Opinión

La corona vacía

La corona vacía es una monumental serie de televisión británica que pone en la pantalla la mayoría de las obras del llamado “ciclo nacional” de Shakespeare: una inmensa catedral dramática en la que se cuenta la historia de

  • Benedict Cumberbatch

La corona vacía es una monumental serie de televisión británica que pone en la pantalla la mayoría de las obras del llamado “ciclo nacional” de Shakespeare: una inmensa catedral dramática en la que se cuenta la historia de Inglaterra a través de sus reyes, desde Eduardo III hasta Enrique VIII. La serie no recoge todas las obras de las dos grandes tetralogías del autor, pero sí las mejores. De más está decir que, con la BBC de por medio, la producción y la interpretación son de primerísimo nivel.

En realidad, la corona no estaba vacía. Más bien estaba deshecha. Era un desdichado símbolo que andaba tropezando con todo, heredada, robada o usurpada por unos y por otros, entre guerras, cárceles, torturas y asesinatos. Pero no estaba devaluada: todos la ansiaban con tal furia que nunca perdió su valor, por más que ­–en la serie­– alguna vez hubiese que recogerla del barro.

Me acuerdo de esto a propósito de una breve conversación que tuvimos, hace un par de años, en un coche. Íbamos de Salamanca a Segovia y conducía un hermano mío muy querido, catalán de inmenso corazón y bondad, pero infectado hasta los tuétanos por el virus del independentismo. En esas ocasiones yo suelo poner cara de que no estoy allí y enfrascarme en contemplar el paisaje hasta que se le pase el ataque, pero en aquella ocasión fue difícil. Dijo mi hermano algo que entonces sonó extraño: que él no era tanto partidario de la independencia de Cataluña como de que fuese España la que se deshiciese. Que, de una punta a otra, todos los “países de España” tomasen las de Villadiego, formasen sus propios Estados y siguiesen su camino, separados unos de otros después de cinco siglos.

Yo bufaba. Tomé aquello como un simple delirio, uno más, de mi hermanito querido, que a veces (no siempre ni mucho menos) muestra una clara propensión al tremendismo. Me equivoqué. No era un delirio, era un plan. No creo que él, personalmente, formase parte de ese plan; pero el plan existía, estaba trazado aunque fuese muy difícil de distinguir desde fuera de las covachuelas de los indepes.

Los pasos, muy cautelosos al principio, comenzaron en los albores de la Transición. Eran los tiempos en que la Generalitat de Cataluña había sido restaurada –gracias a la audacia de Adolfo Suárez­– en la persona de Josep Tarradellas, un hombre enérgico que no quería ni oír hablar de “nacionalidad” y todavía menos de “nación” para referirse a Cataluña. Pero otros sí querían. El término “nacionalidad” entró en la Constitución de 1978. Ese fue el primer paso.

Los länder alemanes no pueden hacer en sus estados lo que la Generalitat hace en Cataluña. Con algunas excepciones, los estados de EE UU tampoco. A “Madrid” le queda muy poco que vender a cambio de los votos que necesite el gobierno de turno

Año tras año, elección tras elección, negociación tras negociación de los nacionalistas con “Madrid” –sea eso lo que sea–, el Estado empezó a traspasar a la Generalitat competencias que muchas veces, sobre todo al principio, parecían de sentido común. Sobre todo porque se presuponía, se daba por hecho que había una lealtad mutua entre la institución autonómica, cuya legitimidad emana de la Constitución, y “Madrid”, es decir el Estado común. Pero “ahora paciencia, después independencia”, solía decir Jordi Pujol. Hoy es el día en que, limadura a limadura, la Generalitat tiene en su territorio no ya más competencias que el propio Estado, sino que ningún otro territorio federado o confederado en una nación que exista en el mundo. Los länder alemanes no pueden hacer en sus estados lo que la Generalitat hace en Cataluña. Con algunas excepciones, los estados de EE UU tampoco. A “Madrid” le queda muy poco que vender a cambio de los votos que necesite el gobierno de turno.

Ahora Pere Aragonès exige lo que él llama “financiación singular”. Dejémonos de historias y de eufemismos. El objetivo es lograr una Hacienda propia de Cataluña, desconectada de la Hacienda española. ¿Les vendría bien? Ahora mismo no, porque Cataluña tiene una de las deudas más altas del mundo y es incapaz de colocarla en los mercados, pero eso puede cambiar en el futuro. Se trata de que Cataluña, siguiendo la senda abierta en su día por Aznar y el PNV, acabe teniendo una fiscalidad propia, como las que tienen Dinamarca o Portugal. Que su dinero sea suyo. Y de nadie más. Se acabó eso de la solidaridad regulada entre las diversas partes de España. Es demasiado caro.

Si consiguen eso a cambio de sus votos en el Congreso de los Diputados, solo quedará, de verdadera importancia, la Justicia. Otro objetivo: que todo el mecanismo judicial acabe en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que allí no existan el Tribunal Supremo ni mucho menos el Constitucional. Así, los catalanes tendrían su Hacienda, sus jueces y sus derechos, que no tendrían los demás españoles. Y las relaciones entre el govern catalán y el gobierno de España serían “bilaterales”, es decir en pie de igualdad. Como las que hay entre España y cualquier otro país.

Los independentistas catalanes, por lo menos los más listos, en realidad no quieren esa independencia, y la razón es muy sencilla: saldrían inmediatamente de la Unión Europea

¿Y el referéndum? Sí, yo creo que habrá referéndum legal en Cataluña. Pero dudo mucho que en él se dirima la independencia total, la separación completa, la secesión de Cataluña. Los independentistas catalanes, por lo menos los más listos, en realidad no quieren esa independencia, y la razón es muy sencilla: saldrían inmediatamente de la Unión Europea. El referéndum, pues, sería quizá una nueva y definitiva reforma del Estatuto de Autonomía que contuviese lo poco (pero muy importante) que todavía no tienen, como la Hacienda y la Justicia. Ya tienen la educación, la sanidad y hasta las relaciones exteriores: hay por ahí 21 “delegaciones” de la Generalitat que actúan como auténticas embajadas.

Sería una nación que no se llamaría así, pero eso sería lo único que les faltase. Y tan solo dejaría a “Madrid” lo relativo a Defensa y quizá algo a Exteriores. No se trata, pues, de sacar a Cataluña de España; se trata de sacar a España de Cataluña. La vieja nación común se quedaría, pues, en una cáscara sin contenido, en un mero concepto teórico sin aplicación práctica. Sí, habría una bandera de España en la frontera con Francia. Y nada más. La jefatura del Estado, la corona, sería allí obliterada o como mínimo ignorada. Entonces sí que se convertiría en la “corona vacía” de la serie de televisión que mencionaba al principio.

Ese es el plan. Estoy convencido de que, mientras conducía por los campos de Castilla, mi hermanito querido no lo sabía. Pero ese es el plan. Si los indepes encontrasen la forma de mantenerse en la UE con una secesión completa, sin duda irían a por ella. Pero esa forma, a día de hoy, no existe.

Ese plan tiene, para ellos, algunos inconvenientes. El más serio no es la oposición del Gobierno español: ya ha quedado claro que, a cambio de unos cuantos votos indispensables para mantenerse en el poder, el gobierno –este gobierno, al menos– es capaz de cualquier cosa. El peor de los problemas lo tienen los secesionistas en casa. Son sus propios partidarios. Andan cada vez más menguados y más divididos, es cierto, pero eso puede cambiar. Lo grave es que llevan bastantes años soñando con algo que no es el plan que acabo de describir.

Aunque se haya convertido en una especie de Commonwealth a escala reducida cuyos líderes quedarán para cenar una vez al año invitados por la Corona. Una corona vacía, ya sin remedio.Igual es una pesadilla

El nacionalismo es ante todo un sentimiento, como el enamoramiento. El independentismo lleva muchos años alimentando una ensoñación, un amor no consumado (y por lo tanto intensísimo) a base de himnos, lazos de colores, banderas, manifestaciones, promesas y sueños de una Arcadia feliz que se llama república catalana. No otra cosa. En cuanto el gobierno español humille el testuz para malbaratar las últimas joyas que le quedan en el arcón, cosa que bien podría ocurrir a la vuelta de unos pocos años, será muy difícil para los líderes independendistas convencer a sus propios partidarios de que lo que buscaban era eso: una nación que no se llama así, aunque solo le falte el nombre, y la permanencia dentro de algo que aún se llamará España aunque ya no lo sea tampoco, aunque se haya convertido en una especie de Commonwealth a escala reducida cuyos líderes quedarán para cenar una vez al año invitados por la Corona. Una corona vacía, ya sin remedio.

Igual es una pesadilla. Eso lo dirá el tiempo.

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