Yo creo que vivimos tiempos oscuros, casi tétricos. Los chinos suelen decir que son “tiempos interesantes”, pero como ni soy chino ni me gustan los adornos estoy convencido de vivir las jornadas más siniestras de nuestra historia reciente. Empecemos por decir que desde los tiempos del cólera (el anterior régimen) nunca la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace ha sido tan escandalosa.
Tenemos un gobierno de mentirosos compulsivos que se burlan de la ciudadanía. Hoy dicen lo contrario de ayer, pero no con una diferencia de años sino de días. Ayer hubo rebelión independentista, hoy no, mañana ¿quién lo sabe? Son contrabandistas de la verdad porque no pagan aranceles y tienen a la ganadería periodística tan embelesada que nos hemos acostumbrado a escribir en futuro, no en presente, como sería nuestro deber. En el periódico de referencia, El País, los titulares se refieren a lo que hará el presidente Sánchez, no lo que hace o deja de hacer. Las veleidosas intenciones valen por noticias.
Tengo serias dudas de que se aumenten las pensiones, que salga adelante una ley hipotecaria que blinde a los ciudadanos frente a los bancos. Siempre encontrarán un motivo a modo de razón que impida llevarla a cabo. Hay que sacar a Franco del Valle de los Caídos. Todos los gobiernos del PSOE con mayoría absoluta o sin ella tenían vía libre para hacerlo desde 1982, pero ninguno pisó ese charco hasta que llegó Sánchez el cínico y dijo que eso lo resolvía de un plumazo. Ahora estamos más cerca que nunca de que nos coloquen la momia en el purito centro de la capital.
Desde los tiempos del cólera (el anterior régimen) nunca la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace ha sido tan escandalosa"
El cínico no es un mentiroso común, tiene la facultad inmarcesible de creerse sus propias mentiras. Lo primero que iba a hacer es convocar elecciones. No las convocó y si puede ir a trancas y barrancas, con la ayuda del rebaño periodístico, alcanzará el agotamiento de la paciencia de los ciudadanos y la perplejidad de aliados y opositores, que son los mismos. Como nadie prevé nada puede salir la ministra de Defensa anunciando la ruptura de un contrato de armas, para luego envainársela; la ministra de Trabajo defendiendo a la banca con la tortuosa locuacidad de quien no sabe ni entiende ni ha recibido instrucciones. Lo de la ministra de Justicia alcanza el estrellato. ¡Qué jueces, dios mío, qué jueces nos deparó el destino histórico!
Era poco lo de la ministra y llegó Díez-Picazo para orinarse sin metáfora sobre la ciudadanía. Se pueden dictar sentencias injustas -hay colección en los anales de la judicatura-, lo que no es tan frecuente es chulearse de los suyos, todo un Tribunal Supremo. El baldón que les ha echado encima no hay quien lo remedie porque afecta al corazón de la supuesta sociedad democrática; nos remite a dónde venimos.
¿Por qué no lo decimos? El eminente jurista Díez-Picazo ha hecho de Trump y luego exclamamos escandalizados que el pescado es caro. Como nadie le puede echar, y prefiero no saber los procedimientos para retirarle de la carrera, más imposibles aún que esperar sensibilidad democrática, nos queda mesarnos los cabellos y palparnos la ropa ante estos escrupulosos cumplidores de la legislación vigente. Quizá por eso no se le ha ocurrido otra cosa al presidente del Supremo, el inefable Lesmes, que el problema está en la ley, no en sus cofrades; al fin y a la postre a él le faltan dos semanas para jubilarse y no precisamente con la pensión mínima.
Sólo cabe la dimisión. Díez-Picazo dimitiendo es un escenario que nos llevaría a una mezcla de Calderón de la Barca y Pepe Zorrilla. Los teatros bancarios se lo disputarían como primer actor. Aquí no dimite nadie. Ni los ministros lenguaraces e incompetentes, ni los altos cargos, ni las prostitutas con pase televisivo. Todos alegan vivir de su trabajo. Y cuando alguien lo hace es como Cospedal.
Llegó Sánchez, dijo que lo de Franco lo resolvía de un plumazo, y ahora estamos más cerca que nunca de que nos coloquen la momia en el purito centro de la capital"
Hablar de la dimisión de Cospedal es una tautología. No ha dimitido ella, la ha echado la opinión pública, su partido y por supuesto Villarejo. Ha hecho lo imposible por edulcorar sus villanías. Las tiene para escoger; desde la Junta de Castilla la Mancha, el Ministerio del Ejército, la Secretaría General y hasta la comandita de su marido, un golfo con melena y patrimonio, ejerciendo de Rasputín en la corte de castrati de Rajoy. ¿Cómo unos tipos así lograron llegar a las cimas del partido más corrupto de España, con permiso de Convergencia de Cataluña, y a unos palmos del PSOE? Quizá por eso.
Nadie ha llamado la atención sobre dos peculiaridades de la dimisión a palos de Cospedal. La primera, la apelación al pecado mortal. Al parecer, no lo ha cometido, y así lo dice en su harinosa despedida. Desconozco la lista de pecados mortales de la Iglesia posmoderna, sólo sé los del período de mi infancia obligadamente nacional católica, pero llama la atención que la mujer capaz de investigar a sus compañeros de dirección en el PP, que usa un lenguaje digno del canalla trepador que lleva dentro, apele a la Santa Madre Iglesia. No dijo nunca, que yo recuerde, una verdad. Siempre medias mentiras y mucho desparpajo de mantilla española y tacón alto, como bajo palio.
Lo más contundente de su pliego de descargo está en la apelación permanente al Partido. No hacer mal al Partido, el Partido debe defender a los suyos, he sido fiel al Partido… Curiosos tiempos estos en los que la derechona se ha vuelto soviética en la defensa del Partido. “Todo, menos hacerle daño al Partido” fue una consigna estaliniana que se llevó por delante a millares de víctimas. Había que mentir, auto inculparse, eliminar a los tibios o a los disidentes… para no hacer mal al Partido.
Como si el Partido fuera algo por encima de la política, como una fe, como un gran negocio espiritual. El Partido, su partido en particular, señora Cospedal, es una sentina maloliente, y le ocurre como a todos, que entre tanta basura corrupta hay siempre algún cándido que se lo cree y que constituye lo que en términos políticos se denomina “la parte sana del Partido”. Hay que buscarla con un celemín.
Vivimos tiempos de vergüenza y pasmo donde la derecha montaraz habla del Partido, como Stalin y los suyos, mientras la izquierda funcionarial y académica encuentra fuentes de inspiración en un panfleto deleznable de la época fascista de Curzio Malaparte, “Técnica del golpe de Estado”. Tiempos agobiantes de perplejidad.
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