Opinión

Contra la estúpida costumbre de pensar

Los ministros nos entretienen con frasecitas escritas por su miríada de guionistas que difundirán sus bots a sueldo y los bien untados medios de comunicación

  • Leer, costumbre en desuso -


Hace muchos años, cuando mi hijo empezaba secundaria y mi hermano venía por casa, se divertían con videojuegos de estrategia. El tío, que tenía más horas de vuelo y cierta experiencia real en movimientos ciudadanos insumisos, analizaba los avances del sobrino y lo asesoraba para que lograse sus objetivos. 

—Tienes muchos soldados —le oí decir una tarde—, pero te faltan curillas.

Bah, los curillas no sirven de nada.

—No, no, los curillas son muy importantes, porque saben hablar y, hablando, convencen a la gente. Uno de ellos vale más que cien soldados.

Aquel consejo tal vez le resultó a mi hijo más útil que todas las chapas que le daban sus profesores; y los videojuegos de civilizaciones reforzaron su afición por la Historia y por la lectura. Que yo me ganara la vida leyendo a todas horas y en todas partes —soy asesora literaria—, probablemente no influyó en absoluto: su hermana, que está más cerca de los 30 que de los 20, no ha cogido un libro por voluntad propia hasta hace muy poco.  En la era de la inmediatez, ciertas creencias populares ya sólo son frases hechas que no se corresponden con la realidad. Como eso de que si los padres leen, los hijos serán lectores. Cuando tenía la librería, vi a muchos clientes habituales arrastrar a sus adolescentes hasta allí y rezar para que encontraran un título que despertara su interés. Si hace 40 años los lectores éramos minoría, hoy un joven con un libro en la mano es una rareza instagrameable.

Mi padre sólo iba al colegio cuando llovía y no podía jugar en la calle; terminó de aprender a leer con los carteles de los tranvías. Es lógico que aquella generación venerase las letras

“Leer no sirve para nada”, afirma mi sobrino de 15 años. Y eso que vive en una casa en la que, mires donde mires, ves libros. Durante muchas décadas, se nos dio a entender que el mayor beneficio de la lectura es ser culto —como García-Margallo, esa pieza de museo—, y que la actividad de acumular conocimiento es, en sí misma, una esforzada virtud. Muchos de quienes nacimos durante el franquismo proveníamos de familias semianalfabetas, en las que los niños sólo fueron a la escuela hasta que pudieron ganar un jornal. O ni eso: mi padre sólo iba al colegio cuando llovía y no podía jugar en la calle; terminó de aprender a leer con los carteles de los tranvías. Es lógico que aquella generación venerase las letras y quisiera que sus hijos estudiaran rodeados de libros, cuantos más, mejor. Pero ahora el conocimiento está muy a mano, basta con preguntarle al móvil de viva voz, no es necesario escribir la pregunta; ni siquiera saber leer. Mi sobrino tiene razón: leer no sirve para nada.

El lenguaje es un arma

El sistema educativo, por su parte, se encarga concienzudamente de que los niños en primaria no aprendan a leer de manera fluida, de modo que llegan a secundaria y bachillerato sin entender lo que leen. Pídanle a cualquier estudiante de ESO que lea un párrafo en voz alta. La asignatura de Lengua ha quedado reducida a una materia coñazo a la que los chavales no le encuentran el sentido.  “Bueno, me voy a estudiar”, se despide mi sobrino antes de desaparecer en sus dominios, “que mañana tengo examen de sintaxis”.  Hace años, con distinguir entre sujeto y predicado, objeto directo e indirecto e identificar si un complemento circunstancial era de lugar, modo o tiempo era suficiente. Hoy, han complicado tanto la cosa que los padres de mi sobrino —licenciados en carreras de letras— no aprobarían un análisis sintáctico. Y yo me pregunto por qué embuchamos en los chavales asuntos propios de la facultad de Filología; de qué sirve que un bachiller subraye un “complemento de régimen” si carece de léxico y se maneja con frases de tres, cuatro o, como mucho, cinco palabras. Podríamos enseñarles a ejercitar la lectura como entrenamiento mental y a manejar la escritura como herramienta para comprender y desarrollar ideas; pero los gobernantes no quieren que sepamos que el lenguaje es un arma, sino ahorrarnos el trabajo de pensar.

El vicepresidente Vance les recuerda a nuestros eurócratas que la libertad de expresión es la piedra angular de la democracia; y que cuando los líderes temen al pueblo, por algo será

Y cuando el pueblo no piensa, tampoco necesita ser gobernado por los mejores; cualquiera vale para ser un mero transmisor de consignas —y bulos—. Y en lugar de compartir con nosotros ideas propias o innovadoras, los ministros nos entretienen con frasecitas escritas por su miríada de guionistas que difundirán sus bots a sueldo y los bien untados medios de comunicación.  Nos toman por idiotas. Y quienes no creemos en la nueva normalidad tenemos que averiguar la verdad en las redes sociales, por eso ahora toda la élite europea conspira para censurarlas. Lo llaman lucha contra la desinformación.

Y en esto que el otro día llega JD. Vance a Múnich y, en un discurso histórico sin medias tintas ni florituras woke, les recuerda a nuestros eurócratas que la libertad de expresión es la piedra angular de la democracia; y que cuando los líderes temen al pueblo, por algo será. Los príncipes de la UE viven tan al margen de la realidad, son tan insensibles a la realidad de los ciudadanos, que cuando el presidente de la conferencia de seguridad quiso responderle, sólo pudo romper a llorar.

Ojalá el cambio de paradigma que se avecina nos devuelva la capacidad de pensar.

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