En septiembre de 1944, el pánico se adueñó de Mattoon, una pequeña localidad de Illinois. Aprovechando la oscuridad, un desconocido se acercaba a las ventanas y gaseaba con un agente tóxico el interior de las viviendas. Docenas de personas sufrieron irritación de piel, malestar, desmayos y parálisis, mientras el número de denuncias no dejaba de crecer. Al final se comprobó que no había rastro de gas tóxico; ni siquiera existía el “merodeador de la bombona”. Había sido un episodio de histeria colectiva. Presa del pánico, la gente había perdido el sentido de la realidad, exagerado el peligro y sentido que estaba enferma cuando no era así.
El episodio más reciente de histeria colectiva comenzó a raíz de la última pandemia. La Histeria Covid (2020-2022) respondió a un peligro real, un nuevo virus para el que no existía inmunidad. Era necesario tomar razonables medidas de protección, pero el riesgo se exageró hasta tal punto, que la sociedad perdió muy pronto el sentido de la medida. El SARS-CoV-2 era un virus peligroso, incluso a veces mortal… pero solo para determinados grupos vulnerables. Para otros, el riesgo era bastante moderado; incluso prácticamente nulo para niños y jóvenes sanos.
Sin embargo, la creencia de que todo el mundo corría un peligro extremo desembocó en una contagiosa explosión de pánico generalizado, que no remitió ni siquiera cuando la vacuna, y el avance de la inmunidad natural, redujeron el riesgo hasta niveles comparables a otras enfermedades cotidianas. La pandemia había finalizado pero la histeria persistía porque estos episodios no se alimentan del riesgo real… sino del riesgo imaginado.
Comprender la histeria colectiva
Las histerias colectivas se originan en el marco de una extrema sensación de peligro, que no se corresponde con la amenaza real. Los afectados acaban adoptando conductas extravagantes, alejadas de cualquier racionalidad. Transportados a un mundo paralelo, se vuelven impermeables a toda argumentación racional, perdiendo la capacidad de comprender lo que está ocurriendo hasta que el pánico se disipa. Muchos sufren malestar o síntomas de enfermedad sin estar realmente enfermos por el propio convencimiento de que van a padecer el mal (efecto nocebo).
En A Social-Psychological Theory of Collective Anxiety Attacks, R. Bartholomew y J. Victor analizan el caso del merodeador del gas de Mattoon. Cierta noche, una vecina percibió en su dormitorio un aroma dulzón que creyó provenía del exterior. Tras inhalarlo, sintió cierta quemazón en labios y garganta junto con una sensación de parálisis en las piernas, que remitieron rápidamente. Este suceso habría quedado en una mera anécdota si el diario local no hubiera titulado en primera plana: “Un merodeador con gas anestésico anda suelto. Y se ha cobrado su primera víctima”. La prensa acababa de aportar el detonante: inventaba el aterrador personaje y advertía que los ataques no habían hecho más que comenzar. Era una profecía que se cumpliría a sí misma con la ayuda de autoridades y expertos.
El pánico alcanzó su punto culminante cuando grupos de ciudadanos armados comenzaron a patrullar las calles para atrapar al "merodeador". Fue entonces cuando las autoridades tomaron conciencia del verdadero peligro
Ante la ausencia de toda prueba o indicio, los gobernantes, la policía y los expertos se mostraron al principio escépticos. Pero, ante la fuerte campaña de la prensa criticando su pasividad, pronto se ajustaron a la versión mediática: deseaban evitar ser culpados de las consecuencias. Así, el alcalde declaró que podría tratarse de gas mostaza mientras los expertos en guerra química se decantaban por la cloropicrina. Este respaldo al relato no hizo más que alimentar la histeria: las denuncias y avistamientos crecieron exponencialmente. El pánico alcanzó su punto culminante cuando grupos de ciudadanos armados comenzaron a patrullar las calles para atrapar al “merodeador”. Fue entonces cuando las autoridades tomaron conciencia del verdadero peligro y, en un gesto de valentía, decidieron regresar a la cordura.
El jefe de policía advirtió públicamente que se trataba de un fenómeno de histeria colectiva, quizá desencadenado por el olor a productos químicos de las industrias cercanas. Un prominente psiquiatra de Chicago comparó la conducta de los lugareños con otro episodio clásico de histeria colectiva: la caza de brujas de Salem (1692). La prensa comenzó a dar marcha atrás y, en unas semanas, acabó mofándose de los “histéricos”. Ante los mensajes que desmentían y ridiculizaban el relato, la marea fue remitiendo y las denuncias cesaron. Nadie volvió a sentirse gaseado.
La histeria colectiva es una forma extrema de pensamiento grupal (groupthink): bajo el influjo de una amenaza real o imaginada, cada individuo deja de evaluar críticamente la información y, disolviéndose en las emociones de la masa, adopta los criterios del grupo, por muy absurdos que estos sean. Los sujetos ajustan su opinión y su comportamiento para obtener la aceptación del colectivo. La histeria se refuerza considerablemente cuando las figuras de autoridad (gobernantes o expertos) respaldan la visión irracional, en lugar de llamar a la calma y la sensatez.
Muchos esperaban rebajar su miedo luciendo mascarilla, tan solo para descubrir que la espeluznante visión de un vecindario enmascarado transportaba directamente a una película de zombis
Aunque la humanidad afrontó varias pandemias en el siglo XX, ninguna desencadenó una histeria colectiva. Pero sí la de 2020. La insólita decisión de confinar a toda la población fue el elemento diferencial, el impulso que condujo a la mayoría a apartarse del pensamiento crítico: “si el gobierno ha tomado una medida tan extrema debe ser porque todos corremos un peligro inconmensurable”. Así, mucha gente comenzó a evaluar el riesgo de la enfermedad utilizando una dudosa regla de medir: la intensidad de las restricciones. Cuanto más draconianas, mayor peligro percibido. Por ello, la histeria no se desencadenó en países que optaron por aplicar medidas más laxas y voluntarias, como Suecia: la gente percibió allí un riesgo mucho más moderado y realista, siendo la misma enfermedad.
Una vez desatado el pánico, la actuación de la televisión, buscando audiencia, y la intervención de ciertos expertos, persiguiendo protagonismo, imprimieron a la histeria una buena velocidad de crucero. La sociedad entró en un infernal círculo vicioso: cada intento por reducir el miedo no haría más que reforzarlo. La masa exigía restricciones más radicales, creyendo que aplacarían su angustia pero, a la larga, las omnipresentes prohibiciones solo acrecentaban el temor al evocar en cada momento el relato de apocalipsis. Así, muchos esperaban rebajar su miedo luciendo mascarilla, tan solo para descubrir que la espeluznante visión de un vecindario enmascarado transportaba directamente a una película de zombis.
Surgió la clásica figura del enfermo imaginario, individuo con excelente salud a quien todo el mundo desea una pronta recuperación… por ser positivo en un test extremadamente adictivo. La sociedad se olvidó súbitamente de la inmunidad natural, conocida desde tiempos inmemoriales. Haber pasado la enfermedad, incluso muy leve, ya no rebajaba la ansiedad porque la histeria impedía aceptar que el organismo desarrolla inmunidad. Muchos eran incapaces de concebir que, siendo el virus la encarnación del mal, su contacto pudiera traer alguna consecuencia positiva, aunque fuera a posteriori. Todavía hoy persiste una espantosa obsesión por eludir a toda costa a un virus que, a estas alturas, resulta bastante leve y, a la larga, absolutamente inevitable.
Ni siquiera la vacuna logró rebajar el miedo. Tras inocularse, los histéricos no sentían el lógico alivio de encontrarse fuera de peligro. Todo lo contrario, su terror alcanzaba cotas apocalípticas al enterarse de que una minoría no se había vacunado. En el imaginario colectivo, los no vacunados comenzaron a representar el papel del odiado merodeador del gas de Mattoon, ese etéreo personaje en el que la turba proyecta sus frustraciones, sentimientos de culpa, angustia y desconcierto.
La histeria persiste en ese desmedido pánico al contagio (con muchas familias encerrando a algún miembro en una habitación), en unos síntomas post-Covid generalmente producto de la sugestión
La histeria Covid trajo consigo la prolongación de unas restricciones desproporcionadas, que causaron daños psicológicos, sanitarios, sociales y políticos muy superiores a los de la enfermedad. Y llevó a la sociedad a sacrificar a los niños, que no corrían ningún riesgo, tan solo para aplacar el pánico de los mayores.
A dos años del inicio, aún no se ha recuperado la racionalidad. La histeria persiste en ese desmedido pánico al contagio (con muchas familias encerrando a algún miembro en una habitación), en unos síntomas post-Covid generalmente producto de la sugestión y en el extendido estrés postraumático por el que son atendidas muchas personas, simplemente por haber dado positivo en un test.
No es fácil nadar a contracorriente de una histeria colectiva. Pero, en una sociedad que valora la libertad, es deber de todo ciudadano mantenerse crítico, no abrazar de manera irreflexiva cualquier criterio, simplemente porque lo mantengan los demás… o lo diga la televisión.
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