Opinión

La Corona y la barbarie

La intervención de la Heredera constituye una sutil forma de alerta: España está por encima de las coyunturas violentas con que unos salvajes pretenden destrozarla

El nacionalismo no tiene problemas de civismo sino de civilización. Lo que vive Cataluña no son brotes de violencia, sino el resultado de años de maceración; la erupción visceral de la rabia y el odio que los responsables políticos del independentismo han ido inyectando en la sociedad, organizando y coordinando odios creados para tomar las calles e incendiar las ciudades. Si la política fracasa, la misma política ofrece oportunidad de enmienda; pero cuando a la política se le asesta golpe tras golpe hasta dinamitarla, la civilización desaparece y queda sustituida por la selvática ley del más fuerte. Lo hemos visto durante toda esta semana en las calles de Barcelona.

Sin embargo, como España es el mayor éxito colectivo, también esta semana, en Oviedo, la civilización se celebró a sí misma; nos celebramos todos los españoles. La entrega de los Premios Princesa de Asturias, que siempre tienen ese aire de éxito patrio, ha sido este año más pertinente que nunca.

Mientras el Eichmann de Arendt parecía pasearse por Barcelona con contenedores en llamas, quinceañeros haciéndose selfis y el mal banalizado por el Gobierno, que incluso llegó a asegurar que Barcelona podía ser visitada sin ningún problema, en Oviedo, Jovellanos retumbaba (“admiro a quien defiende la verdad y se sacrifica por sus ideas, pero no a quienes sacrifican a otros por sus ideas.”). En el Teatro Campoamor se celebró esa extraña liturgia, que tiene algo de sortilegio, en la que se premia a unos pocos para premiarnos a todos, se reconoce el genio de unos para realzarnos todos.

La civilización se concitaba en Oviedo, mientras la barbarie tomaba Cataluña. La irracionalidad, el animalismo de los violentos encontró, a pocos kilómetros, un alegato en favor de la libertad -inherente a toda creación-, en favor de la cooperación y de la razón. Especialmente expresivo resulta el premio a la ciudad polaca de Gdansk, baluarte de la lucha por la libertad y contra la opresión. Todo, unido en el Rey y en la princesa de Asturias, que, sin saberlo quizá, con su primer discurso, aparentemente ajeno a lo que estaba sucediendo, contribuyó a responder a los violentos. La intervención de la Heredera materializó la continuidad histórica de nuestro país en la sucesión monárquica. Constituye una sutil forma de alerta: España está por encima de las coyunturas violentas con que unos salvajes quieren sacudirla.

Defenderse de los bárbaros

La voluntad de vivir juntos que la Monarquía representa para España se expresó con toda su potencia en los premios, igual que lo hizo el 3 de octubre. Cierto que el viernes, en Oviedo, no hizo mención alguna a la situación en Cataluña. Ni es la tradición ni hacía falta. El propio acto, con el relieve histórico de incluir las primeras palabras de la Heredera, era una declaración más que suficiente.

El conocimiento, el arte, la ciencia… son, en última instancia, la mejor respuesta que puede darse a la barbarie. El discurso de Javier Solana, con su loa pausada al Museo del Prado, es un alegato potentísimo contra los violentos. ¡Murillo contra la barbarie! O Salman Khan, ejemplo real de cómo se transforma la realidad, a través del esfuerzo y del ingenio, y no del cóctel molotov y los adoquinazos. Y, sobre todo, el discurso del Rey. Fue el mejor altar para la civilización que allí se exponía y se celebraba. Mencionando uno a uno a todos los premiados, como hace siempre, tuvo, tiene, un efecto nuevo. Al otro lado de España, las fuerzas del Orden hacían frente a las turbas; a la quimera violenta, el Rey opuso lo único que puede oponer; el Belerofonte de la virtud pública, del genio y la razón.

España, como gran éxito colectivo, como reiterada decisión de convivencia, está por encima de los violentos

El Gobierno es quien controla el leviatán. A él le corresponde poner en marcha los mecanismos que el Estado tiene para defenderse y garantizar la pervivencia de la sociedad. Pero el Rey tiene un poder, peculiarísimo y particular, ajeno a las disposiciones ejecutivas y que tiene un valor especial. Y es precisamente el de convocar a ese Belerofonte para enfrentarse a los que quieren acabar con la civilización. El virtuosismo, lo excelso, que es lo que se premiaba en Oviedo, es la mejor y única respuesta del Monarca.

Igualmente, las palabras de la Princesa de Asturias, sencillas pero plenas, inauguraron ese engranaje histórico que se pone en marcha para garantizar la continuidad de las naciones. Esa niña, que ojalá nunca tenga que ejercer el poder de convocar a Belerofonte, con su sola presencia y sus palabras evidenció lo que a todos resulta notorio, salvo a los independentistas: que España, como gran éxito colectivo, como reiterada decisión de convivencia, está por encima de los violentos, de los que, a golpe de pedrada, quieren acabar con esa férrea voluntad de vida en común. Está por encima, también, de gobernantes hundidos en la afasia.

Burke escribió que para que el mal triunfe sólo hace falta que el bien, los hombres buenos, no hagan nada. Los premios, la mera presencia del Rey en ellos y sus palabras, como las de su hija, son la muestra de que la barbarie siempre encontrará respuesta; de que la civilización está convocada y movilizada en el arte, en el conocimiento, en la ciencia, y en la monarquía.

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