¡Qué bellos y nobles sentimientos inspira la noche de Reyes en aquellos que tienen niños! Es el fin de fiesta perfecto, especialmente para quienes se tornan melancólicos por Navidad, o para los que la familia -política o propia- les despierta instintos homicidas. La ilusión de los zagales compensa con creces estos encontronazos tan típicos como inevitables.
Ahora bien, ¿reparamos verdaderamente en nuestros pequeños? Qué lejanos quedan los tiempos pre pandémicos, cuando la obsesión por el bienestar físico y emocional infantil rozaba lo enfermizo.
La crianza, con afecto. Montessori, el mejor método. Castigar, nunca. El azúcar ni olerlo. El niño, entronizado, tomaba posesión del lecho matrimonial. La mayoría de las veces se acompañaba la ceremonia con una condena al exilio no explícita del resignado padre. Ay, el patriarcado opresor.
He pasado de ser la desalmada que deja a sus niños sin su juguete favorito durante unos días por cometer una barrabasada, a sentir que soy de las pocas a las que les preocupa cómo está afectando la Covid-19 a la infancia. Corrijo. No creo ser una rara avis. Seguramente existen muchos padres que comparten temores conmigo. Cosa distinta es que pueda comprobarlo más allá de confidencias puntuales. El pánico que ha desatado la pandemia es tal que las circunstancias invitan de forma inevitable al hermetismo en torno a determinados asuntos.
Padres angustiados, abuelos que desean abrazarlos y no se lo permiten, o familiares ancianos que los rechazan por temor al contagio
La situación, sin embargo, amerita lo contrario. Los niños de cuatro años han pasado la mitad de su vida sufriendo las consecuencias de la pandemia. No guardarán recuerdos sobre cómo era su pequeña existencia antes de la covid, pues las personas apenas empezamos a ser autoconscientes a los tres años de edad. ¿Qué perciben, qué viven estas criaturas? Padres angustiados -por la enfermedad, por sus mayores, por sus empleos, por el teletrabajo-, abuelos que desean abrazarlos y no se lo permiten, o familiares ancianos que los rechazan por temor al contagio.
Los menores de cinco años al menos se relacionan con sus compañeros a rostro descubierto. De sus profesores apenas atisban miradas, en una etapa del desarrollo en la que se aprende a descifrar el lenguaje no verbal de las emociones. A los que fuimos padres antes de la pandemia se nos claveteó, por activa y por pasiva, la idea de la importancia del cariño físico. Ahora nos topamos con profesores que tienen prohibido abrazar a nuestros pequeños, aunque les salga del alma hacerlo.
La covid-19 resultó una tragedia de terribles dimensiones en los peores meses de 2020. Perdimos en condiciones funestas a muchos seres queridos. Las vacunas, sin embargo, funcionan: disminuyen de forma drástica los fallecimientos y los ingresos hospitalarios. La variante ómicron está acelerando el proceso de inmunización natural de la población, incluido el chivo expiatorio que representa la población no vacunada. Las investigaciones sobre cuál es el mejor tratamiento para la enfermedad avanzan también. La única decisión que deben tomar los distintos gobiernos es la velocidad a la que quieren que se produzca este proceso inevitable, de forma que no se sature el sistema sanitario.
Lo que nos queda a los ciudadanos es determinar cómo asumir estas circunstancias, que invitan irremediablemente a la esperanza y al optimismo cuando son consideradas en frío. Los que somos padres deberíamos proteger en lo posible a nuestros pequeños, pues su infancia ya ha sido atípica. No permitamos que sea, además, trágica. Recordemos los versos que escribió desde la cárcel Miguel Hernández a su hijo recién nacido, en plena Guerra Civil:
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
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