Una tesis recurrente en la política catalana, si es que tal cosa existe más allá de este o aquel abrevadero mantenido con dinero de todos, es la que sostiene que Convergencia ha dejado un nicho de votantes huérfanos y sin referencias. Basándose en esa tesis, Marta Pascal y un grupo de ex convergentes han decidido fundar un partido, y van mil, que aspira a representar el independentismo moderado, a encarnar, por llamarlo de alguna manera, le gratine gratinée del mundo estelado, deviniendo los joyeros y perfumistas que pretenden alejarse del diabólico maelstrom en el que ellos mismos nos metieron.
La superchería es evidente. Si Pascal quiere marcar esa distancia sanitaria tan de moda con los hiperventilados de Puigdemont, Torra, Paluzie y Borrás es porque, simplemente, la echaron de ese paraíso terrenal en el que han convertido la Generalitat y el Parlament y en el que las sinecuras son ríos de leche y miel para los sumisos y devotos adoctrinados. Pero como Pascal se rebeló ante Puigdemont, y no por discrepancia ideológica sino por conveniencias políticas internas, acabó en la fría y desamparada calle. Igual que Campuzano. Igual que muchos de los que ahora, después de provocar el tsunami, vienen con una toallita de papel a taponar la inundación.
Todo ese caudal de prudencia y moderación hubiera sido muy de agradecer durante aquellos años en los que los burgueses convergentes jugaron a ser revolucionarios de antorcha e himno. Años en los que desde Convergencia se prendió la mecha de una caja de truenos convenientemente preparada por el pujolismo. Entonces tocaba decir que aquello era un suicidio; cuando Mas instaba a votar sí o sí porque “votar no es un delito”, era cuando se imponía la llamada a la sensatez; cuando Puigdemont proclamó la república era el momento oportuno para que se escuchasen voces sensatas en Convergencia.
Cataluña habría agradecido que los dirigentes convergentes hubiera alzado su voz para decir la orteguiana frase de no es esto, no es esto. Pero callaron
Cataluña habría agradecido sumamente que los dirigentes convergentes hubiera alzado su voz para decir la orteguiana frase de no es esto, no es esto. Pero callaron. Los unos, porque aspiraban a tener cargos y poder; los otros, por cobardía y temor a que les señalaran como traidores. Ni un solo gramo de sentido del estado, ni un ápice de prudencia democrática, ni un átomo de ese sentido de país del que tanto se han jactado los nacionalistas catalanes históricamente.
¿Qué pueden ofrecer?
Lógicamente, a toro pasado es muy fácil decir misa. Ahora todo eso no son más que palabras, porque el mal está hecho y el votante separatista está, mucho nos tememos, fatalmente radicalizado. Va a ser difícil que compre ese pactismo que predomina Pascal cuando los puigdemontianos le dicen por boca de Torra que la independencia es algo irreversible. ¿Qué pueden ofrecer a cambio Pascal y quienes, como ella, pretenden “centrar” al nacionalismo? ¿No entienden que el nacionalismo jamás puede ocupar el centro de nada por su mismo carácter excluyente? ¿No han tenido suficientes pruebas de que Cataluña se ha partido en dos trozos, el que está a favor de la independencia y el que no, y que ese eje de discusión política supera al de izquierdas y derechas? ¿No han escuchado a Pere Aragonés decir que trabaja para la próxima república catalana, y eso que es dice que quiere dialogar?
Es estúpido pensar que puede existir otra Convergencia porque, con el tiempo, acabaría como acabó la original. El nacionalismo nunca se contenta con nada que no sea el triunfo absoluto y total, señores, y eso hay que traérselo sabido de casa. Incluso la teoría de que sería positivo fragmentar el voto separatista con una opción moderada –hablamos de trescientos mil votos, dicen- es una pura ensoñación del alma. La intención puede ser loable, no lo dudamos, pero es imposible. Porque imposible es moderar un mercancías con vocación de descarrilar. Ese es el precio que estamos pagando ahora por culpa de populares y socialistas que pensaron precisamente eso, que era posible dialogar con un tren destinado por voluntad propia a precipitarse por el barranco, llevándose por delante lo que sea, incluso a sus propios pasajeros.
No, no hace falta una nueva Convergencia, créanme. Con la antigua hemos tenido más que suficiente. Pero si lo que pretenden es lavar su imagen o enmendar sus yerros, cosa digna de admiración, sugiero que se apunten de voluntarios en un comedor social. Van a estar faltos de gente los próximos años, me temo. Pero dejen de jugar de una vez y para siempre con cosas que, una vez rotas, no tienen arreglo.