David Rennie es el corresponsal de The Economist en China. La revista cuenta con una oficina permanente en Pekín desde la que informan sobre la actualidad política y económica de aquel país. Nada especial. Esta revista como otros muchos medios cuentan con periodistas desperdigados por el mundo para acercarse lo más posible a las fuentes de la información. Lo que seguramente nunca pensó Rennie era que se iba a quedar atrapado en una corresponsalía al otro lado del mundo durante tiempo indefinido a causa de una pandemia global con la que, de un modo u otro, ya hemos aprendido a convivir. Cuenta Rennie que la página más importante de su pasaporte está desgastada de tantas veces que la han mirado las autoridades, y por autoridades no se refiere sólo a agentes de policía, sino a simples guardias jurados, inspectores ferroviarios o simples recepcionistas de hotel. Todos, muchos de ellos envueltos en monos blancos con guantes y mascarilla, tienen la obligación legal de comprobar las credenciales sanitarias. En China el control es ubicuo y constante. Cualquiera puede ser parado en cualquier momento para confirmar que se está al día con la vacunación o que se ha practicado un test. Si eres occidental las posibilidades de que a uno le paren son aún mayores porque llevamos la extranjería en la cara.
No son muchos los extranjeros que quedan en las ciudades chinas. La mayor parte, es decir, todo el que pudo, hizo sus maletas y se marchó allá por marzo de 2020. Ese mes el Gobierno cerró las fronteras internacionales y, aunque posteriormente las abrió de nuevo, lo hizo con cuentagotas. Conseguir un visado para viajar a China desde el exterior es complicado y sólo se concede a cambio de una serie de requisitos sanitarios muy estrictos como estar vacunado, presentar prueba negativa de covid y cumplir una larga cuarentena. Aún con eso no es seguro que se extienda el visado porque el Gobierno tiene un miedo pavoroso a que se cuelen casos del extranjero y se formen núcleos de contagio comunitario.
La última vez que Rennie entró en China fue el 21 de enero de 2020 y así aparece consignado en su pasaporte. Le administraron una de las vacunas chinas y observa todos y cada uno de los protocolos de seguridad, que son muchos. Pero no basta con eso. Ser extranjero en un país cerrado y angustiado es motivo de sospecha. En los vuelos internos, algunos pasajeros chinos se niegan a sentarse a su lado al verle la cara, le sucedió incluso que vio como un padre sacaba a su hijo pequeño de un ascensor tras ver que él estaba dentro.
Todos sus movimientos quedan registrados. Si han compartido espacio con un contagiado deben aislarse inmediatamente so pena de arresto y multa
Enfermar de covid en China es un estigma social difícil de entender para los de fuera. Y ojo, no es fácil contraer la enfermedad en un lugar como Pekín. En una ciudad de más de 20 millones de habitantes se han detectado 15 casos en lo que va de mes y no precisamente porque no se hagan pruebas. Los pekineses deben someterse a infinidad de controles térmicos a diario y su actividad diaria se rastrea mediante una aplicación con un código QR que les identifica personalmente. Antes de entrar en un edificio o de tomar un taxi tienen que pasar el código por un lector habilitado al efecto. Todos sus movimientos quedan registrados. Si han compartido espacio con un contagiado deben aislarse inmediatamente so pena de arresto y multa.
Es posible que la capital del país esté encubriendo un contagio masivo, pero, a juicio de Rennie, es improbable. El régimen chino miente por sistema. Durante las últimas semanas de 2019 y las primeras de 2020 ocultaron el coronavirus al mundo y persiguieron a los médicos que dieron la voz de alarma. Pero de eso no se haba en China. Las versiones oficiosas pero ampliamente difundidas son que el virus se originó en un laboratorio militar estadounidense, o que entró en China en una partida de comida congelada proveniente de Europa. Cualquier cosa vale para desviar la atención de que ese virus apareció en la ciudad de Wuhan en noviembre de 2019 y no se informó al mundo de su existencia hasta finales de enero del año siguiente.
Ocultar un gran número de contagios neutralizaría los sistemas de vigilancia, no sólo para controlar la propagación del virus, sino también para erradicarlo. Hay tantos habitantes en las ciudades que sería muy difícil escamotear la información, más ahora que se acercan los Juegos Olímpicos de invierno que se celebrarán en febrero en la misma Pekín. La lógica sugiere, por lo tanto, que en Pekín apenas hay contagios, que es un mundo sin covid. Aun así, la mayor parte de la gente emplea mascarillas en la calle de forma voluntaria y en el Metro, el autobús o en el interior de cualquier edificio es obligatorio llevarlas. Nadie quiere exponerse al contagio porque contraer covid es el primero de otros muchos problemas que vendrán después.
Por si eso no fuera suficiente, las autoridades sanitarias de algunas provincias ordenan sacrificar a las mascotas de los que han contraído la enfermedad
Una sola persona infectada es suficiente para que bloques de viviendas enteros queden confinados durante dos semanas con todos sus inquilinos dentro. Los familiares de los contagiados sufren el rechazo social y los hijos de los enfermos se convierten en parias en el patio de la escuela, ningún otro niño quiere jugar con ellos, aunque estén perfectamente sanos. Por si eso no fuera suficiente, las autoridades sanitarias de algunas provincias ordenan sacrificar a las mascotas de los que han contraído la enfermedad arguyendo que pueden también contagiarse y transmitir la covid.
Cualquier pekinés que tenga una temperatura corporal superior a 37,3 °C debe acudir inmediatamente a la clínica para que le extraigan sangre y se analice la presencia de anticuerpos. Si da positivo el afectado se expone a un arresto si se demuestra que salió a la calle con fiebre y no acudió a una de estas clínicas a testarse. En Pekín la policía cerró hace no mucho dos farmacias porque vendieron antipiréticos a una pareja sin registrar sus nombres en una base de datos en la que figuran los nombres de todos los que adquieren píldoras para bajar la fiebre.
Viajar también está mal visto, es, en palabras de Rennie, un acto antisocial. Se puede abandonar Pekín libremente, pero para regresar es necesario presentar una prueba PCR y contar con el código de salud en verde, es decir, no estar enfermo y no haber estado cerca de un caso sospechoso en los catorce días anteriores. Todo se controla a través de una aplicación instalada en el teléfono que permite rastrear los movimientos del usuario. Si se ha visitado un condado en el que se haya declarado un solo caso de covid ya no se puede entrar en la capital. Tampoco se puede entrar si se ha estado en cualquiera de los 51 condados fronterizos, aunque la incidencia en los mismos sea cero.
Si viajar dentro de China acarrea un rosario de problemas, hacerlo al exterior es misión casi imposible. Durante meses el país estuvo completamente cerrado, no se podía ni salir ni entrar, luego, ya en mayo de este año, aflojaron las restricciones y se consintieron algunos vuelos internacionales. Se dejaron de emitir visados para turistas y pasaportes para los nacionales. Si un pekinés quisiese, por ejemplo, viajar a Hong Kong, antes de regresar tendría que hacer una semana de cuarentena obligatoria en un hotel autorizado por el Gobierno, otra semana más de cuarentena domiciliaria y, de remate, tendría que informar durante otros siete días a las autoridades sanitarias de su temperatura corporal.
Entrar en China habrá llevado unos dos meses y un coste considerable porque todo corre a cargo del viajero. Los portugueses tardaban menos en llegar a China a bordo de sus carracas en el siglo XVI
Si el viaje es a Europa los problemas son aún mayores. Un extranjero tiene muy difícil conseguir un visado, un chino tendrá que remitir a través del consulado chino una prueba PCR y, a su llegada, permanecer 21 días en cuarentena. A Pekín apenas llegan vuelos del extranjero así que esa cuarentena tendrá que hacerla en alguna ciudad de provincias. Si durante la cuarentena alguien se contagia es trasladado a una clínica y recluido allí hasta que la enfermedad haya remitido por completo. En ese caso, entrar en China habrá llevado unos dos meses y un coste considerable porque todo corre a cargo del viajero. Los portugueses tardaban menos en llegar a China a bordo de sus carracas en el siglo XVI.
Como consecuencia, son muchos los occidentales que se han quedado atrapados en China desde hace casi dos años, lo mismo sucede con chinos que vivían en Occidente por trabajo o estudios. Eso al Gobierno no le parece un problema especialmente grave. A fin de cuentas, son muy pocos los chinos que viajan al extranjero. Sólo el 13% de la población tiene pasaporte. Viajar al extranjero es caro y muy pocos chinos pueden permitírselo.
El Gobierno no piensa cambiar ni una coma de su política de covid cero y la población tampoco se lo reclama. El Partido Comunista saca pecho mostrando por televisión las cifras de contagios y muertes en Occidente para decir a los chinos que ellos están en el lado correcto de la historia, que Occidente decae sin remedio devorado por la enfermedad mientras China es un paraíso sin covid en el que nada hay que temer. Un paraíso cuya manzana es el cierre casi completo del país y el sometimiento de su población a un control exhaustivo, propio de las películas de ciencia ficción.
Para el Gobierno está sirviendo además como banco de pruebas para los sistemas de control electrónico que ya estaban en marcha antes de la pandemia. La covid ha sido una coartada perfecta para mejorarlos y extenderlos con el consentimiento explícito de la población. El país seguirá cerrado durante mucho más tiempo, quizá ya para siempre porque, mientras el resto del mundo se va inmunizando de manera natural con las últimas variantes, China permanece casi virgen, un error fatal que les puede terminar saliendo muy caro.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación