Opinión

Un contrato roto

El contractualismo, como experimento intelectual sobre el origen de la comunidad política, tiene una noble estirpe en Occidente. Antes de sus representantes más mentados -Hobbes, Rousseau-, Marc Bloch lo ligaba

El contractualismo, como experimento intelectual sobre el origen de la comunidad política, tiene una noble estirpe en Occidente. Antes de sus representantes más mentados -Hobbes, Rousseau-, Marc Bloch lo ligaba a la tradición feudal del pacto entre señor y vasallo; que, si no exactamente simétrico, implicaba obligaciones por ambas partes, y correspondía a un orden institucional sin lealtades abstractas y, por tanto, fundado en la relación personal. Un ejemplo más de que las repúblicas modernas estarían al menos tan en deuda con las instituciones medievales como con los modelos grecolatinos en los que tantas veces se han recreado -o bastante más, en realidad. Como fuere, la tradición política occidental, si hay tal cosa, y ya la remitamos a la ciudad mediterránea o a las “selvas de Germania”, tiende desde hace siglos a incluir un consentimiento más o menos formal de los gobernados, cuyo andamiaje previo con frecuencia se ha querido asimilar a un contrato.

En la estela del gran “contrato social” moderno a menudo se ha hablado de otros pactos de carácter más histórico, a medio camino entre la abstracción teórica y un contrato real que pudiera remitirse a algún documento o programa. Así, los pactos entre capital y trabajo en las sociedades escandinavas, o el lib-labism, ese acuerdo entre el orden liberal y el sindicalismo que atemperó unas décadas la política de masas socialista en el Reino Unido. En la posguerra mundial hablaríamos por igual de un “pacto” entre clases, fundado sobre la aceptación de economías mixtas, estados de bienestar expansivos y la síntesis keynesiana, que dio lugar a un período sostenido de igualación de rentas hasta finales de los 70. El pacto saltó por los aires tras la crisis del petróleo y ante la aparición de discursos combativos contra la parálisis económico y el modelo corporativo de sociedad, convencionalmente encarnados en Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

Los partidos socialdemócratas, conservadores o liberales ejercieron de gestores de sistemas tecnopolíticos de bienestar

En el período que se abre hacia 1980 y dura hasta 2007 representa tanto la disolución del gran pacto moderado de la posguerra como de sus alternativas, tanto las reales -bloque comunista, tercermundismo- como de las teóricas. La ideología que se va imponiendo es esa mezcla de libertarismo de derechas y de izquierdas -mercantilización de la vida e individualismo extremo- que nos resulta familiar, y que la generación del 68 convierte en algo así como el “espíritu del mundo”. Durante décadas, los partidos socialdemócratas, conservadores o liberales ejercieron de gestores de sistemas tecnopolíticos de bienestar en un baile solo recientemente quebrado por la aparición de olas populistas de izquierda o derecha. La tercera vía no era tanto una alternativa cuanto una formalización de lo existente. Incluso después de la crisis de 2007, el repertorio de posibilidades parece extraordinariamente limitado, como sugiere el título del último libro de Branko Milanovic: Capitalism, alone.

Con todo, si tuviéramos que discernir algún contrato social en estas décadas de confusión, podría parecerse a este: los poderes públicos proveerán los medios de progreso material y el cuidado de los cuerpos a cambio del un abandono tanto de los discursos emancipatorios colectivos como de los reductos de la antigua soberanía personal; sustituidos ambos por una economía de las pequeñas intervenciones sobre la vida, una microingeniería social más sutil e invasiva, que esa “economía de los derechos suspendidos” de la que hablaba Foucault hace 50 años -también, en principio, menos maliciosa. La expresión más refinada de este sistema es la economía del nudge.

Si el poder nos impedía tomar una u otra sustancia, o nos obligaba a ponernos casco o cinturón de seguridad, lo hacía por buenos motivos, y las microingenierías eran un precio irrisorio a cambio de renta y bienestar

Así las cosas, ha parecido frívolo criticar las prohibiciones y la regulación de las conductas personales que se han ido sucediendo en las últimas décadas; pues si el poder nos impedía tomar una u otra sustancia, o nos obligaba a ponernos casco o cinturón de seguridad, lo hacía por buenos motivos, y las microingenierías eran un precio irrisorio a cambio de ganancias históricas en bienestar y renta. No hace tanto celebramos en España el éxito de las restricciones al tabaquismo público y la reforzada vigilancia de la imprudencia viaria: ambientes más salubres en el trabajo y el ocio y niveles basales de accidentes en las carreteras.

No obstante, la imperfecta recuperación tras la crisis financiera global y la pandemia nos permiten sospechar que quizás las nuevas generaciones sean más críticas con este acuerdo fundamental sobre soberanía personal y libertades públicas. Para empezar, los estados occidentales ya no pueden garantizar el crecimiento y el ascenso social. Las clases medias de los antiguos países desarrollados han visto que su posición de privilegio mundial se deterioraba rápidamente, y aunque ello haya redundado en una nivelación global de rentas, sobre todo en beneficio de las nuevas clases medias de Asia, no parece que se lo estén tomando con deportividad.

Pero, más aún, una pandemia que no parece acabar nunca pone en tela de juicio la capacidad de los poderes públicos para proteger a los gobernados y hacer funcionar esa delicada tecnopolítica de las libertades que durante unas décadas se ha ido construyendo casi sin oposición. La legitimidad del estado para gestionar nuestros apetitos o, por poner el caso, dictaminar con qué juguetes deben jugar niños o niñas, puede que no sobreviva a un período sostenido de crisis sanitaria, de empobrecimiento y de suspensiones periódicas de derechos que, además, tienen todo el aspecto de palos de ciego. Es difícil volver a creer en el Mago de Oz una vez se ha descorrido el telón.

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