La mayoría de los gobiernos de Occidente abordó la actual pandemia de covid-19 aplicando medidas singularmente restrictivas, que carecían de precedente en la historia moderna. Centrándose únicamente en el número de contagios diarios, las autoridades desdeñaron otros problemas y otras enfermedades más graves, sin considerar los enormes costes sanitarios, psíquicos, sociales y económicos que tan agresivas medidas ocasionarían. Porque los confinamientos, y otro tipo de radicales restricciones, no solo generaron desempleo, pobreza y quiebra de empresas: también contribuyeron a agravar la incidencia de otras enfermedades que causan más fallecimientos que la covid-19 y a exacerbar la prevalencia de los trastornos mentales. Para colmo de males, y en contra de la propaganda, los confinamientos apenas habrían contribuido a salvar vidas.
Nunca debe despreciarse la letalidad de una pandemia. Aun así, la covid-19 no ha sido la principal causa de fallecimiento en 2020, ni siquiera la segunda. Atribuyendo al nuevo coronavirus todo el exceso de mortalidad durante 2020 (un 20% en España) y suponiendo que los fallecidos por el resto de enfermedades se mantuvieran estables, la covid-19 habría causado en España 16 de cada 100 muertes durante 2020 frente a 24 las enfermedades coronarias y 22 el cáncer (tabla 1).
Tabla 1. Porcentaje aproximado de fallecidos por cada causa, España 2020.
Causa de fallecimiento | Porcentaje |
Enfermedades Coronarias | 24% |
Cáncer | 22% |
Covid-19 (exceso de mortalidad INE) | 16% |
Resto de causas | 38% |
Sin embargo, es improbable que el número de fallecidos por otras enfermedades se haya mantenido estable pues los confinamientos y las restricciones de movimientos también habrían generado exceso de mortalidad por enfermedades coronarias, cáncer, sobredosis y suicidio, tal como muestran diversos estudios. Y buena parte de este incremento de fallecimientos se prolongará en el futuro cercano.
Cáncer, corazón y salud mental
Todos los datos apuntan a un incremento de la mortalidad presente y futura por cáncer debido a las restricciones y al pánico causado por las alarmantes noticias. Durante el primer confinamiento en el Reino Unido (marzo a mayo de 2020), tres millones de personas aplazaron sus pruebas tumorales, una demora que convirtió muchos cánceres curables en incurables, según señalan P. Jenkins, K. Sikora y P. Dolan en “life-Years and lockdowns: estimating the effects on Covid-19 and cancer outcomes”. Los autores estiman que un retraso de seis meses en el diagnóstico incrementa la mortalidad en 9.280 personas, con una pérdida total de 173.540 años de vida.
También habría aumentado la mortalidad por enfermedades cardiovasculares por la considerable reducción de consultas, admisiones, diagnósticos y rehabilitaciones cardiacas y por la gran dificultad para realizar ejercicio físico y llevar una vida saludable. En “place and causes of acute cardiovascular mortality during Covid-19”, Jianhua Wu y sus coautores concluyen que, durante la pandemia, las muertes por enfermedades coronarias (sin relación con el coronavirus) se incrementaron un 8% en EEUU, respecto a su nivel habitual.
Los confinamientos y las restricciones han ralentizado los servicios y tratamientos psiquiátricos, por ser considerados no esenciales, mientras aumenta el deterioro psíquico
Pero los efectos más demoledores, y ocultos, se encuentran en el ámbito de la salud mental. Los confinamientos y las restricciones han ralentizado los servicios y tratamientos psiquiátricos, por ser considerados no esenciales, mientras el deterioro psíquico causado por los encierros, la incertidumbre, el desempleo, la pérdida de ingresos, la sensación de soledad o aislamiento incrementaba exponencialmente la población necesitada de estos servicios, con especial incidencia en los jóvenes. Esta tendencia se desbordará previsiblemente en el futuro, aumentando desgraciadamente el número de suicidios.
En “the implications of COVID-19 for mental health and substance use”, N. Panchal y otros, destacan el gigantesco crecimiento del número de personas que sufre ansiedad o depresión en EEUU (Tabla 2). El deterioro mental durante los confinamientos fue mucho más intenso entre las personas de ingresos más bajos, aquellas que recibieron de manera desproporcionada el impacto de las prohibiciones (Tabla 3). No es lo mismo permanecer encerrado en una gran mansión con posibilidad de teletrabajo que en un minúsculo y oscuro cuarto, sin perspectivas de encontrar empleo. Por su parte, las muertes por sobredosis experimentaron un notable repunte a partir de abril de 2020, coincidiendo con el inicio de los confinamientos en los Estados Unidos.
Tabla 2: Adultos en EEUU que manifestaron síntomas de ansiedad o depresión:
Periodo | Porcentaje |
Año 2019 | 11% |
Mayo 2020 | 34% |
Enero 2021 | 41% |
Tabla 3: Personas que declararon haber sufrido un serio deterioro de su salud mental (EEUU)
Nivel de ingresos | Porcentaje |
Más de 90 mil dólares | 17% |
Entre 40 y 89 mil dólares | 21% |
Menos de 40 mil dólares | 35% |
¿Reducen los confinamientos las muertes por covid?
Aun infligiendo tan enormes costes a la sociedad, estas draconianas medidas aun podrían justificarse si contribuyeran a salvar muchas vidas. Pero no es así.
En “four stylized facts about Covid-19”, A. Atkenson y sus colaboradores muestran que la trayectoria de la curva de contagios sigue un patrón bastante homogéneo y universal, con independencia de la intensidad de las medidas restrictivas. Así, al contrario de lo que predicen ciertos modelos matemáticos, el ascenso de los contagios alcanza un pico y una fase de descenso al cabo de un tiempo, tanto si el país aplica prohibiciones draconianas como si se limita a medidas laxas. Según estos autores, la curva de contagios no muestra nunca una tendencia explosiva porque los seres humanos modifican voluntariamente su conducta para reducir la exposición. O porque ciertas causas naturales, todavía poco conocidas, conducen a que la enfermedad se manifieste a través de olas, que surgen y remiten de manera espontánea, como ocurre con la gripe estacional.
En “assessing mandatory stay-at-home and business closure effects” E. Bendavid y otros concluyen que las intervenciones laxas, aquellas con un fuerte componente de voluntariedad y recomendación, contribuyen significativamente a la reducción de los contagios mientras que, a partir de ese umbral, medidas adicionales mucho más restrictivas (confinamientos, bloqueos, toques de queda o cierre de actividades económicas) no aportan reducción alguna de contagios o muertes e, incluso, podrían generar el efecto contrario.
Así, en la fase de aceleración de los contagios, muchos gobiernos aplican medidas draconianas. Si no funcionan, introducen otras nuevas, en un ejercicio de imaginación inconcebible hace tan solo un año. Pasado un tiempo, los contagios van remitiendo y la opinión pública tiende a establecer una relación causa-efecto que no es cierta pues los contagios habrían disminuido de cualquier modo. En ese contexto, los confinamientos y el cierre de actividades económicas solo generan considerables réditos políticos para los gobernantes: no sólo sirven de coartada para impedir ser culpados de las muertes, también les permite atribuirse el mérito de salvar a la población de una enfermedad.
Las medidas radicales, descartadas
En el pasado, los expertos en salud consideraban prioritario que la sociedad continuara funcionando con la mayor normalidad posible durante una pandemia con el fin de evitar un desgarro del tejido social que agravase todavía más los problemas. Estaban convencidos de que las medidas más eficaces eran aquellas que toman los ciudadanos de buena voluntad tras recibir información objetiva. Las medidas radicales, como las actuales, quedaban completamente descartadas por considerarse muy peligrosas: el remedio podía ser mucho peor que la enfermedad.
Pero el mundo pareció enloquecer en marzo de 2020 y, siguiendo la estela de China, se inició en Occidente un devastador experimento que causará daños sociales, políticos y económicos especialmente graves y duraderos. Destruirá parte de los pequeños negocios, restando competencia a las grandes empresas. Empobrecerá a quienes no dispongan de recursos o posibilidad de adaptar su trabajo a las nuevas tecnologías, asignando la carga de desempleo, pobreza y miseria sobre los más débiles. Y, de forma irreversible, incrementará considerablemente el porcentaje de población dependiente del Estado: de la voluntad de los políticos. En esta encrucijada, no sólo es la salud física y mental lo que está en juego. También el propio tejido social, el sustento de muchas familias y, sobre todo, los derechos y libertades de los ciudadanos.
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