Empecé a percibir la magnitud de la ceremonia que nos disponíamos a presenciar cuando, para entretener a las cabezas coronadas, mandatarios mundiales y demás personalidades que ocupaban los bancos de la catedral de Westminster a la espera de la llegada del rey y su comitiva, apareció nada más y nada menos que Sir John Eliot Gardiner. Con su elegantísimo porte y vestido con su habitual chaqueta de terciopelo de inspiración china, dirigió a the Monteverdi Choir y the English Baroque Soloists en una versión del Magnificat anima mea de Bach de tal calibre que pronto dejó bien claro a todos los asistentes, presentes en la Catedral o desde sus casas, que estábamos en la Coronación de un rey en la que Dios tenía un papel fundamental. Y a todo esto la Misa, porque fue una Misa entera, aún no había comenzado.
Era muy difícil mantener el nivel de semejante previa, pero la ceremonia, con una liturgia ya solo al alcance de los funerales vaticanos, estuvo a la altura. Las procesiones, los uniformes, las fanfarrias, la música. El niño que se situó frente al ya anciano rey para, con esa seriedad impresionante que solo pueden tener los niños, darle la bienvenida en el nombre del Rey de Reyes. Y la respuesta de Carlos, “vengo a servir y no a ser servido”, tras la que se quedaron frente a frente, el niño de pie, el rey sentado, con los ojos a la misma altura, mirándose en silencio. A partir de ese momento, una riqueza inmensa de rituales que se sucedían uno tras otro hasta culminar en el momento en el que una vez despojado el rey de sus vestiduras reales y vestido únicamente con una camisa blanca, fue ungido en una ceremonia oculta a los ojos de los asistentes para proteger la sacralidad de un momento único entre el rey y Dios. Ya el kyrie en galés del magnífico barítono sir Bryn Terfel nos había elevado a una esfera de fe y recogimiento que solo se vió superada por las antiquísimas melodías de un coro bizantino ortodoxo de una espiritualidad y un misterio al que ya no estamos acostumbrados.
Lo que se celebraba era a la Historia de la Nación personificada en su Monarquía y a la Monarquía personificada en un hombre con vestiduras de sacerdote
Hasta Penny Mordaunt, la lider de la Cámara de los Comunes y lord, que no lady, presidente del Consejo, parecía la diosa Atenea recién bajada de algún templo antiguo llevando la espada en alto durante más de 50 minutos sin inmutarse y con una presencia aún más majestuosa que la del propio rey. Todo diseñado para ser más grande que el propio protagonista: Lo que se celebraba era a la Historia de la Nación personificada en su Monarquía y a la Monarquía personificada en un hombre con vestiduras de sacerdote al que, a ratos, se veía sobrepasado por la solemnidad del momento y muy consciente de que lo menos importante de toda la ceremonia era él mismo.
Ojalá nuestra Casa Real, tan antigua y con una historia igual de importante cuanto menos que la británica, entendiera de la misma forma la importancia de los rituales, de la liturgia y de los símbolos, asumiera que la naturaleza de la institución requiere de cierta lejanía y que el misterio es fundamental para, desde él, poder acercarse mejor al pueblo al que personifica. Un rey no es un presidente de la República ni debería nunca comportarse como tal. Estar por encima de la batalla requiere de mayor virtud y de más sentido de la Historia. Felipe VI, cuyo álbum familiar es el Museo del Prado, lo sabe bien. Ahora hay que dejarle de verdad ser rey.
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