La pandemia ha hecho saltar por los aires todas nuestras supuestas “normalidades”, desde la vida cotidiana a las ideas sobre el bienestar y la solidez del Estado protector. También ha multiplicado el respeto hacia colectivos que han agigantado su importancia estructural y el respeto a la calidad humana de sus integrantes, como son la sanidad, salvando y curando, y otros muchos que procuran que todos puedan seguir comiendo, sin olvidar a las fuerzas y cuerpos de seguridad, y, por supuesto, a las Fuerzas Armadas.
La excepcionalidad hace que todas las perspectivas y valoraciones cambien, y, por fuerza, produce efectos también en todo el campo jurídico, sea el derecho del trabajo o el penal o el tributario. La propia declaración del estado de alarma rompe la normalidad constitucional y da fundamento a una serie de decisiones. Con esa declaración entran en juego normas, también excepcionales, a través de las cuales el poder ejecutivo persigue ordenar una serie de actividades esenciales en estos momentos, y también disciplinar, siempre por el bien de todos, como es lógico que se diga, la conducta de los ciudadanos, destacando, por encima de todo, el confinamiento obligatorio. De paso, el Gobierno tiene manos libres para hacer cosas que en otras circunstancias no podría. De ese “daño colateral” ya habrá ocasión de hablar.
Algunos analistas han lanzado sus críticas contra la propia declaración del estado de alarma, no por discrepar de su necesidad, sino por entender que lo procedente, para dar cobertura constitucional a todo lo que se está haciendo hubiera debido ser la declaración del estado de excepción, un nivel superior que tal vez sería lo adecuado, aunque no creo que esa cuestión constitucional, con lo que está cayendo, sea el problema más grave.
La alteración del derecho en temas puntuales -especialmente el derecho fundamental a la libre circulación, profundamente limitado, y el deber de obediencia a las medidas de confinamiento, que puede dar lugar a infracciones administrativas y a delitos- no supone que los principios rectores del sistema sancionador y penal queden en una vía muerta. Ciertamente, nadie ha dicho que sea así, pero, a pesar de ello, no es esa la sensación que se transmite. Para expresar mejor la idea me referiré a dos vertientes distintas: la ofensividad y la vigencia de las leyes.
Lo único que explicaría la razón de ser de las leyes punitivas sería el principio de autoridad, y eso, en un Estado de Derecho es inadmisible, tanto para el derecho penal como para el derecho administrativo
Cuando los penalistas hablan de la “necesidad de ofensividad” se refieren a una condición imprescindible para apreciar una infracción penal: que la conducta de una persona o un grupo haya dañado o puesto gravemente en peligro el bien o interés que la ley, mediante amenaza, quería proteger (haya “ofendido”). Si no se exigiera una condición de esa clase, que es de carácter objetivo, se castigaría por igual, por ejemplo, un intento de lesionar “viable” y otro absolutamente inviable. Las conductas que se castigan no reciben ese castigo solamente porque estaban prohibidas, sino porque además hacían daño. De no ser así lo único que explicaría la razón de ser de las leyes punitivas sería el principio de autoridad, y eso, en un Estado de Derecho “social y democrático”, es inadmisible, tanto para el derecho penal como para el derecho sancionador administrativo. Aunque no siempre sea así.
Este pequeño discurso viene a cuento de algunas noticias de que ciudadanos que paseaban sin perro ni objetivo de compra de comida o medicamento, ni ninguna otra de las excepciones establecidas, han sido sancionados administrativamente e, incluso, puestos a disposición judicial como responsables de una infracción o delito de desobediencia.
El derecho al paseo
Acercando un poco más la lupa, resulta que, en muchos casos, no se trataba de un grupo de jovenzuelos irresponsables entregados a un acrático botellón, ni de un quídam que alardea de libertario, sino de personas inofensivas, muchas veces, mayores, que ahogados por el confinamiento –y conviene recordar que en el “modelo” español de confinamiento no se contempla ni siquiera la autorización para una hora de paseo, como sucede en otros países muy cercanos y en los que también se ha ordenado el confinamiento– que han resuelto darse un garbeo, y, para colmo, en ocasiones el paseo ha sido realizado por lugares casi desérticos o calles por las que no transitaba nadie, y, por lo mismo, no había ni remoto peligro de que pudieran contaminar o ser contaminados. Añádase a eso el paseo sin mascarilla si su porte llega a ser obligado, aunque dar con ellas no sea fácil, y un ciudadano sea multado y, cuando proteste, le digan que recurra contando lo de la mascarilla.
Pensemos en casos más graves: la necesidad de dar tutela jurídica a quienes necesitan salir del lugar en donde también está quien habitualmente les maltrata, y la solución no puede ser habilitar un teléfono para pedir ayuda o para que lo haga un vecino, entre otras cosas, porque eso no es tan fácil y porque hay que respetar la mera necesidad de no respirar el mismo aire, aunque sea solo un rato.
El argumento, oído, de que a los españoles no se les puede dar el menor margen de libertad porque enseguida abusan es propio de un paternalismo autoritario deleznable. Sostener que el delito de desobediencia se comete de todos modos, y que en las actuales circunstancias no caben exculpaciones de especie alguna, porque la situación constitucional es especial, es sencillamente falso, y por eso no se puede decir que no hay “ninguna razón”, fuera de las regladas, que pueda explicar el quebrantamiento del confinamiento, pero, sobre todo, tratar con el mismo criterio al paseante solitario “inofensivo” y al que se desplaza a la segunda residencia –para indignación de los habitantes del lugar- , es un modo, como cualquier otro, de uso arbitrario del derecho.
El mal uso del Derecho tanto se produce por recurrir a él cuando no hace falta, como por no hacerlo cuando sería obligado. Y eso también ocurre, comenzando por los intentos del Sr. Torra de paralizar la ayuda del Ejército o de la Guardia Civil con malos pretextos que no esconden su atávica fobia a todo lo que pueda manchar su soñada isla racial. Todo eso hubiera permitido una respuesta, o, incluso, de acuerdo con la unificación de las decisiones impuesta por el estado de alarma, hacer caso omiso, aunque, por otra parte, bueno ha sido que los catalanes puedan gozar del espectáculo ofrecido por el Sigfrido secesionista y su ondina, la consellera de Salud.
Los ciudadanos de a pie solo saben que en las farmacias les dicen que no tienen o que no saben cuándo llegarán, y, en cualquier caso, que sus precios se han multiplicado por 20 0 30.
Hay más: el artículo 281 del Código penal español, que no ha sido derogado por el estado de alarma, castiga al que “detrajere del mercado materias primas o productos de primera necesidad con la intención de desabastecer un sector del mismo, de forzar una alteración de precios, o de perjudicar gravemente a los consumidores, será castigado con la pena de prisión de uno a cinco años y multa de doce a veinticuatro meses, y se impondrá la pena superior en grado si el hecho se realiza en situaciones de grave necesidad o catastróficas”, pero llegan noticias de saltos de precios de algunos productos alimenticios, también de algunos productos de desinfección o higiene preventiva, particularmente, las mascarillas, que traen a todos por la calle de la amargura.
El Gobierno, al parecer, no ha dado con la presteza necesaria con un proveedor fiable, o los contratos de suministros no se han cumplido como debieran. Pero los ciudadanos de a pie solo saben que en las farmacias (otro grupo de profesionales de comportamiento irreprochable) les dicen que no tienen o que no saben cuándo llegarán, y, en cualquier caso, que sus precios se han multiplicado por 20 0 30. Y esperemos que, en su momento, eso no suceda con los fármacos que puedan servir para curar o mitigar, ni con la vacuna que antes o después habrá de llegar.
No hay noticia de que nada de eso se haya perseguido, y se trata de delitos, a lo sumo alguna denuncia aislada narrada por los medios de comunicación. A buen seguro es más fácil multar al paseante solitario que otras cosas. Cuando todo esto pase, tal vez será preciso preparar las leyes marco para situaciones como la que estamos viviendo, para que, si llegara la desgracia de una repetición, tener mejor ordenadas las ideas.
Por el momento, bastaría con no olvidar que el Derecho es también, y en todo momento, un bien precioso y necesario.
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