los Juegos de París: eso es la gloria.
Toni Nadal ha formado la personalidad del genio. Le ha mantenido a salvo de la vanidad, del ensoberbecimiento, de la euforia y también del pesimismo. Le ha dicho mil veces: “No eres una persona especial por saber cómo hacer que la pelotita pase por encima de la red. La calidad humana es otra cosa”.
Pero una figura esencial de la vida de Rafa es, en mi opinión, el tío Toni. Ha hecho siempre el papel de aquel griego que se subía al carro triunfal del general romano y, mientras la gente aclamaba, él le repetía: recuerda que eres mortal. Recuerda que eres humano. Todo esto es pasajero. Toni Nadal ha formado la personalidad del genio. Le ha mantenido a salvo de la vanidad, del ensoberbecimiento, de la euforia y también del pesimismo. Le ha dicho mil veces: “No eres una persona especial por saber cómo hacer que la pelotita pase por encima de la red. La calidad humana es otra cosa”.
Ahí está la clave. Hace mucho tiempo que Rafa Nadal entró en la historia, pero no solo por haber ganado catorce veces el torneo de Roland Garros, aunque la Agencia Espacial Andorrana colonizará sin duda las lunas de Saturno antes de que otro ser humano vuelva a conseguir esa barbaridad. Tampoco está en la historia solo por haber ganado dos veces el oro olímpico; ni por haber vencido en 22 Grand Slam (Satanovak Djokovic ha ganado dos más); ni por haber mordido, según su costumbre, el asa de 92 trofeos de torneos oficiales, sin que se le haya detectado una intoxicación por ingesta de metales. No está en los anales por un palmarés deportivo inhumano, que solo verlo da escalofrío.
Mamá le adoraba, le adorábamos (le adoramos) todos, por su bondad. Por haber logrado todo lo que logró, que está por encima de las capacidades humanas, sin haberse convertido en un gilipollas, en un engreído, en un tipo inalcanzable, en un fatuo
Rafa Nadal está en la historia, en la nuestra y en la de todos, porque mi madre le adoraba. Como muchos millones de personas más en las cuatro puntas del planeta. Y no le adoraba solo por su juego, ni por su pundonor, su valentía o su talento. Mamá le adoraba, le adorábamos (le adoramos) todos, por su bondad. Por haber logrado todo lo que logró, que está por encima de las capacidades humanas, sin haberse convertido en un gilipollas, en un engreído, en un tipo inalcanzable, en un fatuo. Por haber seguido siendo siempre la misma persona que era, en lo esencial, cuando tenía diecisiete años: un tipo generoso, afectuoso, humilde y sobre todo bueno, que disfruta de su familia, que cocina en casa para todos, que se va a pescar con los amigos; un tipo que jamás ha roto una raqueta contra el suelo en un ataque de rabia, que en su vida ha tenido una mala palabra para un compañero o para un árbitro; alguien que sabe –como Churchill– que la victoria no es definitiva y que el fracaso no es letal, y que llora cuando escucha el himno de un país por última vez, antes de su último partido.
El tenis mundial ha cambiado de época. Estamos en las postrimerías del larguísimo reinado del “Big Three”, el imperio absoluto de Nadal, Federer y Djokovic. Ahora el trono corresponde a dos críos prodigiosos, Jannik Sinner y Carlos Alcaraz, seguidos a cierta distancia (no mucha) por una tropilla de excelentes jugadores que tratan de seguirles. Eso es ley de vida. Siempre ha sido así.
Habrá, dentro de dos o tres generaciones, tres edades: antes de Rafa, durante Rafa y después de Rafa. Este chaval nos ha cambiado la forma de contar el tiempo que nos ha tocado vivir
Pero para nosotros, los españoles, han cambiado más cosas. Los más veteranos sabemos que en el principio fueron Areyzaga, Santana y Gimeno. Luego llegó Manuel Orantes, que condujo a los aficionados hasta la tierra prometida a través del desierto. Después proliferaron jugadores maravillosos como Bruguera, Costa, Corretja, Arrese, Ferrero, Moyá, Ferrer y muchos más. Es imposible olvidar a los tres Vicario y a Conchita Martínez. Todo eso es verdad.
Pero para los españoles, sobre todo para la creciente muchedumbre de los aficionados al tenis, Rafa Nadal es como la cordillera cantábrica: del lado de allá, los ríos corren hacia el norte; del lado de acá, corren hacia otro sitio. Nadal marca un antes y un después. Habrá, dentro de dos o tres generaciones, tres edades: antes de Rafa, durante Rafa y después de Rafa. Este chaval nos ha cambiado la forma de contar el tiempo que nos ha tocado vivir.
Por eso es grande. Pero su calidad de inmenso procede de la gratitud de millones y millones de personas en todo el mundo que le querían, que le quieren y que le querrán siempre, pase el tiempo que pase; por millones de madres como la mía que guardarán siempre el callado deseo de haber sido también la suya, aunque no nos lo digan.
Porque nos regaló lo mejor que un ser humano, se dedique a lo que se dedique, puede dejar a los demás. No sus éxitos, sus hazañas y la cumbre de su gloria. Lo mejor que nos deja y nos dejará Rafa Nadal es su ejemplo.
Dónde habré puesto yo los kleenex, que no los encuentro.
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