Corrupción y fútbol parecen antónimos en esta tierra cainita y desmemoriada. Pero la realidad es justo la contraria. Sólo hace unos días que el nuevo entrenador del Real Madrid, Carlo Ancelotti, admitía haber perpetrado un fraude a Hacienda. Una asunción de responsabilidad que llegó sólo después de que su nombre apareciera como nuevo miembro del selecto club que compone el listado de morosos de la Agencia Tributaria.
No va la cosa de colores futbolísticos, en todo caso, porque ya saben ustedes que tanto Cristiano Ronaldo como Leo Messi fueron condenados en su día por defraudar dinero a Hacienda. El exdelantero madridista resultó condenado a 23 meses de cárcel y al pago de 18,8 millones de multa por fraude fiscal. El todavía delantero barcelonista fue condenado junto a su padre a 21 meses de cárcel que después fueron sustituidos por una multa.
El listado de futbolistas célebres que han tenido problemas con el fisco o con la justicia o con ambas en España es casi interminable. Por no hablar, que tampoco es cuestión de enloquecer, de los manejos en la sombra de algunos clubes y, sobre todo, de sus ilustres presidentes para conseguir pelotazos urbanísticos. O de cómo los bancos y las administraciones perdonan o condonan las deudas elefantiásicas que arrastran no pocos equipos de primera y segunda división. O de los oscuros (y oscurecidos) casos de amaños en la Liga. O de los escándalos de la FIFA. O de cómo se vende el fútbol a las dictaduras del Golfo Pérsico.
Cómo es posible que una sociedad que se escandaliza -con toda razón, por supuesto- con Bárcenas y sus mariachis o con los ERE de Andalucía mire para otro lado cuando está claro que la corrupción forma parte del fútbol
Imaginen ahora, aunque sólo por un segundo, que un político cualquiera del partido que ustedes más amen u odien estuviera en la lista de morosos de la Agencia Tributaria, reconociese haber defraudado al eludir pagar impuestos, fuera condenado a dos años de cárcel y una multa millonaria o llegase a oscuros amaños con el banco para que le perdonen los créditos. Huelga preguntarlo, porque está claro que no lo perdonarían ni por asomo en el ámbito de la política.
Sin embargo, ustedes y yo -aquí, como dice Michael en El Padrino II, todos participamos de la misma hipocresía- se lo perdonamos todo a unos señores porque juegan bien al fútbol o porque se trata del equipo que adoramos. Porque son de los nuestros. Nada nos importa mientras ruede el balón. Quien da la matraca con el tema es un cenizo que sólo debería callarse a tiempo. Para hacérnoslo mirar, cuando menos.
Las dobles varas de medir siempre han existido. Y que perdonamos estos pecados a los futbolistas o a los equipos tampoco es una novedad. Nada nuevo bajo el sol, en suma. La pregunta clave, acaso insondable, es por qué ocurre esto. Cómo es posible que una sociedad que se escandaliza -con toda razón, por supuesto- con Bárcenas y sus mariachis o con los ERE de Andalucía mire para otro lado cuando está claro que la corrupción forma parte del fútbol.
¿Acaso el forofismo -ese "son los nuestros" que antes decía- nos idiotiza hasta ese punto? ¿Será que el fútbol nos apasiona tanto que estamos dispuestos a tragar u olvidar o obviar estas corruptelas con tal de seguir disfrutándolo? ¿Quizás es que el periodismo, tanto el puramente deportivo como el de investigación, prefiere no entrar en estas cuestiones porque el público no las acepta? ¿O tal vez intervienen varios de estos factores?
Lo seguro es que los aficionados tenemos una capacidad ilimitada para separar la corrupción del fútbol -para casi extirparla- como si ambas cosas fueran aceite y agua, cuando, como ya sea dicho, se trata de dos ingredientes inseparables del mismo guiso. Aquí, aunque no sirva para nada, no nos cansaremos de repetir que el fútbol sería aún más bonito si fuera limpio.
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